jueves, 14 de diciembre de 2023

Amerindia.- ¿ Qué podemos esperar y cómo? Rosa RAMOS.

Esperaré a que llegue                           

lo que no sé y me sorprenda;

pero vaciaré mi casa de todo lo enquistado.

Benjamín González Buelta

Un nuevo Adviento se avecina, la liturgia nos pone en clave de esperanza. ¿En qué medida nos es posible, qué esperar, cómo esperar?

Tras un año de guerras y violencias que no acaban, algunas más “visibles” que otras, las “invisibilizadas” porque importan menos… ¿es que hay vidas que valen o importan más y otras menos? Tras un año de aguas movidas, revueltas, turbias, en tantos territorios (nuestros países, regiones, comunidades), que marean, agobian y hasta tientan a “abandonarlo todo”, ¿es posible -sin ser hipócritas o trasnochados- animar a la esperanza en este Adviento 2023? ¿Dónde y cómo colocar la esperanza, ser personas que la sostienen?

A nivel más micro, familiar y personal, también puede haber situaciones no bien resueltas, desánimo, cansancio, incluso depresiones que no siempre se traducen en parálisis, sino que a veces dan lugar a estados de ansiedad, activismo, problemas de atención o de sueño. En estas condiciones que parecen que se nos imponen, también puede resultar forzado invitar livianamente a la esperanza, casi como un deber “es Adviento, debemos tener esperanza”.

Otro factor que hace difícil la esperanza es la vejez. Sí, más allá de lo que hoy se nos dice acerca de la calidad de vida, de la alimentación y el deporte, así como de todas las posibilidades de la ciencia, las ayudas quirúrgicas o las químicas para vivir una vejez “con plenitud”, siempre y cuando estemos en condiciones económicas para ello. La vejez afecta la esperanza de diferentes modos, para algunos es el ocaso, la antesala de la muerte que temen, para otros es el deterioro físico o cognitivo que genera negación, angustia y temores. Claro que puede ser la vejez un tiempo privilegiado de hondura espiritual, de búsqueda radical de sentido y, por tanto, abierto a la esperanza.

Tiempos difíciles, tiempos de incertidumbres, en muchos casos de desolación, nos han llevado a buscar alegrías y esperanzas superficiales, efímeras, que no sacian. Esperamos ansiosos el fin de semana o algún acontecimiento especial, casi con un pensamiento mágico… pero pasan y volvemos al vacío, a lo mismo, o a generar nuevas expectativas llenas de fantasía.  Algo así ya advertía el profeta Jeremías: “doble falta ha cometido mi pueblo, me ha abandonado a mí, que soy manantial de aguas vivas, y se han cavado pozos, pozos agrietados que no retienen el agua.” (Jr 2, 13)

Es diferente esa espera mágica, ese depositar la esperanza en lo que no sacia, a la esperanza basada en las promesas de Dios que es fiel. Los profetas esperaron contra toda esperanza, aun cuando el cielo parecía cerrado, recordaron las promesas generación tras generación y siguieron sosteniendo al pueblo, a la vez que denunciaban sus desvíos. Quizá a eso estamos llamados, a auscultar la realidad y juntos caminar, paso a paso en la espesura de la vida, atravesando oscuridades.

Y la gran promesa de Dios se hace plena en la encarnación del Hijo. En Él se funda la auténtica esperanza cristiana, es la Palabra definitiva para todos los tiempos y lugares, como lo expresa muy bien Benjamín González Buelta: “En su encarnación, Jesús bajó antes que nosotros a las periferias marginadas y contempló la historia desde el revés del mundo. Allí descubrió vida sorprendente que brotaba desde los descalificados y anunció la irrupción del Reino de Dios. Desde su reducida geografía de pobre galileo, él es la palabra definitiva de Dios para todos los tiempos y lugares. Más allá de grandes utopías o pequeños proyectos que aparecen y desaparecen con sus luces y sombras relativas, nos queda Jesús, el servidor de la utopía que atraviesa la historia…” Nuestras esperanzas históricas, arraigan y nos hablan de una esperanza radical, ya manifestada en Jesús.

De ahí que el tiempo de Adviento sea importante en nuestra liturgia, porque nos recuerda la Encarnación y que Dios no se desdice, nos ha entregado al Hijo y convalidado con la Resurrección su vida, prédica opciones y acciones que lo llevaron a la muerte en cruz. Los tiempos litúrgicos separan el único gran Misterio con fines pedagógicos, a fin de que los profundicemos y gustemos, como un alimento tan potente -que sacia- como sabroso.

Más allá de nuestras magras ilusiones, de nuestros pozos o cisternas agrietadas, hay una promesa-Palabra de Dios, que es fuente inagotable de vida y esperanza, aún en las noches oscuras. Por eso vale vivir el Adviento y animar a la esperanza.

Es diferente también la esperanza cristiana (a las esperas mágicas y a corto plazo en algo que llegará, como el fin de semana, o no, como esos grandes acontecimientos) porque esperamos andando, construyendo, apostando a la vida, no inactivos. Nuevamente recurrimos a González Buelta:

Esperaré a que crezca el árbol

y me dé sombra.

Pero abonaré la espera con mis hojas secas.

Esperaré a que brote el manantial

y me dé agua

Pero despejaré mi cauce

de memorias enlodadas.

Esperaré a que apunte

la aurora y me ilumine.

Pero sacudiré mi noche

de postraciones y sudarios

Esperaré a que llegue

lo que no sé y me sorprenda

Pero vaciaré mi casa de todo lo enquistado.

Y al abonar el árbol,

despejar el cauce,

sacudir la noche

y vaciar la casa,

la tierra y el lamento se abrirán a la esperanza.

Nuestra esperanza así no es vana ni en vano, y podemos alabar a Dios como Pablo: “¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de los misericordias y Dios de toda consolación!, que nos consuela en toda tribulación nuestra para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación...” (II Co, 1, 3-5)


                                                   Rosa Ramos.-

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