Más allá de las estadísticas, más o menos orientadas, el problema del hambre se hace siempre más grave en el mundo. No habrá solución si no hay cambio de sistema. Por increíble que parezca, la propuesta de Jesús es de una actualidad desconcertante. Leemos en el evangelio de san Juan 6, 1-15:
Jesús atraviesa el Mar de Galilea. No es sólo un traslado geográfico. Recuerda la travesía del Mar Rojo, cuando los Hebreos salieron de la esclavitud de Egipto, hacia la tierra prometida. Ahora Jesús quiere realizar un nuevo éxodo, porque esa tierra de la libertad se ha transformado a su vez en tierra de opresión y esclavitud. El pueblo de Israel es humillado y explotado por sus autoridades en su propia tierra.
Con motivo de la pascua, toda la gente iba a Jerusalén para sacrificar y comer el cordero pascual, en memoria de la noche gloriosa de la liberación. Pero ahora se realiza un movimiento enorme y contradictorio: sin duda muchos siguen yendo al templo de Jerusalén, pero en cambio “una gran multitud” acude a Jesús, a la otra orilla del mar. “Jesús subió a la montaña y se sentó allí con sus discípulos”. Es el nuevo Moisés, el caudillo del éxodo.
Piensa en las necesidades de la gente, en el hambre que debe tener. La pregunta a Felipe quiere llegar a una gran enseñanza: “¿Dónde compraremos pan para darles de comer?”.
El hambre de la gente es una exigencia tan grave e ineludible, que durante la travesía del desierto había puesto en riesgo el mismo éxodo: “Ojala hubiéramos muerto por mano del Señor en Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne y comíamos pan en abundancia. Ustedes, en cambio, nos han traído a este desierto en que todo ese gentío morirá de hambre”. Si hay que salir de un sistema de opresión y explotación, ¿de qué otra manera la gente podrá sobrevivir?
La respuesta de Felipe queda en la lógica tradicional. Es la respuesta de siempre: no hay dinero suficiente para los que tienen hambre.
Una pequeña brecha se abre con la observación de Andrés: “Aquí hay un niño que tiene cinco panes de cebada y dos pescados”. Él se fija en los recursos, y es otra lógica, aunque constata que es demasiado poco. Ese niño representa a la comunidad de los discípulos de Jesús, que no tiene pan para el hambre de todos, pero se pone al servicio del pueblo, para que se llegue a compartir lo que hay.
Jesús dice: “Háganlos sentar”: sentados, como hombres libres e iguales, como para la cena pascual, pero no cada uno en su casa, sino todos juntos, cinco mil hombres. No hay discriminación entre dignos e indignos, legalmente puros e impuros. Con sus gestos Jesús manifiesta cómo lograr la abundancia de pan: “Tomó los panes, dio gracias y los distribuyó a los que estaban sentados. Lo mismo hizo con los pescados, dándoles todo lo que quisieron”. Jesús da gracias a Dios. El pan es don de Dios para la humanidad, y nadie puede apropiárselo para aprovecharse del hambre de los demás. Y este amor de Dios que dona el pan, tiene que reflejarse en el amor recíproco entre todos. Hay abundancia para todos si todos renuncian al sistema de explotación y se liberan del instinto de la apropiación egoísta.
El verdadero milagro es el cambio de corazón: reconocer que Dios es el dador de vida, el dador del pan, y el hombre llamado a compartir la vida y el pan
recibidos de Dios, confiando en el amor, más que en el dinero. No es una simple
receta de economía política. Es una gran inspiración de fe y solidaridad.
La gente no entiende el verdadero sentido mesiánico del signo que Jesús ha realizado. Le basta con saber que hay alguien que le puede solucionar tan sencillamente su necesidad de pan. Convendrá hacerlo rey. Mientras Jesús quería educar a todos para el servicio y la solidaridad, responsables los unos de los otros, ellos prefieren un camino que deje en las manos de Jesús toda la responsabilidad y el poder. La libertad y la responsabilidad cuestan demasiado. Por eso Jesús “se retiró otra vez solo a la montaña”. Solo, como lo será en la cruz, su verdadero trono.
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