La subordinación y sumisión de las mujeres en la iglesia es una situación orquestada y planificada desde la jerarquía católica y consentida y alimentada por nosotras mismas. Educadas para la humildad, la sumisión, la abnegación, la renuncia a la propia sexualidad y el temor al pecado –sobre todo al de naturaleza sexual– renunciamos a nosotras mismas, a nuestros cuerpos, nuestros saberes, nuestra identidad y nuestra independencia en favor de una maternidad siempre exaltada para dejar que otras voces patriarcales tomen una palabra que es nuestra. Damos voz y autoridad –sorprendentemente en todos los ámbitos de la vida– a expertos “en la Palabra de Dios”, a teólogos y sacerdotes célibes sin carga ni responsabilidad familiar alguna, que se reúnen con otros varones conformando una clase social llena de privilegios.
Varones que no tienen que salir a la calle a ganarse el pan, que no saben lo que cuesta sacar adelante a unos hijos, ni de las violencias que estoicamente soportamos las mujeres –físicas, psicológicas, legales, sexuales y de autoría–. Las mujeres en la iglesia seguimos siendo una mayoría silenciosa sin voz ni voto, requeridas solo para llenar en silencio los templos, cambiar los manteles, quitar el polvo y fregar el suelo, seguimos siendo la mano de obra barata. Y aunque recientemente se nos ha autorizado en algunos casos a leer la Palabra, son las migajas que nos dejan en la Cena eclesial y Eucarística, de las que hablaba la cananea. Nos duele que todavía haya personas, sobre todo entre el clero, que no crean, como a aquellas primeras discípulas
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