martes, 1 de octubre de 2024

Leonardo BOFF..-" Nos enfrentamos al mayor desafío de nuestra existencia en la Tierra: no permitir que el fuego la destruya; haciendo que el planeta se vuelva inhabitable"......

 

Redes Cristianas

Con la irrupción del piroceno (la Tlierra bajo fuego) mostrándose en la mayoría de los continentes con incendios que nos
asustan por su tamaño, surge la pregunta: ¿Cuál es nuestra responsabilidad frente esta tragedia?

Esta pregunta es válida porque gran parte de los incendios, especialmente en Brasil, habrían sido causados por los seres humanos. Nuestra responsabilidad, sin embargo, es proteger los ecosistemas y el planeta vivo, Gaia, la Madre Tierra, pero parecemos un ángel exterminador del Apocalipsis.

Para superar nuestro sentimiento de desolación y miedo del fin de la especie, como resultado de la tierra hirviendo, estamos obligados a hacer una seria reflexión para comprender mejor nuestra responsabilidad por tales acontecimientos devastadores.

La Tierra y la naturaleza no son un reloj montado de una vez por todas. Provienen de un largo proceso evolutivo y cósmico que dura 13.700 millones de años. El “reloj” se fue armando poco a poco, los seres fueron apareciendo desde los más simple a los más complejos. Todos los factores que entran en la constitución de nuestro ecosistema con nuestros
planetas y organismos poseen su naturaleza ancestral, su latencia y después su emergencia. Todos ellos poseen su historia, irreversible, propia de cada tiempo histórico. El principio cosmogénico actúa permanentemente.

Ilya Prigogine, premio Nobel en 1977, mostró que los sistemas abiertos como la Tierra, la naturaleza y el universo ponen en jaque el concepto clásico de tiempo lineal, postulado por la física clásica. El tiempo no es ya un merlo parámetro de movimiento sino la medida de los desarrollos internos de un mundo en proceso permanente de cambio, de paso
del desequilibrio hacia niveles más altos de equilibrio (cf. Entre o tempo e a eternidade, Companhia das Letras, S. Paulo 1992, 147ff). Es la cosmogénesis.

La naturaleza se presenta como un proceso de autotrascendencia; al evolucionar se autosupera creando órdenes nuevos. En ella opera el principio cosmogénico (energía creadora), que está siempre en acción, mediante el cual todos los seres van surgiendo y en la medida de su complejidad van también superando la inexorabilidad de la
entropía, propia de los sistemas cerrados. Esta auto-trascendencia de los seres en evolución puede apuntar a aquello que las religiones y las tradiciones espirituales llamaron siempre Dios, la más absoluta transcendencia o aquel futuro que ya no es la “muerte térmica”; al contrario, es la culminación suprema de orden, de armonía y de vida (cf. Peacoke, AR, Creation and the World of Science, Oxford Univ. Press, Oxford l979; Pannenberg, W Toward a Theology of Nature. Essays on
Science and Faith, John Knox Press, 1993 29-49).

Esta observación nuestra cómo es de irreal la separación rigurosa entre naturaleza e historia, entre el mundo y el ser humano, separación que consolidó y legitimó tantos otros dualismos. Todos están dentro de un inmenso movimiento: la cosmogénesis. Como todos los seres, el ser humano con su racionalidad, su capacidad de comunicación y de amor es
también el resultado de este proceso cósmico.

Forman parte de su constitución las energías y todos los elementos que maduraron en el interior de las grandes estrellas rojas desde hace mil millones de años. Poseen la misma ancestralidad del universo. Existe una solidaridad de origen y también de destino con todos los demás seres del universo. No puede considerarse fuera del principio cosmogénico, como un
ser errático enviado a la Tierra por alguna Divinidad creadora.

