Dada su extensión lo publicaremos en dos secciones (parte I)
El ARTE DE SOLTAR
La vida enseña a viajar livianos. Por eso los hombres
que acumulan sin límites son una aberración
POR MARCELO FIGUERAS DIC
31, 2023
De lo esencial que necesitamos para
subsistir —todo lo que nos metemos dentro, lo que técnicamente incorporamos,
hacemos nuestro: oxígeno, agua, alimento—, no conservamos nada. Inspiramos,
pero expiramos. Bebemos y comemos, pero no retenemos. Lo que nos resulta vital
lo transformamos en energía que quemamos al toque, el resto lo excretamos.
Imaginen lo que ocurriría si sólo nos llenásemos de aire sin exhalarlo. O lo
que pasaría si nos negásemos a mear. Se nos permite tomar de la naturaleza lo
que necesitamos para vivir, pero como parte de un contrato que prevé la
devolución de esos insumos, químicamente transformados. (Nuestro entero cuerpo
está sujeto a términos transaccionales: los átomos, el agua, los minerales que
cedió la naturaleza para la creación de cada organismo individual —podríamos
decir: lo que invirtió en nosotros—, vuelve a ella cuando vence el contrato.)
Algo similar ocurre con las cosas de las
que nos rodeamos. Muchas envejecen sin remedio, pierden utilidad. (Pienso en
las ropas, los autos, los utensilios, los electrodomésticos.) Pero otras se
desvalorizan porque dejan de significar lo que significaban cuando las
obtuvimos. ¿De cuántos de los trastos que abarrotan nuestras viviendas
podríamos liberarnos, sin sufrir ni experimentar perjuicio? (Un dato a tener en
cuenta más adelante: las únicas cosas que cuesta tirar a la basura son aquellas
a las que cargamos de afecto, las que adquirieron un valor que excede el
material.)
San Francisco de Asís, cuyo
nombre devino adjetivo que define un estilo de pobreza.
El tiempo se atiene a la misma
dinámica. Es una línea recta, una flecha sobre la cual avanzamos para alcanzar
ciertos hitos que, casi de inmediato, dejamos atrás. Soñamos con alcanzar
cierta edad, para perderla al poco rato. Proyectamos la vida a partir de
objetivos que, una vez alcanzados, se convierten en parte del pasado, y tienden
a ser reemplazados por otros. Perseguimos logros no para quedarnos a vivir en
ellos, sino para trascenderlos. Porque no se detiene nunca, el reloj.
Hasta que se detiene definitivamente. Y
hay que desprenderse del último lastre, que es nuestro cuerpo.
No puede ser casual que no haya nada
material que podamos retener o conservar más allá de los límites de la
existencia. Morir es el desprendimiento final. En ese momento lo perdemos todo,
desde lo superfluo —el dinero, las posesiones— hasta lo esencial: la identidad,
la existencia y los componentes orgánicos que formaron parte del cuerpo y que,
en el tramo post mortem, se desintegran hasta volverse
imperceptibles, nuevamente parte de la trama atómica.
El hecho de que ese desprendimiento sea
común a la humanidad —el blanco al que apuntan nuestras vidas—, no debería
estar ausente de ninguna búsqueda de sentido. Porque allí nos dirigimos todos,
sin excepciones: al renunciamiento definitivo a lo que somos, al cero de la
cuenta regresiva que comenzó cuando nacimos. Que cada segundo de nuestra vida
sea parte de la trayectoria que conecta con ese destino no es una cuestión
irrelevante. Al contrario: debería ser ordenadora, ya que —nos guste o no,
seamos conscientes de ello o no— la vida orgánica está estructurada para servir
a ese fin. Hagamos lo que hagamos, y más allá de la forma que elijamos para
relatarla e intentar comprenderla, la experiencia es el derrotero que elegimos
como camino hacia la muerte.
Dejemos de lado la cuestión de la
potencial vida ulterior, que algunos hasta presumen eterna. No tenemos
evidencia que sustancie esa idea. Pero, además, no la necesitamos. Todo lo que
precisamos para dar sentido a nuestra vida está allí, en ese trámite final. ¿Y
en qué consiste el último acto burocrático de nuestra existencia? En devolver
en ventanilla aquello que se nos prestó cuando asomamos en este escenario, ni
más ni menos. La diferencia crucial es que, cuando recibimos el cuerpo o nave
que usamos durante la travesía —cuándo éramos bebés, quiero decir—, carecíamos
de lucidez. Pero durante el viaje empezamos a entender que somos seres con
fecha de vencimiento. Y entonces, todo se acomoda. Como no hay forma de
escaparle a la muerte, que está más allá de nuestra voluntad, la cosa se reduce
al acto voluntario de decidir cómo queremos estar al arribar a su puerto. Qué
deseamos haber sentido, obtenido, vivido hasta entonces, para aspirar, cuando
llegue ese momento, a experimentarlo como una consumación y no como una
frustración o un proceso interruptus.
