miércoles, 3 de enero de 2024

Solicitamos colaboraciones para el BLOG.- Alicia DeSa Torres nos envía un interesantísimo tema.- EL ARTE DE SOLTAR. ( I )

 Dada su extensión lo publicaremos en dos secciones  (parte I)

El ARTE DE SOLTAR

La vida enseña a viajar livianos. Por eso los hombres que acumulan sin límites son una aberración

POR MARCELO FIGUERAS DIC 31, 2023 

 La vida es, del principio al fin, un ejercicio en materia de desprendimiento. Tanto el funcionamiento elemental como las satisfacciones profundas dependen de que aprendamos a deshacernos de cosas con elegancia. Por eso vivimos así, soltando lastre: porque, de otro modo, nos hundiríamos.

De lo esencial que necesitamos para subsistir —todo lo que nos metemos dentro, lo que técnicamente incorporamos, hacemos nuestro: oxígeno, agua, alimento—, no conservamos nada. Inspiramos, pero expiramos. Bebemos y comemos, pero no retenemos. Lo que nos resulta vital lo transformamos en energía que quemamos al toque, el resto lo excretamos. Imaginen lo que ocurriría si sólo nos llenásemos de aire sin exhalarlo. O lo que pasaría si nos negásemos a mear. Se nos permite tomar de la naturaleza lo que necesitamos para vivir, pero como parte de un contrato que prevé la devolución de esos insumos, químicamente transformados. (Nuestro entero cuerpo está sujeto a términos transaccionales: los átomos, el agua, los minerales que cedió la naturaleza para la creación de cada organismo individual —podríamos decir: lo que invirtió en nosotros—, vuelve a ella cuando vence el contrato.)

Algo similar ocurre con las cosas de las que nos rodeamos. Muchas envejecen sin remedio, pierden utilidad. (Pienso en las ropas, los autos, los utensilios, los electrodomésticos.) Pero otras se desvalorizan porque dejan de significar lo que significaban cuando las obtuvimos. ¿De cuántos de los trastos que abarrotan nuestras viviendas podríamos liberarnos, sin sufrir ni experimentar perjuicio? (Un dato a tener en cuenta más adelante: las únicas cosas que cuesta tirar a la basura son aquellas a las que cargamos de afecto, las que adquirieron un valor que excede el material.)

 San Francisco de Asís, cuyo nombre devino adjetivo que define un estilo de pobreza.

 El tiempo se atiene a la misma dinámica. Es una línea recta, una flecha sobre la cual avanzamos para alcanzar ciertos hitos que, casi de inmediato, dejamos atrás. Soñamos con alcanzar cierta edad, para perderla al poco rato. Proyectamos la vida a partir de objetivos que, una vez alcanzados, se convierten en parte del pasado, y tienden a ser reemplazados por otros. Perseguimos logros no para quedarnos a vivir en ellos, sino para trascenderlos. Porque no se detiene nunca, el reloj.

Hasta que se detiene definitivamente. Y hay que desprenderse del último lastre, que es nuestro cuerpo.

No puede ser casual que no haya nada material que podamos retener o conservar más allá de los límites de la existencia. Morir es el desprendimiento final. En ese momento lo perdemos todo, desde lo superfluo —el dinero, las posesiones— hasta lo esencial: la identidad, la existencia y los componentes orgánicos que formaron parte del cuerpo y que, en el tramo post mortem, se desintegran hasta volverse imperceptibles, nuevamente parte de la trama atómica.

El hecho de que ese desprendimiento sea común a la humanidad —el blanco al que apuntan nuestras vidas—, no debería estar ausente de ninguna búsqueda de sentido. Porque allí nos dirigimos todos, sin excepciones: al renunciamiento definitivo a lo que somos, al cero de la cuenta regresiva que comenzó cuando nacimos. Que cada segundo de nuestra vida sea parte de la trayectoria que conecta con ese destino no es una cuestión irrelevante. Al contrario: debería ser ordenadora, ya que —nos guste o no, seamos conscientes de ello o no— la vida orgánica está estructurada para servir a ese fin. Hagamos lo que hagamos, y más allá de la forma que elijamos para relatarla e intentar comprenderla, la experiencia es el derrotero que elegimos como camino hacia la muerte.

