de El 13 de mayo pasado, a las 16.14, Yamandú Orsi, actual Presidente, anunciaba de esta manera la muerte de José Mujica: “Con profundo dolor comunicamos que falleció nuestro compañero Pepe Mujica. Presidente, militante, referente y conductor. Te vamos a extrañar mucho Viejo querido. Gracias por todo lo que nos diste y por tu profundo amor por tu pueblo.” José “Pepe” Mujica fallecía en su chacra del Montevideo rural con casi noventa años, tras batallar con un cáncer.
Dudé mucho en escribir y de hecho han pasado ya unas semanas, lo hago a demanda de algunas personas que me pedían precisamente una mirada de fe sobre este hombre “legendario” como pocos en mi país. Desde otras perspectivas ya se ha escrito o dicho mucho: durante más de cuarenta y ocho horas se sucedieron entrevistas en programas periodísticos, asimismo se realizó transmisión simultánea del cortejo fúnebre y del velatorio en el Palacio Legislativo. Tras la noticia de la muerte, destaques de su trayectoria aparecieron en muchísimos países en las más diversas lenguas. En un mundo donde las noticias dejan rápidamente de serlo, llamó la atención que los ecos y comentarios de la muerte de Mujica se extendieran por muchos días a nivel nacional e internacional.
¿Cómo un anciano ex Presidente, de un país tan pequeño e irrelevante en la política mundial, revestía tanta importancia? ¿Por qué tantas entrevistas de periodistas extranjeros afamados en su modesta chacra? ¿Acaso llamaba la atención el contraste de su lenguaje tan llano y hasta con verbos mal conjugados, con su enorme cultura y dominio de diversos temas? ¿Cómo llegó a ser tan conocido y difundido su pensamiento? Quizá precisamente porque su estilo de vida era coherente a su filosofía, expuesta una y otra vez en discursos oficiales (el más divulgado ante la ONU en 2013) o en largas y pausadas conversaciones grabadas en su ámbito doméstico.
Anunciamos una mirada de fe sobre Mujica y yo como mujer de Iglesia la tengo, pero dudé… Mis dudas en escribir sobre Pepe se debían a que era más admirado en el exterior que en su propio país. Aquí aún algunos no le perdonan haber tomado las armas, sospechan de su pasado de guerrillero.
De todos modos, es claro para quien quiere ver, que, sin negar esa etapa de su vida, apenas salió en libertad eligió el camino de la democracia y la acción política partidaria, a la que dedicó cuarenta años, hasta el final de sus días. Pero si algún cristiano muy purista se rasga las vestiduras, bástele recordar a “San Pablo” y su pasado de Saulo perseguidor de cristianos, testigo de la muerte de Esteban, primer mártir. ¿Mató a alguien Mujica? Él ha dicho que tuvo la suerte de no tener que hacerlo; que tomó decisiones duras como guerrillero, sin duda. Quizá aquí además de San Pablo nos convenga recordar a Jesús: “el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”.
Mujica como todo niño hace noventa años -hoy no es así- fue bautizado e hizo la primera Comunión, pero no era católico. En cuanto le preguntaban decía que no tenía fe y que individualmente, cada uno de nosotros, veníamos de la nada y se abismaba en la nada al morir. Por eso para él esta vida era tan preciosa y no podía perderse en el sin sentido o en el consumismo; insistía en que no podíamos vivir trabajando para consumir, pagando créditos con nuestro tiempo, con vida, que era nuestro haber más valioso. ¿Cómo no recordar a Líber Falco, tantas veces citado aquí mismo?
Mujica no era ateo, acaso era panteísta, dijo alguien. También empleaba términos cristianos, decía: “la vida es el milagro”, lo repetía cada vez con más frecuencia: nacer y estar vivos es el milagro. “Toda vida es algo increíble y maravilloso”. Por eso quizá lo visitó Leonardo Boff en su chacra para hablar de la común preocupación. Mujica en varias ocasiones expresó que se sentía muy próximo al Papa Francisco con quien compartía inquietudes: el cuidado de la Casa Común, la fraternidad universal, la paz. (Laudato si y Fratelli tutti). Ese legendario “Pepe” se ganó la vida desde niño cultivando y vendiendo flores y envejeció inclinado sobre la tierra. Pero quizá su reverencia a la vida y sus secretos se le hizo más patente e intensa cuando esperaba a una hormiga para observarla admirado y hablar con ella en los duros años de cárcel (o peor que eso, de cuarteles como rehén).
Pocos días después de su muerte leí el libro del español Javier Cercas “El loco de Dios en el fin del mundo”, donde la obsesión del autor o recurso literario para mantener la atención del lector (o para fastidiarlo) desde el principio al fin del libro es “la resurrección de la carne y la vida eterna”, así tal como reza el Credo. Para él ese es el centro escandaloso de la fe cristiana e insistía en su pregunta al respecto -apelando a que debía llevar una respuesta a su madre- a cuanto cristiano se cruzaba en el Vaticano o en Mongolia, a donde viajó con el Papa Francisco en el 2023. Si bien Cercas escribe muy bien y entrevista a gente muy interesante a lo largo del extenso libro, a ratos me impacientaba y no podía evitar pensar en Mujica, en su “increencia” y en su libertad.
