1. Cuando el
evangelio de Juan fue escrito, los cristianos ya habían sido expulsados de la
sinagoga. Había un áspero enfrentamiento entre los sectores mayoritarios judíos
de la diáspora y los cristianos provenientes del paganismo y del judaísmo.
Paganos y judíos ridiculizaban las expresiones de fe cristiana, como la
eucaristía. Para los paganos, romanos y griegos, la comunidad cristiana era
vista como un grupo de pretenciosos que querían anunciar como buena noticia la
muerte de un carpintero anónimo y pobre. Para ellos, las buenas noticias venían
sólo del emperador y las autoridades que alegraban a sus súbditos con alguna
regalía. Para los judíos, Jesús era sólo un profeta insignificante, hijo de un
artesano y oriundo de un caserío miserable. Para ninguno de los dos grupos
Jesús podía ser «el pan bajado del
cielo». Las comunidades cristianas debieron desde el comienzo pararse muy
bien para defender con energía y convicción el significado de Jesús para la
historia de la humanidad. La salvación no sólo provenía de los judíos, sino que
venía de la gente pobre de Galilea que había descubierto en Jesús a su
redentor. Jesús es pan bajado del cielo porque es capaz de comunicar esa vida
en plenitud que viene sólo de Dios. Jesús es el camino hacia una humanidad
fraterna, donde todos(as) se reconocen iguales e hijos(as) de la misma familia.
2.
El
texto de hoy nos introduce en un segundo momento del discurso del pan de vida.
Como es lógico, Juan está discutiendo con los «judíos» que no aceptan el cristianismo, y el evangelista les
propone las diferencias que existen, no solamente ideológicas, sino también
prácticas. Su evangelio pone de manifiesto quién fue Jesús: un hombre de
Galilea, de Nazaret, hijo de José. Se murmuraban diciendo: ¿cómo puede venir
del cielo? Es la misma oposición que Jesús encuentra cuando fue a Nazaret y sus
paisanos no lo aceptaron (Mc 6,1ss). Las protestas de los oyentes le dan
ocasión al Jesús, no de responder directamente a las objeciones, sino de profundizar
más en el significado del pan de vida (que al final se definirá como la
eucaristía). Ahí aparece una de las fórmulas de Evangelio de Juan de más densidad: «yo soy el pan de vida». Y así, el discurso se hace discurso
eucarístico.
La presencia personal de Jesús en la
eucaristía, pues, es la forma de ir a Jesús, de vivir con El y de El, y que nos
resucite en el último día. El pan de vida nos alimenta, pues, de la vida que
Jesús tiene ahora, que es una vida donde ya no cabe la muerte. Y aunque se use
una terminología que nos parece inadecuada, como la carne, la «carne» representa toda la historia de
Jesús, una historia de amor entregada por nosotros(as). Y es en esa historia
donde Dios se ha mostrado al ser humano y les ha entregado todo lo que tiene.
Por eso Jesús es el pan de vida. El pan de vida, hace vivir.
3.
«Yo
soy el pan vivo bajado del cielo: El pan que yo daré es mi carne para la vida
del mundo. Quien coma de este pan vivirá para siempre»: La invitación
a comer no se refiere al acto físico de llevarse un alimento a la boca para
tragarlo y digerirlo. Es otro alimento, otra forma de mirar la existencia, a
los seres humanos, a las relaciones sociales, al reparto de los propios
alimentos que sustentan la especie; supone aceptar sus mandatos; dar respuesta
desde los comportamientos al mandato del amor fraterno.
Necesitamos otro alimento junto al que
ofrece el digno salario, traducido en comida y bebida, para entender a Jesús,
su mensaje y la posibilidad que nos ofrece de transformarnos en Él. Mucho hemos
de reflexionar y ahondar para descubrir la conversión, transformación que produce
«este pan bajado del cielo». Los
alimentos ordinarios al ser ingeridos se trituran y descomponen en otras
sustancias más sencillas que son absorbidas y pasan a pertenecer a la persona
que nutren o sustentan. El pan de la
Palabra y de la Eucaristía, «pan vivo
bajado del cielo» está destinado a cambiarnos desde dentro, a cada uno
de nosotros, a convertirnos en hijos(as) de Dios y hacernos semejantes al Hijo
por naturaleza. Ese pan nos brinda la ocasión de acercarnos a su identidad más
profunda y dejarnos transformar por su mensaje de salvación.
4. Dejarse guiar
por Dios:
El evangelista Juan va ofreciendo su visión de la fe
cristiana elaborando discursos y conversaciones entre Jesús y la gente, a orillas
del lago de Galilea. En
un determinado momento, Jesús hace una afirmación de gran importancia: «Nadie puede venir a mí si no lo atrae el
Padre». Y más adelante continúa: «el
que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí». La incredulidad empieza a brotar en nosotros desde el mismo momento en
que empezamos a organizar nuestra vida de espaldas a Dios. Así de sencillo.
Dios va quedando ahí como algo poco importante que es fácil arrinconar en algún
lugar olvidado de nuestra vida. Incluso los que nos decimos creyentes estamos
perdiendo capacidad para escuchar a Dios. No es que Dios no hable en el fondo
de las conciencias. Es que, llenos de ruido y autosuficiencia, no sabemos ya
percibir su presencia callada en nosotros(as). Quien escucha esa voz interior,
se sentirá atraído hacia Jesús.
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