lunes, 25 de septiembre de 2017

JoséM.Castillo, pregunta ¿qué representa..el latín?

Castillo2Es bien sabido que en la Iglesia hay gente, seguramente más de la que imaginamos, que añora la misa en latín. Y conste que, entre los añorantes del latín eclesiástico, no faltan numerosos obispos e incluso importantes cardenales. Según parece, así muestran estos “latinistas” su fidelidad a la tradición cristiana. Y, de paso, parece que pretenden situarse de frente – o en contra – del papa Francisco.

No estoy hablando de un tema intranscendente. La cosa tiene más enjundia de lo que seguramente imaginamos. Por lo menos, así pensaba san Pablo, ya desde los primeros años en que los cristianos empezaron a reunirse en sus incipientes reuniones litúrgicas. Mucha gente, que se considera culta, no sabe que, en la Antigüedad, concretamente en el s. I, en no pocas regiones del Imperio (en Roma, por ejemplo), se hablaban dos lenguas, el griego y el latín. En Rom 1, 14, Pablo se dirige a “ellenes kai bárbaroi”, los que entendían el griego y los que no lo entendían, lo que significaba “los que eran cultos y los que no lo eran”. Por eso el término “bárbaros” se aplicaba a quienes hablaban una lengua que no se entendía. Era el tipo extraño, con el que no había modo de comunicarse.
Pues bien, así las cosas, san Pablo no duda en hacer afirmaciones muy duras contra los que, en las reuniones litúrgicas, se ponen a hablar contra los que, cuando la comunidad está reunida, ellos utilizan una lengua que no entiende nadie. Pablo es claro y tajante: “Por tanto, si se reúne toda la comunidad en el mismo lugar y todos hablan en lenguas (extrañas), y entran en ella personas no iniciadas o no creyentes, ¿no dirán que estáis locos?” (1 Cor 14, 23).
Sabemos que finalmente y después de tres siglos, terminó por imponerse el latín como lengua común de la Iglesia, ya que era la lengua común en el “tardo-Imperio”. Pero, con el paso del tiempo, ocurrió “lo que tenía que ocurrir”. Y fue sencillamente que, a medida que el clero fue creciendo y se fue imponiendo, el “clero” terminó por equipararse con la Iglesia. En el siglo nueve, autores como Amalario y Floro no tuvieron reparo en afirmar que “la Iglesia designa principalmente al clero”. O bien, “la Iglesia que consiste sobre todo en los sacerdotes”.
Las consecuencias, que se siguieron de una Iglesia así pensada y sobre todo organizada con una presencia clerical tan avasalladora y totalizante, fueron de enorme importancia: el desarrollo creciente de las lenguas vernáculas no pudo impedir que la misa se siguiera diciendo en latín. Es más, a partir de aquellos tiempos, los sacerdotes empezaron a decir la misa de espaldas al pueblo, rezando en voz baja, se difundieron las misas solitarias, es decir, misas que decía el sacerdote solo y sin asistencia de fieles o, a lo más, un acólito. Además, el pueblo ya no aportaba las ofrendas al altar, sino que se pasaba el “cepillo” de las limosnas, etc.
Y así han estado las cosas en la Iglesia hasta el concilio Vaticano II. Pero la fuerza de aquellas tradiciones ha sido tan resistente, que ya estamos viendo lo que tenemos. Es evidente que el empeño por mantener el latín en la misa no es cuestión de fidelidad a la tradición, sino que lo que está en juego es la pasión por el mantener el poder del clero. En una Iglesia en la que el Papa se acerca más al pueblo sencillo que el clero, es inevitable que tengamos que ver a importantes cardenales defendiendo los privilegios de los clérigos. En ello se juegan su poder, su prestigio y su futuro, por más que eso aleje más a la gente de la Iglesia. O incluso sea. para no pocos, motivo de risa y burla.

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