 Dejemos de lado la cuestión de la potencial vida ulterior, que algunos hasta presumen eterna. No tenemos evidencia que sustancie esa idea. Pero, además, no la necesitamos. Todo lo que precisamos para dar sentido a nuestra vida está allí, en ese trámite final. ¿Y en qué consiste el último acto burocrático de nuestra existencia? En devolver en ventanilla aquello que se nos prestó cuando asomamos en este escenario, ni más ni menos. La diferencia crucial es que, cuando recibimos el cuerpo o nave que usamos durante la travesía —cuándo éramos bebés, quiero decir—, carecíamos de lucidez. Pero durante el viaje empezamos a entender que somos seres con fecha de vencimiento. Y entonces, todo se acomoda. Como no hay forma de escaparle a la muerte, que está más allá de nuestra voluntad, la cosa se reduce al acto voluntario de decidir cómo queremos estar al arribar a su puerto. Qué deseamos haber sentido, obtenido, vivido hasta entonces, para aspirar, cuando llegue ese momento, a experimentarlo como una consumación y no como una frustración o un proceso interruptus.

Por supuesto, cada uno tiene derecho de vivir como quiera, a su mejor saber y entender. Pero vivir en negación de la muerte —como si no fuese a sobrevenir nunca, como si no existiera— es garantía de unhappyendings. Lo paradójico es que muchos de los que viven como si fuesen eternos no sólo niegan la muerte. También niegan lo que la vida sugiere, por no decir que enseña francamente, en ese mismo sentido.

La totalidad de los seres vivos adhiere a este régimen binario, hecho de ceros y unos. Agarramos para soltar. Vivimos para morir. Sólo nosotros, los humanos, nos despegamos de esa línea de conducta para tomar del mundo material (¡y conservar tozudamente, aferrándonos a ellas!) cosas que en verdad no necesitamos. Porque una cosa es echarse encima vestimentas para no morir de frío, o construir una cabaña para protegerse de los elementos y de las fieras, o almacenar alimentos para sobrellevar un invierno inclemente, como también hacen algunas bestias. Pero, ¿necesitamos oro para vivir? ¿Diamantes? ¿Papel moneda? ¿Bitcoins? ¿Placares llenos de ropa? ¿Celulares? ¿Más de una vivienda o un vehículo?

 Todo eso es banal, una complicación innecesaria. Nuestros requerimientos vitales son básicos: oxígeno, agua, alimentos naturales, un techo o lugar de cobijo y medios para procurarnos o sostener todo lo anterior. Hemos sobrevivido de ese modo desde tiempos inmemoriales, durmiendo en chozas, sembrando, pescando y cazando. Y en el marco de esa vida simple, la noción de la vida como ejercicio en materia de desprendimiento estaba presente siempre, a cada paso. Podías perder la cosecha y tu casa en cualquier momento, si el clima se ponía fulo. Podías perder a tus afectos en cualquier momento, entre las garras de una fiera o víctimas de una enfermedad para la que no existían remedios. Había que alcanzar algo parecido a la plenitud a pesar de esa precariedad, o mejor aún: en virtud de esa precariedad, a causa de ella, porque la vida era frágil y corta, sí o sí. Disfrutabas el hoy desde la conciencia de que el mañana era un albur, un lujo que, de momento, tu presupuesto no contemplaba.

El problema es que, en lugar de crear sabiduría a partir del cultivo del despojamiento al que el universo nos llama, la humanidad tomó un desvío y se fue en la dirección contraria. Empezamos a acumular, a almacenar, a amarrocar. A juntar cosas, a coleccionar, a atiborrarnos. A convertir el buen pasar en una fortuna y a la fortuna en poder y al poder en paranoia. Y sin reparar nunca en el absurdo de la empresa. Porque, ¿para qué sirven la mayor parte de las cosas que compramos y atesoramos y tratamos de incrementar, de multiplicar, mientras al mismo tiempo nos sometemos a la necesidad extra de protegerlas, de blindarlas, de rodearlas de alarmas? ¿Nos hacen más felices, más inteligentes? Claro que no. Apenas mejoran nuestra calidad de vida, y relativamente, ya que la compulsión de adquirir cosas se vuelve más importante que las cosas que queremos comprar y la compulsión deviene adicción — una de difícil cura, como casi todas.

La ambición material es humana por definición, porque es algo que creamos nosotros, los humanos, y nadie más. Pero eso no significa que sea un fiel reflejo de la esencia de nuestro ser. Al contrario: es anti-humana, contraría todo lo que la especie puede tener de bueno, de memorable y hasta de sagrado. Por eso el capitalismo desatado, sin límites, adopta conductas criminales. Y por eso también los hombres que son capitalistas desatados —que se identifican con el PacMan, que lo devoran todo a su paso, que no se sacian nunca— son una aberración.

Humanos también, sí. Pero en el más corrupto de los sentidos, una versión degradada hasta volverse casi irreconocible.


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