Mujica no necesitaba creer en la vida eterna para vivir y desvivirse por un ideal, por un futuro mejor para la humanidad, para levantarse cada día y volver a empezar reconociendo errores o intentando acercar partes divididas en su país y más allá. Leía a Javier Cercas y pensaba en Mujica, en su amor a la vida y en su fe en el ser humano, pese a sus locuras de autodestrucción. En dicho libro, muchos entrevistados respondían: el centro de la fe cristiana es el amor y la misericordia, de la cual Francisco no se cansa de hablar. Mujica tampoco, a medida que fue envejeciendo hablaba cada vez más del amor. ¿Será que la vejez y la proximidad a la muerte deja caer máscaras, costras, y revela la vocación última a la que hemos sido llamados por Dios desde la creación?
Si la vida en sí misma es “el milagro” y toda vida lo es, en el caso del ser humano a ese milagro-regalo había que responder teniendo razones o “causas” para vivir, no necesariamente políticas o sociales. A los jóvenes les hablaba del valor de entregarse al arte, a la ciencia o a la ecología, pero insistía: es necesario tener una causa para bien vivir. En Mujica se daba plenamente esa “fe antropológica” sobre la que insistía el teólogo uruguayo Juan Luis Segundo, esa fe en una serie de valores que dan norte y sentido a la vida, en torno a los cuales ella se ordena y desde los cuales se elige apostar, porque la vida supone apostar, jugarse entero, correr riesgos y también equivocarse.
Sabemos que Luis Ignacio Lula, Presidente de Brasil, hizo un viaje de veinticinco horas desde China a Uruguay para despedir a Mujica. Ambos no sólo compartían ideas y sueños: eran amigos; hay imágenes conmovedoras de su última visita a la chacra abrazando a un Mujica ya muy frágil. Lula quiso llegar al velatorio a honrar al amigo y abrazar a Lucía, luego habló unos minutos a la prensa. Expresó que el salir de prisión sin rencor alguno “es un don especial de Dios solo concedido a seres humanos superiores y Pepe lo es…” Coincido con Lula, hace muchos años escribí para la revista Misión sobre el perdón incondicional como una gracia y lo hice pensando en Mujica. ¡Esto no significa dejar de buscar la verdad, sólo ella nos hará libres y zurcirá las heridas de una sociedad!
Lula habló de la pérdida en pocos días del Papa Francisco y de Pepe, ambos tan especiales por su “grandeza y bondad superiores” y agregó algo que desde su fe es normal, pero dicho en este país laico sonaba un tanto extraño, una hermosa alusión a la trascendencia: “Espero que los dos juntos donde estén en el cielo no dejen de mirar y bendecirnos para que la humanidad sea mejor…” Ver https://youtu.be/h6vnFl468FM?t=88
Mas me asombró esta semana, el lunes 2, oír lamentar la muerte de Mujica al Padre General de los Carmelitas Descalzos, Miguel Márquez, en su mensaje habitual dirigido desde España a todo el mundo. Siempre son mensajes muy profundos los suyos, llenos de fe y esperanza, partiendo de situaciones muy concretas. Esta vez aludía a dos aspectos que admiraba de Mujica: su capacidad de reconocer errores, de cambiar de vida, así como su respeto y admiración por la Iglesia, por su obra, no siendo católico. Luego cita la muerte de un carmelita, el dolor y la indignación por lo que está sucediendo en Gaza, para acabar hablando de Santa Teresa. Todo el mensaje es valiosísimo, pero repito, me asombró su mención al inicio de nuestro compatriota.
Finalmente, desde la fe, creo que la vida de Mujica fue la vida de un cristiano, más allá de que él no se definiera así, ni creyera en la vida eterna. Con sus búsquedas, sus aciertos, errores, enmiendas, nuevas búsquedas y una entrega total de la vida en favor de un proyecto de vida más digna, plena y abundante para todos, empezando por los más vulnerables o como soñara José Artigas: “que los más infelices sean los más privilegiados”, que no dista del sermón del monte de Jesús, ¡o se inspira en él!
Una inmensa multitud -no sólo frenteamplistas- siguió el féretro de Mujica en su extenso recorrido o hizo horas de fila para entrar a rendirle un último saludo en el Palacio Legislativo y algo más: los que se veían más visiblemente dolidos, además de su esposa Lucía y amigos cercanos, eran las personas más humildes. Asimismo, aunque no había ningún signo religioso allí, ni estaban ante el cuerpo de un cristiano confeso, muchos al pasar se inclinaban y se hacían la señal de la Cruz. ¿Fe en un país laico, reverencia ante la muerte, última gratitud y bendición a un hombre especial…?
Se necesitan testigos de que otro modo de vida y de relaciones son posibles y el mundo encontró un testigo creíble en la autenticidad de Pepe. ¿Un humilde seguidor de Jesús sin saberlo? Como escribió alguien: “buen viaje Pepe” y gracias por haber existido, tu humanidad nos humaniza y nos inspira.
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