Enfrentarnos a nuestra
verdad
POR La RedacciónEditorial. OBSUR
Días
muy desafiantes los de la elaboración de nuestro primer número del 2019.
Desafiantes a
falta de un mejor adjetivo, más exacto, para calificar lo que vivimos a partir de mediados de
marzo en nuestro país, con la destitución del Comandante en Jefe del Ejército por
manifestaciones acerca de la Justicia que nos recordaron años muy tristes. Siguiendo con la
primera información sobre el contenido del tribunal de honor y las nuevas destituciones por
las que el gobierno manifestó, en nombre de todos o al menos de la casi totalidad de
uruguayas y uruguayos que no queremos y no estamos dispuestos a vivir de nuevo tamaña
experiencia.
Sensación de irrealidad, de incredulidad, de “no puede ser”. A pesar de saber que sucedieron
cosas terribles, no obstante relatos y testimonios, seguíamos aferrados a un cierto idealismo
por el que pensábamos que en el concierto de las barbaridades vividas en nuestra América
Latina, en el Cono Sur concretamente, nuestros militares habían sido, eran, un poco menos
asesinos que los otros. Sin olvidar por un momento que en todo caso estaban siendo los
campeones de la omertá, queríamos imaginar que en el fondo ciertas cosas aquí, tal vez, no
habían pasado. Crasa ceguera, que llevó a muchos en nuestro pueblo a pensar que mejor era
“dar vuelta la página” y no mirar atrás, aleccionados y atemorizados por ciertos líderes que
hoy se rasgan las vestiduras por una demora más o menos. Grave responsabilidad, además,
por pretender edificar sobre arena la casa de nuestra sociedad, según la imagen de Jesús
(Mateo, 7, 24ss).
Responsabilidad que tiene también, no lo queremos soslayar, nuestra Iglesia, que desde
aquellos años infaustos, y sobre todo cuando había un deseo extendido en todo nuestro
pueblo de comenzar una nueva etapa con nuevas bases, no tuvo la lucidez para transmitir el
riquísimo legado de la práctica y la enseñanza de Jesús, sumadas a una experiencia secular de
comunidades cristianas, sobre las exigencias de un proceso de reconciliación.
Ya volveremos sobre esto; pero sobre los hechos en sí deseamos agregar una consideración.
¿Cuántas veces habremos oído, aquí y desde otras partes en donde se vivieron procesos
similares a los de nuestra dictadura, que nada bueno se puede construir sobre el puro olvido
de graves equivocaciones, delitos y sufrimientos, sin que ellos estén jaqueando continuamente
la convivencia? ¿Cuántas veces, hasta el cansancio, intentaron descalificar la exigencia de
verdad y justicia con la cantinela de “los ojos en la nuca”? Pues, estos días nos han puesto cara
a cara con esa verdad, todavía conocida fragmentariamente, pero que es real y que se resiste a
desaparecer por más que le digamos “me voy a olvidar de ti”, obligándonos a preguntarnos si
es posible seguir viviendo como si nada hubiera sucedido, ayer y hoy.
Muchos en este país compartimos esa sensación ominosa de estar parados sobre un mundo
que no conocemos, que de pronto sale a luz con completa desvergüenza, sin pudor ni honor
alguno entre quienes lo controlan y hacen uso malvado de él. Y surge una pregunta radical: ¿es
que podemos seguir como si nada con nuestros ritos electorales y otros, cuando estamos
pisando podredumbre, sintiendo que nuestros pasos se hunden en el lodo de la impunidad y la
negación de toda humanidad? Viene la tentación de gritar ¡paren todo!, ¡expliquémonos y
arreglemos esto antes de seguir adelante!
Claro, es imposible, hemos de seguir, pero con una nueva actitud. ¿Es aceptable que
discutamos de programas y medidas, evoluciones, rechazos o profundizaciones de tal o cual
asunto mientras mantenemos esa llaga abierta? En concreto, ¿podemos hablar de “tolerancia
cero” cuando toleramos durante más de cuarenta años y seguimos tolerando crímenes y
conductas tan perversas e inhumanas, cometidas desde el poder y con respecto a las cuales no
hay rastro de arrepentimiento o crítica por parte de sus autores ni de quienes los protegen con
su silencio cómplice? En estos días, una víctima de un gran dolor, el padre de la joven mujer
asesinada y todavía desaparecida, decía que ahora comprendía el sufrimiento y la fortaleza
que han mostrado y muestran las madres y familiares de los desaparecidos por la represión.
Imposible algo más gráfico para ligar esa base podrida sobre la que vivimos con las violencias
actuales en nuestra convivencia. Quienes prefieren mirar para el costado, salvo algún breve
espasmo de indignación en estos días, quienes pretenden tener todas las recetas para
hacernos vivir en paz, ¿podrán seguir ignorando todo lo que cuestiona nuestra convivencia y
las posibilidades de construir una paz en la justicia y que en estos días ha aparecido a la luz de
manera tan descarnada? Nosotros, en todo caso, no deberíamos permitirlo.
