.Es innegable el valor del Papa Francisco al enfrentar abiertamente la cuestión de la pedofilia dentro de la Iglesia.
Ha impulsado la entrega de los pedófilos, curas, religiosos y cardenales a la justicia civil para ser juzgados y castigados. En el encuentro de Roma para la Protección de los Menores a finales de febrero de 2019, el Papa impuso 8 determinaciones entre las cuales estaban la “pedofilia cero” y “la protección de las víctimas de abuso”.
El
Papa señala la llaga principal: “el flagelo del clericalismo, que es el terreno
fértil para todas estas abominaciones”. Clericalismo significa aquí la
concentración de todo el poder sagrado en el clero, con exclusión de otros
estamentos, que se juzga por encima de cualquier sospecha y crítica. Ocurre que
algunos clérigos usan ese poder, que de por sí debería irradiar confianza y
reverencia, para abusar sexualmente de menores.
Sin
embargo, a mi modo de ver, el Papa actual y los anteriores, por razones que más
abajo intento esclarecer, no han llevado la cuestión de la sexualidad y la ley
del celibato hasta el fondo.
En
cuanto a la sexualidad hay que reconocer que la
Iglesia-gran-institución-piramidal ha alimentado históricamente una actitud de
desconfianza y muy negativa ante ella. La Iglesia es rehén de una visión
errónea, proveniente de la tradición platónica y agustiniana. San Agustín veía
la actividad sexual como el camino por el cual entra el pecado original. Por
él, de nacimiento, cada ser humano se hace portador de una mancha, de un
pecado, sin culpa personal, en solidaridad con el pecado de los primeros
padres.
Cuanto
menos sexo procreativo, menos massa damnata (masa condenada). La mujer,
por ser engendradora, introduce en el mundo el mal originario. Por ello se le
negaba la plena humanidad. Era llamada “mas” que en latín significa
“hombre no completo”. Todo anti-feminismo y machismo en la Iglesia
romano-católica encuentran aquí su presupuesto teórico.
De
aquí el alto valor atribuido al celibato, porque, no habiendo relación
sexual-genital con una mujer, no nacerán hijos e hijas. Así no se transmite el
pecado original.
En
los análisis y condenas que se han hecho sobre la pedofilia todavía no se ha
discutido el problema subyacente: la sexualidad. El ser humano no tiene
sexo, sino que todo él es sexuado, en cuerpo y alma. Es tan esencial que por él
pasa la continuidad de la vida. Pero se trata una realidad misteriosa y
extremadamente compleja.
El
pensador francés Paul Ricoeur, que reflexionó mucho filosóficamente sobre la
teoría psicoanalítica de Freud, escribió: “La sexualidad, en el fondo,
permanece tal vez impermeable a la reflexión e innaccesible al dominio humano;
tal vez esa opacidad hace que ella no pueda ser reabsorbida en una ética ni en
una técnica”. (Revista «Paz y Tierra», nº 5 de 1979, p. 36). Ella vive
entre la ley del día, donde prevalecen los comportamientos establecidos, y la
ley de la noche, donde funcionan las pulsiones libres. Sólo una ética del
respeto hacia el otro sexo y el autocontrol permanente de esa energía volcánica
pueden transformarla en expresión de afecto y de amor, y no en una obsesión.
Sabemos
cuán insuficiente es la formación para la integración de la sexualidad que se
da a los curas en los seminarios. Se hace lejos del contacto normal con las
mujeres, lo que produce cierta atrofia en la construcción de la identidad. ¿Por
qué Dios creó a la humanidad como hombre y mujer (Gn 1,27)? No fue en primer
lugar para engendrar hijos sino para que no estuviesen solos, para que fueran
compañeros (Gn 2,18).
Las
ciencias de la psique nos han dejado claro que el hombre sólo madura bajo la
mirada de la mujer y la mujer bajo la mirada del hombre. Hombre y mujer son
completos, pero recíprocos, y se enriquecen mutuamente en la diferencia.
El
sexo genético-celular muestra que la diferencia entre hombre y mujer en
términos de cromosomas se reduce solamente a un cromosoma. La mujer posee dos
cromosomas XX y el hombre un cromosoma X y otro Y. De donde se deduce que el
sexo-base es el femenino (XX), siendo el masculino (XY) una diferenciación de
él. No hay pues un sexo absoluto, sino sólo uno dominante. En cada ser humano,
hombre y mujer, existe “un segundo sexo”. En la integración del “animus”
y del “anima”, o sea, de las dimensiones de lo femenino y de lo
masculino presentes en cada persona, se gesta la madurez humana y sexual.
En
este proceso no está excluido el celibato. Puede ser una opción legítima, pero
en la Iglesia católica es impuesto como condición previa para ser sacerdote o
religioso. Por otro lado, el celibato no puede nacer de una carencia de amor,
sino de una superabundancia de amor a Dios, que se transborda a los otros, en
especial a los más carentes de afecto.
¿Por
qué la Iglesia romano-católica no deroga la ley del celibato? Porque es
contradictorio con su estructura. Ella es, socialmente, una institución
total, autoritaria, patriarcal, machista y jerarquizada.
Una Iglesia que se
estructura en torno al poder sagrado cumple lo que C. G. Jung denunciaba: “donde predomina el poder ahí no hay amor ni ternura”. Es lo que ocurre con el machismo y la rigidez, en parte, en la Iglesia. Para corregir este desvío, el
Papa Francisco no se cansa de predicar “la ternura y el encuentro afectuoso”.
El celibato es funcional a la Iglesia clerical, sola y solitaria.
De
perdurar este tipo de Iglesia no esperemos la abolición de la ley del celibato,
que es útil para ella, pero no para los fieles.
¿Y
dónde queda el sueño de Jesús de una comunidad fraternal e igualitaria?
Si se
viviera, cambiaría todo en la Iglesia.
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