José Ignacio González Faus
RD, 25.09.13
No voy a hablar de la película Hanna
Arendt. Quisiera reflexionar sobre el pensamiento de Arendt de quien tomo
el título de este artículo, como la directora de la película tomó muchas frases
del libro de Arendt para los diálogos de ésta. La expresión “banalidad del mal”
no busca rebajar su gravedad, sino aumentarla. Lo más horrible del mal moral es
que auténticas perversiones se presentan y son vividas muchas veces como actos
triviales, indiferentes, casi buenos… Si llego a creer que algo malo es un
derecho mío (o un deber) resulta mucho más fácil cometerlo.
La teología de la liberación,
al hablar del “pecado estructural”, ayuda a comprender cómo el mal se banaliza: porque anida no sólo en el
corazón de las personas sino en las redes de la convivencia: usos, normas,
leyes, valores ambientales... Ahí ya no se le percibe como maldad, sino como
“algo normal”, quizá necesario. Eichmann no era un asesino monstruoso sino un
vulgar funcionario encargado de que unos cuantos señores subieran en unos
trenes y llegasen a un determinado lugar. Una pieza de engranaje ya no es moral
ni inmoral: es simplemente pieza. Que una mujer africana pueda mutilar
genitalmente a su propia niña no significa que ella sea un monstruo; sólo
indica hasta qué punto grandes atrocidades se nos pueden convertir en
evidencias cuando tienen el soporte de una convicción social.
Ocurre lo mismo con la
monstruosidad anónima de eso que llaman mercado. Llamamos “economía de mercado”
a una economía “de la manipulación y el engaño”. Al cambiarle el nombre ya
no vemos más: porque ¿qué cosa más banal que un mercado?. Sin embargo, cuando
Adam Smith escribió su famosa página sobre “la mano invisible” del mercado, se
estaba refiriendo a una relación que se asienta sobre el conocimiento personal
y el diálogo: el tendero me conoce, no me quiere perder como cliente y,
precisamente por eso, puedo dejarle actuar egoístamente porque me sé incluido
en ese egoísmo. Ese contacto personal, los rostros visibles, son la clave de la
mal llamada “mano invisible” del mercado. En cambio, lo que hoy llamamos
mercado se asienta sobre el desconocimiento de los actores y sobre la
publicidad (la cual, si piensa en mí, sólo busca halagar mis instintos más bajos
como modo de engañarme). Decisiones que me afectan no las toma una persona
cercana a quien conozco, sino una entidad anónima, que no sé bien dónde está y
se ampara en palabras abstractas: “dirección, consejos de administración”, etc.
De este modo, conductas
canallescas e inmorales llegan a ser vividas como meros fenómenos naturales.
No se cometen crueldades, sólo “se hacen inversiones”. Como Eichmann que sólo
organizaba transportes.
Arendt explica: no es que Eichmann
fuese un malvado, como necesitaban los judíos para poder descargar su odio
(perverso también, pero ahora coloreado como justicia). Simplemente había
renunciado a llegar a ser hombre, lo cual es una de las mayores tentaciones
humanas. Por eso la reacción del Dios bíblico al pecado de Adán es la pregunta:
“hombre ¿dónde estás?”.
El contenido de esa humanidad
lo brinda una espléndida y mínima frase de Kant: “atrévete a pensar”
(sapere aude). Pensar no designa actividades abstractas sino capacidad para
reflexionar, afrontar y paladear (¡“sapere”!) las consecuencias de los propios
actos, aunque sean obediencia y “cumplimiento del deber”, sin reducirlos sólo a
sus dimensiones individuales, y sin abstraerlos de sus implicaciones globales y
del contexto denunciado hace poco por el papa Francisco: “los que, en el
anonimato, toman decisiones socio-económicas que abren el camino a dramas…”.
Por algo el Vaticano II había prohibido “conformarse con una ética meramente
individualista (GS 30).
¡Atrévete a pensar! Arendt no
se cansa de repetir a lo largo de la película que ella “sólo busca comprender”.
Así aprende que el mal es mayor de lo que parece, precisamente porque puede
“banalizarse”. Otro ejemplo del hombre que ha cerrado sus ojos a esa
interpelación lo encarna, para mí, el presidente del gobierno. Le oímos
decir mil veces que está haciendo “lo que tiene que hacer” (como Eichmann);
incluso asegura que gracias a eso estamos saliendo de la crisis. Pero, aunque
eso fuese cierto, nunca se atrevió a pensar si el camino para esa salida tenía
que ser un 25% de niños desnutridos, familias modestas abocadas a dormir en la
calle cuando no pueden acogerlas los padres en sus casas, enfermos condenados a
muerte por un retraso imperdonable en una intervención urgente y cientos de
miles de seres humanos llevados no a una cámara de gas pero sí a una cámara de
asfixia personal y social.
Rajoy no ha sido un malvado:
estoy absolutamente seguro. Creerá incluso (como Eichmann) que ha cumplido su
deber. Pero el
pecado estructural se ha encargado de que ese supuesto “deber” no fuera más que
una maldad banalizada. Claro que, atreverse a pensar así, podría suponer el fin
de una carrera política. Y ante eso, mejor “lavarse las manos” como Pilatos,
para quien lo importante era la propia carrera y que no padecieran las
relaciones entre el imperio romano y un pueblo difícil. Que eso costara la vida
a un inocente desarrapado era otra banalidad.
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