¿Alguien
hubiera dicho que un hombre que vivió hace más de 800 años vendría a
ser referencia fundamental para todos aquellos que buscan un nuevo
acuerdo con la naturaleza y sueñan con una confraternización
universal?
Ese hombre es Francisco de Asís (+1226), proclamado
patrono de la ecología. En él encontramos valores que perdimos, como
la capacidad de encantarnos ante el esplendor de la naturaleza, la reverencia delante de cada ser, la cortesía con cada persona,
el sentimiento de hermandad con cada ser de la creación, con el sol y
con la luna, con el lobo feroz y el leproso al que abraza enternecido.
Francisco
realizó una síntesis feliz entre la ecología exterior (medio
ambiente) y la ecología interior (pacificación interna) hasta el punto
de transformarse en el arquetipo de un humanismo tierno y
fraterno-sororal, capaz de acoger todas las diferencias. Como afirmó
Hermann Hesse: «Francisco casó en su corazón el cielo con la tierra e
inflamó con la brasa de la vida eterna nuestro mundo terreno y mortal».
La humanidad puede enorgullecerse de haber producido semejante figura
histórica y universal. Él es lo nuevo, nosotros somos lo viejo.
La
fascinación que ejerció desde su tiempo hasta el día de hoy se debe
al rescate que hizo de los derechos del corazón, a la centralidad que
confirió al sentimiento y a la ternura que introdujo en las relaciones
humanas y cósmicas. No sin razón, en sus escritos la palabra
«corazón» aparece 42 veces frente a «inteligencia», una vez;
«amor» 23 veces frente a «verdad», 12; y «misericordia» 26
veces frente a «intelecto», sólo una vez.
Era
el «hermano-siempre-alegre» como lo apodaban sus cofrades. Por esta
razón, deja atrás el cristianismo severo de los penitentes del
desierto, el cristianismo litúrgico monacal, el cristianismo hierático
y formal de los palacios pontificios y de las curias clericales, el
cristianismo sofisticado de la cultura libresca de la teología
escolástica.
En él
emerge un cristianismo de jovialidad y canto, de pasión y danza, de
corazón y poesía. Él conservó la inocencia como claridad infantil en la
edad adulta que devuelve frescura, pureza y encanto a la penosa
existencia en esta tierra. En él las personas no aparecen como «hijos e
hijas de la necesidad, sino como hijos e hijas de la alegría» (G.
Bachelard). Aquí se encuentra la relevancia innegable del modo de ser
del Poverello de Asís para el espíritu ecológico de nuestro tiempo,
carente de encantamiento y de magia.
Estando cierta vez un 4 de octubre, fiesta del Santo, en Asís, en
esa minuscule ciudad blanca al pie del monte Subasio, celebré el amor
franciscano con el siguiente soneto que me atrevo a publicar:
Abrazar a cada ser, hacerse hermana y hermano,
Oír el cantar del pájaro en la rama,
Auscultar en todo un corazón
Que palpita en la piedra y hasta en la lama.
Saber que todo vale y nada es en vano,
Y que se puede amar incluso a quien no ama,
Llenarse de ternura y compasión
Por el bichito que por ayuda clama.
Conversar hasta con el fiero lobo
Y convivir y besar al leproso
Y, para alegrar, hacer de bobo,
Sentirse de la pobreza el esposo,
Y derramar afecto por todo el globo:
He aquí el amor franciscano: ¡oh supremo gozo!
Leonardo Boff
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