La elección de un nuevo Papa y el Espíritu Santo
Ivone Gebara[1]
Después de la loable actitud del anciano Benedicto XVI de renunciar al
gobierno de la Iglesia católica
romana, se sucedieron algunas entrevistas con obispos y sacerdotes en radio y
televisión en todo el país. Sin duda un evento de tanta importancia para la Iglesia católica romana es una noticia y lleva a predicciones, elucubraciones
de variados tipos, sobre todo de sospechas, intrigas y conflictos dentro de los
muros del Vaticano que habría acelerado la decisión del Papa.
En el contexto de las primeras noticias, lo que me llamó la atención
fue algo a primera vista pequeño e insignificante para los analistas que tratan
asuntos del Vaticano.
Se trata de la forma cómo algunos sacerdotes entrevistados
o conduciendo programas de televisión, cuando se les preguntaba sobre quién
sería el nuevo Papa, se iban por la tangente. Apelaban a la inspiración o la
voluntad del Espíritu Santo, como aquel del cual dependía la elección del nuevo
romano Pontífice. Nada de pensar en personas específicas para responder a las
situaciones desafiantes del mundo, nada de suscitar una reflexión en la
comunidad, nada de hablar de temas actuales de la Iglesia que han llevado a un deterioro significativo, nada de escuchar los
gritos de la comunidad católica por una democratización de las estructuras
anacrónicas que sustentan a la Iglesia
institucional. La formación teológica de estos padres comunicadores no les
permiten salir de un patrón de discurso trivial y abstracto bien conocido, un
discurso que continúa apelando a las fuerzas ocultas y de cierta forma
confirmando su propio poder. La continua referencia al Espíritu Santo a partir
de un misterioso modelo jerárquico es una forma de camuflar los reales
problemas de la Iglesia y una forma
de retórica religiosa para no revelar los conflictos internos que ha vivido la
institución. La teología del Espíritu Santo sigue siendo para ellos mágica y
expresando explicaciones que ya no consiguen hablar a los corazones y a las
conciencias de muchas personas que aprecian el legado del Movimiento de Jesús
de Nazaret. Es una teología que sigue provocando la pasividad del pueblo
creyente ante las diversas dominaciones, inclusive las religiosas. Continúan
repitiendo fórmulas como si estas satisficieran a la mayoría de las personas.
Me entristece el hecho de verificar, una vez más, que los religiosos y
algunos laicos, actuando en los medios de comunicación, no percibieran que
estamos en un mundo en el cual los discursos necesitan ser más asertivos y
marcados por referencias filosóficas, más allá de la tradicional escolástica.
Un referente humanista los tornaría mucho más comprensibles para el común de
las personas, incluyendo a los no católicos y a los no religiosos. La
responsabilidad de los medios religiosos es enorme e incluye la importancia de
mostrar hasta qué punto la Iglesia depende de
las relaciones con todas las historias de los países y de las personas
individuales. Ya es tiempo de salir de ese lenguaje metafísico abstracto, como
si un Dios se fuera a ocupar especialmente de elegir al nuevo Papa,
prescindiendo de los conflictos, desafíos, iniquidades y cualidades humanas. Ya
es tiempo de enfrentarnos a un cristianismo que admita el conflicto de las
voluntades humanas y que al final de un proceso electivo, no siempre la
elección hecha se pueda considerar la mejor para la totalidad. Que permita
enfrentar la historia de la Iglesia como una
historia construida por todas y todos nosotros y testimoniar respeto por
nosotras/os mismos y mostrar la responsabilidad que tenemos todas y todos los
que nos consideramos miembros de la comunidad católica romana. La elección de
un nuevo Papa es algo que tiene que ver con el conjunto de las comunidades
católicas esparcidas por todo el mundo y no sólo con una elite añosa
minoritaria y masculina. Por eso, es necesario ir más allá de un discurso
justificativo del poder papal y enfrentarse a los problemas y desafíos reales
que estamos viviendo. Sin duda, para eso las dificultades son muchas, y
enfrentarlas exige nuevas convicciones y el deseo real de promover cambios que
favorezcan la convivencia humana.
Una vez más, me preocupa que no se discuta de forma más abierta el
hecho de que el gobierno de la Iglesia institucional
se entregue a personas de edad, que a pesar de sus cualidades y sabiduría ya no
pueden enfrentar con vigor y desenvoltura los desafíos que estas funciones
representan. ¿Hasta cuándo la gerontocracia masculina papal será el duplicado
de la imagen de un Dios blanco, anciano y de barbas blancas? ¿Habría alguna
posibilidad de salir de ese esquema o de, al menos, comenzar una discusión en
vistas a una organización futura diferente? ¿Habría alguna posibilidad de abrir
esas discusiones en las comunidades cristianas populares, que tienen el derecho
a la información y a una formación cristiana más ajustada a nuestros tiempos?