Para terminar: de algo de esto hubiéramos deseado que hablaran nuestros obispos en su
mensaje para este año electoral. Sabemos que no era fácil, ni tampoco pretendíamos que lo
hicieran a nuestra manera, por supuesto que no. Desde el año pasado quedamos con la
sensación de que el documento sobre la fragmentación, que solo mereció una brevísima
atención de la opinión pública y aun de la eclesial (sí, lamentablemente), tampoco gozó de
continuidad en la esfera episcopal, cuando podría haber sido una fuente fecunda de nuevos
análisis y abordajes de nuestra realidad. Fuimos de los que creímos que junto con la pobreza y
la inequidad que aún persisten en el país, más allá de que se hayan reducido de manera
notable, esta llaga abierta de nuestro pasado reciente es otro motivo grave de separación, de
violencia latente, de imposible reconciliación y paz.
Creemos que en este terreno que toca tan agudamente los sentimientos humanos y de justicia
más elementales, que pone en cuestión de modo tan agresivo el valor de la vida humana entre
nosotros, tenemos un gran debe, que no pretendemos que sea asumido solo por nuestros
obispos sino por toda la comunidad. Necesitamos pensar y reflexionar juntos para enfrentarlo,
y ser así servidores nada menos que de eso que fue y es por lo que Jesús dio su vida, como lo
estamos celebrando en esta Semana Santa: la reconciliación universal. ¿Podremos ser creíbles
si no?
Y una cosa final, muy triste: en estos días necesitados de serenidad para enfrentarnos con
nosotros mismos y tomar conciencia de nuestras responsabilidades, ¿qué explicación puede
haber para que uno de nuestros obispos declare, como comentario al último mensaje de la
CEU, que en las escuelas públicas se enseña a los niños de cinco años a masturbarse? Triste y
sin explicación. Y no nos enojemos si en respuesta nos recuerdan el escandaloso espectáculo
que estamos dando al mundo con los abusos que tanto rechazo nos causan. ¡Por favor, no nos
avergüencen más! Un poco de recato.
La última palabra es de esperanza. Nada ni nadie nos la va a quitar, porque ella está fundada
para nosotros en la resurrección del Señor. Ella nos permite ver que en Jesús, así como en
tantas otras y otros, vence lo débil a los ojos del mundo, lo débil que está habitado por el
poder invencible del amor. Tenemos fe en nuestro pueblo, tenemos fe y esperanza en que
podemos enfrentar nuestros errores. Y mantener la convicción de que en la constancia, la
verdad y la justicia lograremos ir tejiendo una convivencia mejor, más a la altura de la dignidad
humana.
¡Muy felices y esperanzadoras Pascuas!
falta de un mejor adjetivo, más exacto, para calificar lo que vivimos a partir de mediados de
marzo en nuestro país, con la destitución del Comandante en Jefe del Ejército por
manifestaciones acerca de la Justicia que nos recordaron años muy tristes. Siguiendo con la
primera información sobre el contenido del tribunal de honor y las nuevas destituciones por
las que el gobierno manifestó, en nombre de todos o al menos de la casi totalidad de
uruguayas y uruguayos que no queremos y no estamos dispuestos a vivir de nuevo tamaña
experiencia.
Sensación de irrealidad, de incredulidad, de “no puede ser”. A pesar de saber que sucedieron
cosas terribles, no obstante relatos y testimonios, seguíamos aferrados a un cierto idealismo
por el que pensábamos que en el concierto de las barbaridades vividas en nuestra América
Latina, en el Cono Sur concretamente, nuestros militares habían sido, eran, un poco menos
asesinos que los otros. Sin olvidar por un momento que en todo caso estaban siendo los
campeones de la omertá, queríamos imaginar que en el fondo ciertas cosas aquí, tal vez, no
habían pasado. Crasa ceguera, que llevó a muchos en nuestro pueblo a pensar que mejor era
“dar vuelta la página” y no mirar atrás, aleccionados y atemorizados por ciertos líderes que
hoy se rasgan las vestiduras por una demora más o menos. Grave responsabilidad, además,
por pretender edificar sobre arena la casa de nuestra sociedad, según la imagen de Jesús
(Mateo, 7, 24ss).
Responsabilidad que tiene también, no lo queremos soslayar, nuestra Iglesia, que desde
aquellos años infaustos, y sobre todo cuando había un deseo extendido en todo nuestro
pueblo de comenzar una nueva etapa con nuevas bases, no tuvo la lucidez para transmitir el
riquísimo legado de la práctica y la enseñanza de Jesús, sumadas a una experiencia secular de
comunidades cristianas, sobre las exigencias de un proceso de reconciliación.
Ya volveremos sobre esto; pero sobre los hechos en sí deseamos agregar una consideración.
