"El infierno no es
nunca un castigo de Dios, sino una 'tragedia' para Él"
Andrés Torres Queiruga: "¿Qué queremos
decir cuando decimos infierno?"
"Que Dios es amor y
que sólo quiere y busca por todos los medios nuestra salvación"
Andrés Torres Queiruga, 13 de agosto de 2017 a las 15:43
Dios quiere nuestra salvación en el respeto,
exquisito y absoluto, a nuestra libertad, la cual, sí, puede resistirse a su
salvación; que sólo de esa resistencia procede la no-salvación
………………………………..
(Andrés Torres Queiruga, teólogo).- El texto está tomado
del no 93 de Encrucillada:
Revista Galega de Pensamento Cristián, y existe una versión más
amplia en un pequeño libro publicado por Sal Terrae, 1995. Empieza afirmando
que, afortunadamente, del infiernose habla
poco, pues bastantes estragos ha hecho; pero que es preciso hablar, porque los
tópicos y las aberraciones siguen proliferando. Por brevedad, omite la
introducción, que aclara los presupuestos hermenéuticos e insiste en una
lectura no fundamentalista de la Biblia.
2. Lo intolerable en el tratamiento del infierno
Criticar la historia pasada es nuestro derecho, pero los juicios están
siempre expuestos al riesgo de la injusticia y de la intolerancia. Lo advierto,
porque la intención primaria de lo que aquí intento decir no se dirige a juzgar
el pasado, sino -mucho más modestamente- a iluminar el presente. Más de una
vez, algo que hoy resulta realmente inconcebible, pudo estar justificado en su
época histórica. ¿Quién puede, por ejemplo, calibrar el efecto moralizador que
la predicación del infierno tuvo sobre costumbres bárbaras e inhumanas o frente
a autoridades ante las que no cabía otro freno ni control? 1 Aparte de que los
significados reales funcionan en sus contextos concretos, de forma que
palabras, imágenes o conceptos perfectamente asimilables en un momento dado
pueden resultar insoportables en otro distinto.
Hablar de "intolerable", por tanto, se refiere aquí, ante todo, a lo que hoy no debe ser afirmado por una teología "honesta con Dios" ni anunciado por una predicación respetuosa con la dignidad de los oyentes actuales (por otra parte, trabajados en nuestro tiempo por una larga y nueva tradición de libertad y tolerancia).
Hablar de "intolerable", por tanto, se refiere aquí, ante todo, a lo que hoy no debe ser afirmado por una teología "honesta con Dios" ni anunciado por una predicación respetuosa con la dignidad de los oyentes actuales (por otra parte, trabajados en nuestro tiempo por una larga y nueva tradición de libertad y tolerancia).
2.1 No "castigo", sino "tragedia" para Dios
En este sentido conviene empezar afirmando que
de ningún modo resulta ya lícito hablar del infierno como castigo por parte de
Dios o, mucho menos aún, como venganza. Hemos oído tantas veces este tipo de
expresiones, que puede acabar escapándosenos lo monstruoso que en sí mismas
insinúan. Pues convierten a Dios en un ser interesado, que castiga a quien no
le rinde el debido "servicio"; en un juez implacable, que persigue al
culpable por toda una eternidad; y, en definitiva, en un tirano injusto, que
crea sin permiso, que no deja más alternativa que la de servirlo o de
exponerse a su ira y que castiga con penas "infinitas" fallos de
criaturas radicalmente débiles y limitadas.
No digamos ya si, encima, por una lectura
literalista de ciertos pasajes (sobre todo Rm 9-11, que en el fondo quieren
decir lo contrario) 2, se habla de predestinación al infierno. Y no de modo
metafórico, sino ateniéndose a una literalidad que proviene de autores tan
grandes como San Agustín, quien con toda seriedad la interpreta como decisión
definitiva e incondicional de Dios, en el sentido de que, con total
independencia de la conducta futura de las personas -ante praevisa merita-,
destina sólo unas a la salvación, mientras deja a otras -vassa irae, vasos de
ira- destinadas de manera irreversible a la condenación como una massa damnata
(en definitiva, culpable, que para eso pecó Adán...).
Por fortuna, esta doctrina, que, como justamente
dice Berthold Altaner, "parte de una idea de Dios que nos hace
estremecer"3, nunca ha sido plenamente acogida en la iglesia. Pero tampoco
cabe negar su influjo, obscuro y subterráneo, a lo largo de la teología4,
reforzando sombras y fantasmas que nunca hubieran debido acercarse siquiera a
nuestra idea ni a nuestro hablar de Dios. En todo caso, su evocación sirve de
aviso saludable para no mantener conceptos o representaciones con una carga tan
peligrosamente negativa.
Para comprender la gravedad del peligro, basta
con traer a la memoria que el despertar crítico de la Ilustración encontró aquí
uno de los más graves motivos de escándalo y rechazo de la fe, con enormes
consecuencias culturales. No cabe ignorar que, si se da por válida esa
concepción, los argumentos resultan muy difícilmente refutables. De modo
paradigmático argumenta Hume: 1) que resulta inaceptable un castigo eterno
para ofensas limitadas de una criatura frágil, y 2) que, encima, ese castigo no
sirve para nada, puesto que sucede cuando ya "toda la escena ha
concluido"5.
