“La verdad nos hará libres” (Jn. 8, 32)
Sé que suena raro en estos tiempos hablar de “la verdad” así singular y estáticamente. Por si acaso, aclaro: me refiero a afrontar la realidad que nos toca a cada uno, y vaya que nos toca a todos, pero a muchos cachetea duramente en el rostro ya curtido.
Este tiempo sin tiempo, esta pausa impuesta por el virus o por otros, es muy difícil, dificilísimo. Creo que es necesario confrontarnos con su dureza, aceptar que nos duele, que nos pone contra las cuerdas de la cordura o nos acerca peligrosamente a la locura.
No daré recetas para la crisis, ni diré en este artículo nada nuevo, pero quizá, como el anterior, este también pueda ayudar a espejarnos, a identificar lo que sentimos a veces oscuramente y no encontramos las palabras para expresarlo.
No soy psicóloga, pero la experiencia me permite decir que tocar la herida, dejarla sangrar mirándola, es decir reconocer el presente con toda su carga y hacer el duelo a tiempo, ayuda a sanar más que saltear, negar o edulcorar la realidad.
Tocar la herida, dejarla sangrar y contemplar. Sí, es necesario, y cada cual debe contactarse con la suya:
“llevo dos semanas sin abrazar a mis nietos”, “quedé sin empleo”, “el trabajo que realizaba no lo puedo hacer más”, “tengo familia en Italia, amigos en España, temo por ellos”, “no quiero depender de ayudas, siempre me mantuve con mi trabajo”, “debo enviar al seguro a 15 empleados, son 15 familias”, “vivo solo/a, pesa más la soledad encerrado/a”, “ya hay gente con el virus en mi barrio, tengo miedo”, “mis padres son población de extremo riesgo”, “no sé si puedo trabajar tantas horas, me voy a enfermar con este teletrabajo”, “me cuesta estar 24 horas en casa con los niños, no tengo un momento mío”, “sé que el abuelo enfermo está muy angustiado y no se lo puede visitar en el hogar en que está”, mi hija dice que está bien con la niña, que no me preocupe, pero no sé…”, “me cambia el humor y el ánimo a lo largo del día, la cabeza me va a estallar”, “oí gritos en la casa de los vecinos, intuyo que hay violencia allí”…
Permitirse hacer el duelo. Sí, permitirnos estar mal, expresar la impotencia, el temor, el dolor por las pérdidas. Hemos perdido ya mucho y seguramente perderemos más. Los que puedan llorar, lloren, los que se irritan… permitámonos también enojarnos, es otra forma de clamar.
Estamos saturados de información sobre el “covid 19”, sobre cifras de contagio, de muertos y de medidas de gobierno en diferentes países. También nos invitan o nos obligan a quedarnos en casa para evitar mayor contagio. Por varios días los noticieros sólo trataban ese tema, esta semana empiezan a aparecer otras noticias relacionadas. Otras realidades y preocupaciones.
Ahora empiezan a surgir informes de ayudas humanitarias, de ollas populares en los barrios, datos sobre violencia doméstica, advertencias de su amento en tiempos de crisis en informes internacionales (Alemania, Italia) y nacionales. No basta con quedarse en casa y ser creativos.
Asumir que la realidad es compleja y no simple. “Quedarse en casa” suena bien, y nos lo dicen hasta con canciones o con mensajes de famosos, pero para muchos es obsceno porque no tienen casa, para otros es confinarlos a la soledad, mientras que también puede ser obligar a otros a “dormir con el enemigo”, porque se sabe que la violencia y los abusos tienen como escenario principal la casa, la familia.
Todos deseamos que la pesadilla pase y despertar en un mundo nuevo, colorido y bello.
Todos queremos un final feliz, pero soñarlo en el aire puede ser peligroso y es alienante.
Estar “alienado” significa estar extrañado, alejado, no consciente de sí mismo, de la realidad. Hay diferentes formas y causas de alienación, como ya sabemos, y no vamos a tratar aquí. Pero el hecho que me preocupa es que muchos mensajes musicales y coloridos que circulan en las redes sacan al sujeto de la realidad que vive, le prometen quiméricos paraísos que pueden mantenerlo pasivo, paralizado y/aislado, ajeno, extraño a sí y a su entorno.
El dolor duele y la fe no es morfina. Disculpen que lo plantee así, pero miremos, toquemos nuestra propia herida y la del prójimo -hagámonos prójimos- y lo verificaremos.
Es desde la difícil realidad en la que estamos inmersos que podemos buscar salidas o aceptar dolorosamente que por ahora no las hay y permanecer atentos- bíblicamente “vigilantes”- a la brisa; que es en la brisa discreta y no en lo altisonante y llamativo que se deja percibir Dios.
Esto no implica rechazar los deseos de bien, de salud, de belleza, sino animar a que broten desde la realidad compleja y “crezcan desde el pie” o “desde la cruz”, si prefieren.
Somos seres deseantes, insatisfechos y soñadores, eso es muy bello; para las personas religiosas, esos deseos hondos son huella de lo divino, revelan la presencia de Dios visible en la zarza que arde sin consumirse. Vamos descubriendo esos deseos de plenitud como promesas a lo largo de la historia y son los que nos mueven a caminar.
Ser humanos es atrevernos a lanzamos siempre más lejos; no nos detienen “imposibles”. Eso es maravilloso y muchas veces heroico. No me refiero sólo a hazañas que narran los libros, sino también a la heroicidad cotidiana de “los santos de la puerta de al lado” que no claudican.
Pero los sueños que no son meras idealizaciones o quimeras, los sueños que nacen de deseos profundos, están entretejidos, a veces enredados, con la realidad, esa dura que también revela grandes posibilidades. El ser humano es el único olmo del que podemos esperar peras. Pero como todo árbol puede dar frutos si está enraizado, encarnado, históricamente situado.
Pongo un ejemplo de esta semana, una semana muy dura y sin embargo con presencia de brisas que alientan la espera y la esperanza activa. Fue la semana de “la multiplicación de los panes en el tiempo del corona virus”, así llamó un sacerdote a la proliferación de ollas populares. Y en una de ellas vimos otro milagro, justo el día en que se leía el pasaje del paralítico de Betesda o Betsaida (Jn. 5, 1-16):
Un hombre joven que vivía en situación de calle en el Cerro -un barrio de Montevideo- en la mañana percibió mucho movimiento a su alrededor, algunos vecinos que sacaban mesas, traían cajones, hablaban alto. Se levantó de su postración de meses o años y se acercó. Alguien le dijo, “¿querés ayudar? Tomá guantes y tapa bocas y empezá a cortar verdura”.
Como el hombre del Evangelio, este se acercó a la fuente, se levantó, cocinó con otros, sirvió, y ¡quedó curado! Ese plato de comida después de una larga mañana de trabajo, después de ofrecerlo a tantos otros, supo a manjar mucho tiempo postergado, quizá supo a madre, seguro supo a sudor, supo a lágrimas, cuando los vecinos lo llamaron por su nombre olvidado y le dijeron “gracias hermano, mañana otra vez empezamos temprano”.
Porque está oscuro, es difícil y duele, encendemos otra vez la pequeña luz de la esperanza.