Si aceptamos esta Divinidad debemos decir que todos los seres
son enviados por Ella, no solo el ser humano. Esta inclusión del ser humano en el conjunto de los seres y como resultado de un proceso cosmogénico impide la persistencia del antropocentrismo (que concretamente es un androcentrismo, centrado en el varón con exclusión de la mujer). Este revela una visión estrecha desgarrada de los demás seres. Afirma que el único sentido de la evolución y de la existencia de los demás consistiría en la producción del ser humano, hombre y mujer.

Lógico, el universo entero se hizo cómplice en la gestación del ser humano pero no solo en la de él, sino también en la de los otros seres. Todos estamos interconectados y dependemos de las estrellas. Ellas son las que convierten el hidrógeno en helio y de la combinación de ambos proviene el oxígeno, el carbono, el nitrógeno, el fósforo y el potasio, sin los
cuales no existirían los aminoácidos ni las proteínas indispensables para la vida. Sin la radiación estelar liberada en este proceso cósmico, millones de estrellas se enfriarían y el sol posiblemente no existiría y sin él no habría vida ni nosotros estaríamos aquí escribiendo sobre estas cosas.

Sin la pre-existencia del conjunto de los factores propicios a la vida que se fueron elaborando en miles de millones de años y a partir de la vida en general como un subcapítulo la vida humana, jamás habría surgido el individuo personal que somos cada uno de nosotros. Nos pertenecemos mutuamente: los elementos primordiales del universo, las energías que están activas desde el big-bang, los demás factores que constituyen el cosmos y nosotros mismos como especie que irrumpió cuando el 99,98% de la Tierra estaba lista. A partir de esto debemos pensar cosmocéntricamente y actuar ecocéntricamente.

Importa, pues, dejar atrás como ilusorio y arrogante todo antropocentrismo y androcentrismo. No debemos, sin embargo, confundir el antropocentrismo con el principio antrópico (formulado en l974 por Brandon Carter, cf. Alonso, J. M., Introducción al principio antrópico, Encuentro Ediciones, Madrid l989).

Por él se quiere expresar lo siguiente: solamente podemos hacer las reflexiones que estamos haciendo porque somos portadores de conciencia, sensibilidad e inteligencia. No son las amebas, ni los sabiás o los caballos quienes poseen esta facultad. Recibimos de la evolución tales facultades para exactamente hablar de todo esto y facultar a la Tierra para contemplar a través de nosotros a sus hermanos los planetas y demás estrellas y a nosotros pudiendo vivir y celebrar la vida.

De ahí decimos que somos Tierra que siente, piensa y ama. Para eso existimos en medio de los demás seres con los cuales nos sentimos conectados. Esa singularidad nuestra no nos lleva a romper con ellos, pues nos incluimos en todo lo que vemos. Puesto que somos seres de conciencia, de sensibilidad y de inteligencia surge en nosotros un imperativo ético: nos corresponde a nosotros cuidar a la Madre Tierra, velar por todas las condiciones que le permiten continuar viva y dar vida.

En estos momentos nos enfrentamos al mayor desafío de nuestra existencia en la Tierra: no permitir que el fuego la destruya, como está escrito también en las Escrituras cristianas. Si esto sucede, será por nuestra irresponsabilidad y falta de cuidado. Hemos inaugurado la era del antropoceno. Es decir, no es un meteoro rasante el que está amenazando la vida en la Tierra. En este momento, el punto culminante, tal vez final del antropoceno, es el piroceno, la era del fuego. El fuego se ha apoderado de la Tierra. Hasta hace poco controlábamos el fuego. Ahora el fuego nos controla. Podría hacer que el planeta se volviera inhabitable.

De esto derivamos nuestra responsabilidad de salvar el planeta para que no sucumba a los efectos del fuego y garantice su biocapacidad de entregarnos todo lo que necesitamos para sobrevivir y sostener nuestra civilización, que debe cambiar radicalmente. De nosotros depende si tendremos futuro o si seremos incinerados por el fuego.

*Leonardo Boff escribió Cuidar da Terra-proteger a vida, Record 2010; Cuidar da Casa comum , Vozes 2023; Habitar a
Terra, 2021.

Traducción de Mª José Gavito Milano

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