Este tipo de críticas tiene siempre algo de
esquemático e injusto; pero, en lugar de protestar contra ellas, lo que
conviene es hacerlas imposibles, revisando conceptos obsoletos y recuperando el
sentido genuino de la experiencia cristiana. Porque desde la intuición de un
Dios que crea por amor, más aún, que desde Jesús acabamos descubriendo como
"Padre" que consiste en amar (1 Jn 4,8.16), en la condenación -sea
ella lo que sea, dejémoslo por ahora- de cualquier hombre o mujer sólo cabe ver
no algo que Dios desea, quiere o impone, sino todo lo contrario: algo que El
padece, con lo que sufre, pero que no puede evitar. ¿Cómo podría ser de otro
modo, si crea únicamente por nosotros y para nosotros: para comunicarnos su
amor y su salvación, buscando tan sólo nuestra realización y nuestra felicidad?
Apena ver que algo tan obvio haya podido quedar
tanto tiempo recubierto por lógicas extrañas al evangelio o por simples
rutinas del pensamiento. Cuando además basta la razón normal para verlo,
siempre que se acerque a este campo con la actitud y las categorías apropiadas.
¿No es esto lo que sucede con un padre o una madre simplemente honestos y
normales, cuando ven que un hijo entra en el camino de la autodestrucción: en
la droga, pongamos por caso? Le darán sus mejores consejos y lo ayudarán con
todas sus fuerzas; pero, si persiste, no lo "castigarán", añadiendo
desgracia a su desgracia o haciendo aún más perdurable el proceso de su
autodestrucción. Más bien sucederá lo contrario (y cualquiera que tenga el
mínimo contacto con alguno de estos casos desgraciados, sabe muy bien que esto
no es retórica): sufrirán con él y aún más que él, sentirán como propio el
fracaso de su hijo.
Si, alertados por la crítica y animados por una
razón verdaderamente humana, prestamos atención a la revelación evangélica,
eso mismo resulta evidente más allá de toda comparación. Ya sé que hay algunos
pasajes -en realidad, para una lectura crítica del Nuevo Testamento, muy pocos
y en directa contradicción con otros- que parecen no cuadrar con esto, pues
hablan de castigo, de gehenna o de tinieblas... Pero veremos que tienen otra
explicación. Y, desde luego, en una elemental corrección hermenéutica, deben
ser leídos desde la clave central de la experiencia bíblica: todo lo que Dios
hace o manifiesta va exclusivamente dirigido a la salvación.
Basta con mirar la actitud de Jesús con los
pecadores, o simplemente leer con corazón limpio la parábola del hijo pródigo,
para ver por dónde va aquella clave. O, para verlo afirmado de manera
explícita, examinar las palabras en las que San Pablo intenta descubrir el
núcleo de la actitud divina ante el destino humano:
"¿Cabe decir más? Si Dios está a favor
nuestro, ¿quién podrá estar en contra? Aquel que no escatimó a su propio Hijo,
sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo es posible que con él no nos
regale todo? ¿Quién será el fiscal de los elegidos de Dios? Dios, el que
perdona. Y ¿a quién tocará condenarlos? A Cristo Jesús, el que murió, o mejor
dicho, el que resucitó, el mismo que está a la derecha de Dios, el mismo que
intercede en favor nuestro (Rom 8, 31-34).
Se comprende bien que Hans Urs von Balthasar no
exagera, sino que expresa la dinámica más fina y más sensible de la actitud de
Dios en cuanto nos es dado entreverla, cuando califica de "trágica"
la situación:
Trágica no solo para el hombre que puede
frustrar el sentido de su existencia, su propia salvación, sino para Dios
mismo, que se ve forzado a tener que juzgar allí donde quería salvar y -en el
caso extremo- a tener que juzgar justo porque únicamente quería aportar amor.
De este modo el tener-que-ser-repudiado del hombre que repudia el amor de Dios,
aparece como una derrota de Dios, que fracasa en su propia obra de salvación6.
Estas ideas pueden sonar novedosas y aun
atrevidas. En realidad, enlazan con lo más profundo y mejor de la tradición
cristiana sobre Dios. Véase, si no, lo que dice el Maestro Eckhart en uno de
sus sermones:
La verdad es que Dios sentiría una alegría tan
grande e inefable por el que le fuese fiel, que el que frustrase esa alegría le
frustraría totalmente en su vida, su ser, su deidad..., le quitaría la vida, si
es que uno puede hablar así7.
En inmediata continuidad con las palabras antes
citadas, von Balthasar prosigue con toda razón afirmando que "este aspecto
del juicio debe ser hecho patente desde los escritos neotestamentarios: no como
punto final sino más bien como punto de partida para una ulterior reflexión más
profunda".
No hay comentarios:
Publicar un comentario