UNA PROPUESTA PASTORAL PARA EL SÍNODO
José M. Castillo
Cuando
faltan solo unas horas para el comienzo del Sínodo de la Familia, crecen y
suben de tono, en la Iglesia, las voces de alarma que hablan de “cisma blanco”,
“cisma rojo” (Jorge Costadoat). O de quienes, como es el caso del cardenal
Kasper, llegan a insinuar que estamos entrando en un “cisma práctico”, o sea
(si me he enterado bien) un cisma que nadie formula en teoría, pero que en la
práctica diaria de la vida funciona dividiendo a los católicos y fracturando a
la Iglesia.
Por
eso, ahora más que nunca, es el momento de preguntarse: ¿qué puede hacer el
papa en este asunto, tal como están las cosas?
Como
es lógico, habrá que esperar a ver cómo se desarrolla el Sínodo y, sobre todo,
tendremos que saber lo que, después del Sínodo, dice y decide el papa. Pero es
precisamente para eso, para indicar lo que, según mi modesta opinión, considero
que es lo más acertado que el papa podría - y quizá tendría que - hacer en la situación que estamos viviendo en la
Iglesia ahora mismo. Por eso me atrevo a presentar la propuesta siguiente.
Ante
todo, considero que es fundamental tener muy claro que, en el tema de la
familia, no estamos ante una cuestión de Fe. Por la sencilla razón de que, si
pensamos y hablamos de la familia desde la Fe dogmática, que profesa la
Iglesia, no existe definición dogmática alguna, en el Magisterio de la Iglesia,
sobre este asunto. Y si alguien encuentra un documento magisterial definitorio
sobre el modelo de familia o incluso sobre la indisolubilidad del matrimonio,
que lo diga. Más aún, los textos bíblicos de Mt 19, 1-9 y Mc 10, 1-12,
ampliamente estudiados y discutidos por la exégesis mejor documentada, han
demostrado sobradamente que no se refieren a la problemática actual sobre si el
matrimonio es o no es indisoluble. En esos textos, Jesús se opone al derecho
unilateral que, según Deut 24, 1, tenía el hombre para repudiar a la mujer,
sobre todo si hacía tal cosa “por cualquier causa” (Mt 19, 3). Lo que indica
claramente que Jesús no se refiere a la indisolubilidad del matrimonio, sino al
derecho unilateral del hombre frente a la mujer que, según la ley de Moisés,
carecía de ese derecho. Una desprotección de la mujer, que se agravaba por
causa de las enseñanzas de la escuela de Hillel, que llegaba a permitir el
repudio de la esposa”por cualquier motivo” (Mt 19, 3).
Por
otra parte, el hecho de que, durante siglos, se hayan mantenido, entre los
cristianos, unas práctica y unas costumbres determinadas sobre esta cuestión,
no es (ni puede ser) un argumento determinante para obligar al papa a mantener,
de forma irrevocable, unos determinados usos o prácticas por más inamovibles
que se consideren esas prácticas y esas costumbres. Y por más respetables que
sean las personas que pretenden mantener un determinado modelo de familia.
Quienes afirman que la Iglesia no puede en ningún caso admitir el divorcio,
demuestran una ignorancia incomprensible, ya que, al decir eso, desconocen que la Iglesia, durante siglos,
admitió el divorcio en determinados casos. Por ejemplo, en la respuesta que el
papa Gregorio II, en el año 726, envió al obispo san Bonifacio (PL 89, 525). Lo
mismo que en la respuesta del papa Inocencio I a Probo (PL 20, 602-603).
Doctrina que quedó recogida en el Decreto de Graciano, en el siglo XI (R. Metz
- J. Schlick, “Matrimonio y divorcio”, Salamanca 1974, 102-103; M. Sotomayor,
“Tradición de la Iglesia con respecto al divorcio. Notas históricas”:
Proyección 28 (1981) 55).
Estando
así las cosas, lo más razonable, que se puede sugerir en este momento, es que
el papa debe sentirse libre para tomar una decisión pastoral, que ayude a la
Iglesia entera y en su conjunto a ir madurando la doctrina teológica a seguir.
Y, sobre todo, la práctica pastoral que se debe adoptar, al menos mientras las
cosas no se vean con más claridad y precisión.
Esto
supuesto, y dada la confrontación que de hecho existe en la Iglesia sobre este
problema, parece lo más razonable sugerir al papa que - de momento, al menos -
lo mejor sería dejar, a los pastores y a los fieles en la Iglesia, en la
libertad de proceder según la propia conciencia. De forma que nadie se sienta,
ni se pueda sentir, con el derecho y el deber de imponer su propio punto de
vista, en un asunto sobre el que no existe ni una enseñanza bíblica, ni una
doctrina magisterial que lo pueda imponer desde la Fe. Como tampoco existe, en
la historia de la Iglesia, una enseñanza o una práctica uniforme, clara y firme
en cuanto se refiere a la defensa de la indisolubilidad del matrimonio, como
ahora pretenden imponer algunos obispos y otras dignidades eclesiásticas.
Estamos, pues, ante un asunto sobre el que sabemos que existe un notable
pluralismo entre los creyentes en Jesucristo, de forma que, existiendo tal
pluralismo, ni el papa podría tomar la decisión de pronunciar una definición
dogmática sobre un tema en el que la “Fe de la Iglesia” no es uniforme ni posee
las condiciones necesarias para el pronunciamiento de una definición dogmática,
como quedó dicho en la definición de la infalibilidad pontificia del concilio
Vaticano I (DH 3074) y en la precisión que, sobre este punto capital, hizo el
Vaticano II (LG n. 25).
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