Me resultaron muy interesantes los comentarios de J.J. Tamayo sobre el funeral de Benedicto XVI. Aunque señala sutilmente algunos rasgos que diferencian al papa emérito de su sucesor, no deja de mencionar otros que, con atenuantes, permanecen aún hoy en el corazón de la Iglesia, y no sólo en cuestiones litúrgicas.
Una
de ellas, la actitud patriarcal, cuyo signo más evidente es el lugar
que adjudica a la mujer y la discriminación que ejerce todavía en
materia de identidad sexual, asignaturas pendientes en gran parte del
ámbito eclesial.
Encontré
significativo el análisis desde el punto de vista del lenguaje, cuando
señala el binomio pastor-oveja como resabio de un anacronismo
insostenible y de un clericalismo recalcitrante.
Finalmente,
más allá de los méritos que haya acreditado Ratzinger durante su
papado, coincido también con la apreciación de que hay algunos hechos
que ensombrecen su trayectoria como pontífice. Entre ellos, uno que
omitió Tamayo, respecto a la actitud frente a la pedofilia, algo que
Benedicto asumió tardíamente y lo llevó a pedir perdón.
Por
otro lado, cabría señalar su intransigencia frente a la Teología de la
Liberación, prohibiendo textos imprescindibles para la renovación de la
Iglesia. En ese marco, algo que sí menciona Tamayo: la sanción de
teólogos y teólogas caracterizados/as, precisamente, por su actitud
antipatriarcal, anticlerical y comprometida con la justicia social. Me
permito señalar entre ellos a Leonardo Bof, Jon Sobrino e Ignacio
Ellacuría.
Esa
actitud condenatoria lo llevó también a negarse a la canonización de
monseñor Oscar Romero. Algo que felizmente revirtió el papa Francisco,
transformándolo en San Romero de América, célebre por su prédica en
defensa de los derechos humanos. Alicia
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