Por supuesto, cada uno tiene derecho de
vivir como quiera, a su mejor saber y entender. Pero vivir en negación de la
muerte —como si no fuese a sobrevenir nunca, como si no existiera— es garantía
de unhappyendings. Lo paradójico es que muchos de los que viven
como si fuesen eternos no sólo niegan la muerte. También niegan lo que la vida
sugiere, por no decir que enseña francamente, en ese mismo sentido.
La totalidad de los seres vivos adhiere
a este régimen binario, hecho de ceros y unos. Agarramos para soltar. Vivimos
para morir. Sólo nosotros, los humanos, nos despegamos de esa línea de conducta
para tomar del mundo material (¡y conservar tozudamente, aferrándonos a ellas!)
cosas que en verdad no necesitamos. Porque una cosa es echarse encima
vestimentas para no morir de frío, o construir una cabaña para protegerse de
los elementos y de las fieras, o almacenar alimentos para sobrellevar un
invierno inclemente, como también hacen algunas bestias. Pero, ¿necesitamos oro
para vivir? ¿Diamantes? ¿Papel moneda? ¿Bitcoins? ¿Placares llenos de ropa?
¿Celulares? ¿Más de una vivienda o un vehículo?
Todo eso es banal, una
complicación innecesaria. Nuestros requerimientos vitales son básicos: oxígeno,
agua, alimentos naturales, un techo o lugar de cobijo y medios para procurarnos
o sostener todo lo anterior. Hemos sobrevivido de ese modo desde tiempos
inmemoriales, durmiendo en chozas, sembrando, pescando y cazando. Y en el marco
de esa vida simple, la noción de la vida como ejercicio en materia de
desprendimiento estaba presente siempre, a cada paso. Podías perder la cosecha
y tu casa en cualquier momento, si el clima se ponía fulo. Podías perder a tus
afectos en cualquier momento, entre las garras de una fiera o víctimas de una
enfermedad para la que no existían remedios. Había que alcanzar algo parecido a
la plenitud a pesar de esa precariedad, o mejor aún: en virtud de esa
precariedad, a causa de ella, porque la vida era frágil y corta, sí o sí.
Disfrutabas el hoy desde la conciencia de que el mañana era un albur, un lujo
que, de momento, tu presupuesto no contemplaba.
El problema es que, en lugar de crear
sabiduría a partir del cultivo del despojamiento al que el universo nos llama,
la humanidad tomó un desvío y se fue en la dirección contraria. Empezamos a
acumular, a almacenar, a amarrocar. A juntar cosas, a coleccionar, a
atiborrarnos. A convertir el buen pasar en una fortuna y a la fortuna en poder
y al poder en paranoia. Y sin reparar nunca en el absurdo de la empresa.
Porque, ¿para qué sirven la mayor parte de las cosas que compramos y atesoramos
y tratamos de incrementar, de multiplicar, mientras al mismo tiempo nos
sometemos a la necesidad extra de protegerlas, de blindarlas, de rodearlas de
alarmas? ¿Nos hacen más felices, más inteligentes? Claro que no. Apenas mejoran
nuestra calidad de vida, y relativamente, ya que la compulsión de adquirir
cosas se vuelve más importante que las cosas que queremos comprar y la compulsión
deviene adicción — una de difícil cura, como casi todas.
La ambición material es humana por
definición, porque es algo que creamos nosotros, los humanos, y nadie más. Pero
eso no significa que sea un fiel reflejo de la esencia de nuestro ser. Al contrario:
es anti-humana, contraría todo lo que la especie puede tener de bueno, de
memorable y hasta de sagrado. Por eso el capitalismo desatado, sin límites,
adopta conductas criminales. Y por eso también los hombres que son capitalistas
desatados —que se identifican con el PacMan, que lo devoran todo a su paso, que
no se sacian nunca— son una aberración.
Humanos también, sí. Pero en el más
corrupto de los sentidos, una versión degradada hasta volverse casi
irreconocible.
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