Sabemos hasta qué punto la fuerza de las religiones depende de los
desafíos y comportamientos que son fruto de convicciones capaces de sustentar
la vida de muchos grupos. Entretanto, las convicciones religiosas no se pueden
reducir a una visión estática de las tradiciones ni a una visión
deliberadamente ingenua de las relaciones humanas. Del mismo modo, las
convicciones religiosas no pueden ser reducidas a la ola de las más variadas devociones
que se propagan a través de los medios de comunicación. Y aún más, no podemos
continuar tratando al pueblo como ignorante e incapaz de hacerse preguntas
inteligentes y astutas en relación con la Iglesia. Entretanto, los sacerdotes comunicadores creen tratar con personas pasivas y
entre ellas se encuentran muchos jóvenes que llevan adelante un culto romántico
en torno a la figura del Papa. Los religiosos mantienen esta situación, muchas
veces cómoda, por ignorancia o por avidez de poder. Afirmar la intervención
divina en las decisiones que la Iglesia católica
jerárquica, prescindiendo de la voluntad de las comunidades cristianas
esparcidas por el mundo, es un ejemplo flagrante de esa situación. Es como si
quisieran reafirmar erróneamente que la Iglesia es en primer lugar el clero y las autoridades cardenalicias a las
cuales es dado el poder de elegir el nuevo Papa, y que esta es la voluntad de
Dios. A los millones de fieles les cabe a penas rezar para que el Espíritu
Santo elija mejor y esperar hasta que la fumata blanca anuncie una vez más “habemus
papam”. De manera hábil, siempre están intentando hacer a los fieles
escapar de la historia real, de su responsabilidad colectiva y apelar a las
fuerzas superiores que dirigen la historia de la Iglesia.
Es una pena que esos formadores de opinión pública estén aún viviendo
en un mundo teológicamente y tal vez hasta históricamente premoderno, en el
cual lo sagrado parece separarse del mundo real y estar en una esfera superior
de poderes a la cual apenas unos pocos tiene acceso casi directo. Es desolador
ver cómo la conciencia crítica en relación con sus propias creencias infantiles
no han sido actualizadas en beneficio propio y de la comunidad cristiana.
Parece incluso que se acentúan muchos oscurantismos religiosos presentes en
todas las épocas, siendo que el Evangelio de Jesús convoca a una
responsabilidad común de unos en relación con los otros.
Sabiendo las muchas dificultades enfrentadas por el papa Benedicto XVI
durante su corto ministerio papal, las empresas de comunicación católicas sólo
resaltan sus cualidades, su donación a la Iglesia, su inteligencia teológica, su pensamiento vigoroso, como si quisieran
una vez más esconder los límites de su personalidad y de su postura política,
no sólo como pontífice, sino también, por muchos años, como presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el antiguo Santo Oficio. No
permiten que las contradicciones humanas del hombre Joseph Ratzinger aparezcan,
y que su intransigencia legalista y el tratamiento punitivo que caracterizaron,
en parte, a su persona sean recordados. Hablan desde su elección, sobre todo de
un papado en transición. Sin duda de transición, pero ¿transición hacia qué?
Me gustaría que la actitud loable de renuncia de Benedicto XVI pudiese
ser vivida como un momento privilegiado para invitar a las comunidades
católicas a repensar sus estructuras de gobierno y los privilegios medievales
que esta estructura aún ofrece. Estos privilegios tanto del punto de vista
económico como político y sociocultural mantienen el papado y el Vaticano como
un Estado masculino aparte. Pero un Estado masculino con representación
diplomática influyente y servido por millares de mujeres a través del mundo en
las diferentes instancias de su organización. Ese hecho nos invita igualmente a
pensar sobre el tipo de relaciones sociales de género que ese Estado continúa
manteniendo en la historia social y política de la actualidad.
Las estructuras premodernas que aún mantienen a ese poder religioso
necesitan ser confrontadas con las ansias democráticas de nuestros pueblos en
la búsqueda de nuevas formas de organización, que se concilien mejor con los tiempos y grupos
plurales de hoy. Necesitan ser confrontadas con las luchas de las mujeres, de
las minorías y mayorías raciales, de personas de diferentes orientaciones
sexuales y opciones; de pensadores, de científicos y de trabajadores de las más
distintas profesiones. Necesitan ser retrabajadas en la línea de un diálogo
mayor y más fructífero con otros credos religiosos y sabidurías esparcidas por
el mundo.
Y, para terminar, quiero volver al Espíritu Santo, a ese viento que
sopla en cada una/o de nosotros, a ese soplo en nosotros, y mayor que nosotros,
que nos aproxima y nos hace interdependientes con todos los seres vivientes. Un
soplo de muchas formas, colores, sabores e intensidades. Soplo de compasión y
ternura, soplo de igualdad y diferencia. Este soplo no puede seguir siendo
usado para justificar y mantener estructuras privilegiadas de poder y
tradiciones más antiguas o medievales, como si fuesen una ley o una norma
indiscutible e inmutable. El viento, el aire, el espíritu sopla donde quiere, y
nadie debe atreverse a querer ser ni una sola vez su dueño. El espíritu es la
fuerza que nos aproxima unos de otros, es una atracción que permite que nos
reconozcamos como semejantes y diferentes, como amigas y amigos, y que
juntas/os busquemos caminos de convivencia, de paz y justicia. Esos caminos del
espíritu son los que nos permiten reaccionar a las fuerzas opresoras que nacen
de nuestra propia humanidad, los que nos llevan a denunciar las fuerzas que
impiden la circulación de la savia de la vida, los que nos conducen a descubrir
los secretos ocultos de los poderosos. Por eso, el espíritu se muestra en
acciones de misericordia, en pan compartido, en poder compartido, en sanación
de las heridas, en reforma agraria, en comercio justo, en armas transformadas
en arados, en fin, en vida en abundancia para todas/os. Ese parece ser el poder
del espíritu en nosotros, poder que necesita ser actualizado a cada nuevo
momento de nuestra historia y ser actualizado por nosotros, entre nosotros y
para nosotros.
Fuente: ADITAL
Traducción del portugués: Graciela Pujol
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