Hoy
empiezo con prosa, antes de dar voz a la poesía. Benjamín González Buelta
insiste en purificar los sentidos a fin de percibir matices al contemplar la
naturaleza, de descubrir la dignidad de las personas allende sus rostros
curtidos, el brillo de sus ojos, aunque ya empequeñecidos por la enfermedad o
la vejez. Nos invita a dejarnos tocar por las asperezas de una mano, o de una
vida toda, sintiendo allí la suave y tibia presencia de Dios.
El
Dios en que creemos, revelado por Jesús, es muy discreto, solamente una vez
deja ver su rostro resplandeciente (Mt. 17, 1-29), y aún allí sabemos que el
relato es simbólico. Sin embargo, Dios no deja de susurrar en medio de tantos
ruidos que nos aturden, por eso se trata de aprender a escuchar “entre las
voces, una” al decir de Antonio Machado. Luego de este preámbulo, ahora
sí la poesía, ese modo señero de ver y compartir:
El
Señor ha susurrado algo
al
oído de las rosas,
por
eso se abren
cada
día a la caricia luminosa.
Ha
murmurado algo a la piedra,
y
por eso ha surgido
una
gema preciosa que centellea
allá
en el fondo de la mina.
También
dice algo al oído del sol,
cuyas
mejillas deslumbran
con
relucientes destellos.
¿Qué
será lo que el Señor
ha
susurrado al oído del hombre
para
que sea capaz
de amar… incluso a Dios?
Descubrí
hace poco este bellísimo y sugerente poema de Rumi, poeta y místico persa del
siglo XIII, en un libro de Dolores Aleixandre. En un capítulo que presenta a
Dios como “el que habla”, la biblista va recorriendo y recogiendo esa expresión
a lo largo de muchos textos bíblicos. Nos recuerda que el gran imperativo para
el pueblo judío era “Escucha, Israel…” y culmina con la escena en que dialogan
Jesús y la samaritana junto al pozo y él le dice en relación al Mesías: “Soy
yo, el que te habla”. Al terminar el capítulo lo hace con este texto de Rumi y
los susurros de Dios.
Huelga
decir que no concibo a Dios antropomórficamente, como un protagonista más de
los acontecimientos, hablando al oído y dando órdenes precisas. Aprovecho la
licencia poética de Rumi para reflexionar sobre esa acción sutil del Espíritu que
anima la creación y la historia desde dentro, como su fundamento último que
podemos descubrir o intuir allende las realidades o hechos.
Dios
susurra palabras de amor y la tierra florece, la vida explota en los profundos
mares, en las remotas montañas e islas inexploradas, gratuitamente. Cuando
descubro un paisaje especialmente bello, de pródiga naturaleza, pienso en los
que llegaron a estas tierras y las vieron por primera vez. Otros, un día
descubren al partir una roca cristales que estuvieron allí miles de años,
prestos a brillar esperando la luz, en el corazón de la tierra. Pero lo que más
asombra al poeta -y a nosotros- es el susurro de Dios al oído (corazón,
discernimiento) de los seres humanos haciéndolos capaces de amar.
Amar
que se traduce en confiar, esperar, perdonar, volver a empezar, en cultivar con
esmero una relación. Entre los mamíferos la hembra se ocupa de los hijos que
puede amamantar, a los otros los mata, pero una vez pasado ese periodo los
desconoce, no son “madres para siempre” y los machos en general no cumplen
roles de cuidado de las crías. Entre los humanos es posible la atención por
parte de padres y madres a un hijo toda la vida y se extiende a su
descendencia, pero además es normal el cuidado a otros, sean familiares o no.
A
menor grado de parentesco (y culturalmente obligación), mayor es el signo de
humanidad de una persona o de un pueblo que se ocupa de los demás. Ahí entran
las luchas y las leyes sociales de protección a los más vulnerables… La especie
tardó miles de años en pensar y procurar la educación y la salud para todos, en
pronunciar declaraciones de derechos. Aún nos cuesta, y no desconocemos la
crueldad de que somos capaces, pero se puede percibir el susurro y aliento de
Dios en cada avance, en cada vida que se sostiene, en cada campaña de
alfabetización o contra la discriminación.
“¿Qué
será lo que el Señor ha susurrado al oído del hombre…?” ¿Y
cuántas veces y de cuántas formas, con qué músicas, para que sobreponiéndonos
al egoísmo, a los miedos y a las defensas ancestrales, le respondamos amando?
Tenemos
experiencia de que nuestra respuesta no es entera e incondicional, que hoy es
“sí” y quizá mañana “no”, que retrocedemos casilleros, que ponemos condiciones
para amar. Pero Dios es fiel, sigue susurrando, comunicando su aliento que nos
hace humanos.
A
veces susurra tan bajito y melodías extrañas a nuestra música habitual (de
comodidad, de culto al ego, de sálvese quien pueda…), que tardamos mucho en
descubrir su voz, su Presencia e invitación a esa otra melodía y baile. Ni qué
decir que muchas veces cuando parecía que ya estábamos dispuestos, nos
distraemos con cantos de sirenas y nos alejamos.
Los
susurros de Dios algunas veces nos llegan en los éxodos de migrantes
silenciosos y otras en gritos en las calles, marchas con pancartas reclamando
derechos conculcados. Susurros en las noches de hospital entre dolores y
cuidados, en horas de estudio e investigación procurando el bien común. En
abrazos de bienvenidas o de condolencias, en llantos de niños reclamando su
leche o risas inocentes que llaman una vez más a la vida y nos ponen de pie
cuando habíamos “tirado la toalla”. Y también en sueños y esperanzas trazados
en poesías y canciones.
Dios,
“el que habla”, como lo llama Dolores Aleixandre, lo hace de muchas maneras y
de modo pleno en Jesús, quien con sus gestos, su mirada perdonadora,
consoladora, tocando amorosamente nuestras lepras y curando nuestras cegueras,
es revelación del Amor e invitación susurrada a amar. El gran amador es Dios,
el eterno paciente, que no se impone, que nos regala tiempo para que oigamos su
susurro y libremente nos convirtamos en amadores también.
“¿Qué
será lo que el Señor ha susurrado al oído del hombre, para que sea capaz de
amar… incluso a Dios?” Llevándolo a buscar a tientas
su voz en la noche como San Juan de la Cruz, o entre los moribundos en las
calles de Calcuta como la Madre Teresa, o entre los más pobres recorriendo
rancheríos miserables de las periferias, como tantos catequistas y misioneros
que por ese Dios amado en los otros llegan a dar la vida como mártires.
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