Ella Por Gabriel Pereyra
Si con la muerte de él, el dolor alcanza una dimensión mundial, y no parece exagerado darle esa relevancia a la muerte de lo más parecido a una de estrella del rock internacional que tuvimos en política, si imaginamos este dolor a esa escala, para ella es íntimo, casero y singular.Lo que primero me salió pensar cuando me enteré de que se iba a morir, aunque era obvio que al llegar a los 90 estás todo el tiempo en los descuentos, cuando caí en esa certeza de lo obvio, lo primero en que pensé fue en ella.
Imaginen que todo ese dolor de magnitud planetaria, todo ese dolor junto y compartido a la distancia de quienes lo conocieron y quisieron, lo conocieron sin quererlo, lo quisieron sin conocerlo, lo conocieron sin conocerlo, en fin, todo ese dolor es nada al lado del que siente ella.
Porque aún en los años de la revolución o la subversión, del aljibe o de la cueva, en medio de la oscuridad, ella guardaba la esperanza de volver a conjugarse con él en plural.
Ahora, bajo el sol de esa chacra, que le parecerá inmensa de aquí en adelante, ya no hay cariños ni enojos compartidos y conjugados en ningún verbo.
Ahora es ella, quizás como siempre fue de sus ojos para adentro, singular. Pero otra singularidad. No la que la mayoría reconoce como tal. Porque juntos eran, a los efectos lingüísticos e incluso de la física, una anomalía, una singularidad plural cuya lógica solo la poesía puede explicar. Como en la oda que la estadounidense Marie Howe dedicó a Stephen Hawking: “¿Quieres a veces tomar conciencia de la singularidad que fuimos una vez?”, se pregunta, y alude en el texto a otro gran poeta estadounidense, Walt Whitman: “Cada átomo que te pertenece, me pertenece”.
Pero la vida, aunque en sus últimos años él se esmeró en convencernos de que sí, no siempre es poesía. Y en la vida hecha de carne, materia, existencia y ausencia, hoy ella baila sola.
Sí, están los compañeros que la rodean.
Pero sabemos de qué hablo. De cuando llegue la noche y ya no escuche las reflexiones de él ni tampoco sus arranques insoportables de viejo mañero y calentón.
Porque el mundo lo idolatra a él en las facetas más luminosas de su personalidad, pero ella, que en público lucía siempre muy ubicada bajo la semejante sombra que producía la estrella del viejo, ella también soportó, tanto como lo amó, las facetas más complicadas de su personalidad en lo cotidiano.
Él se reunía con líderes mundiales y ella estuvo ahí, callada, escuchando, aprendiendo con su cabeza de cuadro político mucho, pero mucho más encuadrada y laboriosa que él, que alguna vez la definió como una abeja, como una gota de agua: “Una laburanta infernal. No de esas que hacen un hecho histórico, sino de las que levantan paredes”.
Él recibía gente de todo pelo y color, y ella también estaba ahí, en la cocina a veces, picando verduras, cada vez más chiquitas a medida que él podía tragar cada vez menos.
Ella lo acompañó en los insomnios del final, generados por los dolores que no pudo evitar, muy leves según dicen quienes estuvieron con él hasta el final, porque él, que era más de vino, estaba decidido a brindar con el famoso cóctel, a brindar por la vida que tanto decía valorar.
Él ya no está aquí y, según sus creencias filosóficas, tampoco está en ningún paraíso o infierno.
Pero ella sí sigue aquí y, quizás, ahora que para el público en general ya no estará más bajo esa enorme sombra, y libre de esa sombra, paradójicamente, ya no la mirarán tanto, lo que seguro será un alivio para ella.
Hoy el dolor tiene dimensiones mundiales de pluralidad compartida.
Para ella, dulce de abeja, hoy el dolor es único y singular.
A mí, que cultivé con él, como las flores, una relación personal llena de los mejores colores, me queda la satisfacción de que, si como dice la poesía, ellos eran la misma cosa y compartían átomos, cuando la abrace a ella también lo estaré abrazando a él.