¿Cuántas veces habremos oído, aquí y desde otras partes en donde se vivieron procesos
similares a los de nuestra dictadura, que nada bueno se puede construir sobre el puro olvido
de graves equivocaciones, delitos y sufrimientos, sin que ellos estén jaqueando continuamente
la convivencia? ¿Cuántas veces, hasta el cansancio, intentaron descalificar la exigencia de
verdad y justicia con la cantinela de “los ojos en la nuca”? Pues, estos días nos han puesto cara
a cara con esa verdad, todavía conocida fragmentariamente, pero que es real y que se resiste a
desaparecer por más que le digamos “me voy a olvidar de ti”, obligándonos a preguntarnos si
es posible seguir viviendo como si nada hubiera sucedido, ayer y hoy.
Muchos en este país compartimos esa sensación ominosa de estar parados sobre un mundo
que no conocemos, que de pronto sale a luz con completa desvergüenza, sin pudor ni honor
alguno entre quienes lo controlan y hacen uso malvado de él. Y surge una pregunta radical: ¿es
que podemos seguir como si nada con nuestros ritos electorales y otros, cuando estamos
pisando podredumbre, sintiendo que nuestros pasos se hunden en el lodo de la impunidad y la
negación de toda humanidad? Viene la tentación de gritar ¡paren todo!, ¡expliquémonos y
arreglemos esto antes de seguir adelante!
Claro, es imposible, hemos de seguir, pero con una nueva actitud. ¿Es aceptable que
discutamos de programas y medidas, evoluciones, rechazos o profundizaciones de tal o cual
asunto mientras mantenemos esa llaga abierta? En concreto, ¿podemos hablar de “tolerancia
cero” cuando toleramos durante más de cuarenta años y seguimos tolerando crímenes y
conductas tan perversas e inhumanas, cometidas desde el poder y con respecto a las cuales no
hay rastro de arrepentimiento o crítica por parte de sus autores ni de quienes los protegen con
su silencio cómplice? En estos días, una víctima de un gran dolor, el padre de la joven mujer
asesinada y todavía desaparecida, decía que ahora comprendía el sufrimiento y la fortaleza
que han mostrado y muestran las madres y familiares de los desaparecidos por la represión.
Imposible algo más gráfico para ligar esa base podrida sobre la que vivimos con las violencias
actuales en nuestra convivencia. Quienes prefieren mirar para el costado, salvo algún breve
espasmo de indignación en estos días, quienes pretenden tener todas las recetas para
hacernos vivir en paz, ¿podrán seguir ignorando todo lo que cuestiona nuestra convivencia y
las posibilidades de construir una paz en la justicia y que en estos días ha aparecido a la luz de
manera tan descarnada? Nosotros, en todo caso, no deberíamos permitirlo.
Para terminar: de algo de esto hubiéramos deseado que hablaran nuestros obispos en su
mensaje para este año electoral. Sabemos que no era fácil, ni tampoco pretendíamos que lo
hicieran a nuestra manera, por supuesto que no. Desde el año pasado quedamos con la
sensación de que el documento sobre la fragmentación, que solo mereció una brevísima
atención de la opinión pública y aun de la eclesial (sí, lamentablemente), tampoco gozó de
continuidad en la esfera episcopal, cuando podría haber sido una fuente fecunda de nuevos
análisis y abordajes de nuestra realidad. Fuimos de los que creímos que junto con la pobreza y
la inequidad que aún persisten en el país, más allá de que se hayan reducido de manera
notable, esta llaga abierta de nuestro pasado reciente es otro motivo grave de separación, de
violencia latente, de imposible reconciliación y paz.
Creemos que en este terreno que toca tan agudamente los sentimientos humanos y de justicia
más elementales, que pone en cuestión de modo tan agresivo el valor de la vida humana entre
nosotros, tenemos un gran debe, que no pretendemos que sea asumido solo por nuestros
obispos sino por toda la comunidad. Necesitamos pensar y reflexionar juntos para enfrentarlo,
y ser así servidores nada menos que de eso que fue y es por lo que Jesús dio su vida, como lo
estamos celebrando en esta Semana Santa: la reconciliación universal. ¿Podremos ser creíbles
si no?
Y una cosa final, muy triste: en estos días necesitados de serenidad para enfrentarnos con
nosotros mismos y tomar conciencia de nuestras responsabilidades, ¿qué explicación puede
haber para que uno de nuestros obispos declare, como comentario al último mensaje de la
CEU, que en las escuelas públicas se enseña a los niños de cinco años a masturbarse? Triste y
sin explicación. Y no nos enojemos si en respuesta nos recuerdan el escandaloso espectáculo
que estamos dando al mundo con los abusos que tanto rechazo nos causan. ¡Por favor, no nos
avergüencen más! Un poco de recato.
La última palabra es de esperanza. Nada ni nadie nos la va a quitar, porque ella está fundada
para nosotros en la resurrección del Señor. Ella nos permite ver que en Jesús, así como en
tantas otras y otros, vence lo débil a los ojos del mundo, lo débil que está habitado por el
poder invencible del amor. Tenemos fe en nuestro pueblo, tenemos fe y esperanza en que
podemos enfrentar nuestros errores. Y mantener la convicción de que en la constancia, la
verdad y la justicia lograremos ir tejiendo una convivencia mejor, más a la altura de la dignidad
humana.
¡Muy felices y esperanzadoras Pascuas!
Pablo
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