Comparto una historia mínima que revela una hermosa y conmovedora imagen de Dios, frente a otras tan mezquinas que fueron fraguándose en el tiempo y aún perviven. Más aún, siguiendo a quienes buscan hoy parábolas y metáforas para referirse a Dios, me atrevo a proponer esta: Dios es aquel que atesora los mejores momentos para regalárnoslos.
Cuando Gerardo tenía 12 años su familia de emigrantes volvió a emigrar. El desgarro fue muy grande para todos, pero quizá por ser él el menor vivió tan profundamente el desarraigo que aún hoy -cuarenta y cinco años después- vive la nostalgia del país de su infancia. Formó una hermosa familia y hace de su vida una celebración de la amistad, pero cada noche vuelve con su corazón por unas horas al país de origen a leer noticias y a escuchar su música.
El día en que se cayeron las redes sociales, no pudo comunicarse por whatsapp, entonces me escribió por correo electrónico y aún bromeó: “quién sabe si no volvamos a escribir cartas en papel y enviarlas con sobre y sellos”. Además de noticias de la familia tenía esa noche una historia mínima para contarme que no podía esperar. Pero Gerardo con su añoranza del paisito y su carta de esa noche, es apenas el actor secundario, el protagonista de esta historia es el peluquero. Él nos revela algo de cómo es Dios en su Amor extraño y gratuito.
El peluquero del barrio de aquella ciudad a donde llegó el niño con su familia a empezar de nuevo, con el dolor del desarraigo a cuestas, fue su primer amigo aunque era diez años mayor. A ambos les gustaba tocar la guitarra y cantar, cuando no había clientes practicaban y se enseñaban canciones en los dos idiomas. Si había clientes igual podía permanecer horas allí, podía hablar y conjugar mal los verbos sin recibir burlas, quizá por eso fue su primer amigo. No sólo podía hablar y ser escuchado, había algo de “casa del encuentro” en esa peluquería, una Betania, que intuía su corazón.
Se cortó el cabello durante muchos años con el mismo peluquero, pero dejó de necesitarlo muy joven, pues quedó “pelado”. Entonces encontró otra razón para ir a la peluquería: llevar a Lorenzo, su hijo menor, aunque allí a veces había que esperar pues los clientes eran muchos. Pasaron los años, el hijo creció y se le acabaron las excusas para ir a la peluquería.
El día que se cayeron las redes, el peluquero con sesenta y tantos años fue a visitar a Gerardo a su trabajo, se presentó tímidamente, no quería interrumpirlo, pero quería contarle que a fin de año se jubila, que estaba ordenando todo para cerrar la peluquería. “Lo recibí con todos los honores, como se recibe a un viejo amigo”. Pero había algo más, una sorpresa que lo conmovió profundamente. El peluquero estaba allí no sólo para contarle que se jubilaba, le dijo que estaba entregando a los antiguos clientes algo que había atesorado. Entonces le entregó un sobre muy prolijo que contenía dibujos, hechos evidentemente por niños, cada hoja con nombre y fecha… ¡Había ido a regalarle los dibujos que Lorenzo había hecho en su peluquería siendo niño! Ahora tiene 22 años.
Cuando iban niños a atenderse o acompañar a sus padres, el peluquero les daba hojas y colores para que pintaran mientras esperaban, lo cual les gustaba mucho, claro. Pero era difícil imaginar que esos dibujos no fueran tirados al terminar la jornada en una papelera, menos que el hombre los identificara con la fecha y el nombre del niño autor y los guardara prolijamente. ¿Por qué o para qué hacía ese acopio? ¿Acaso los contemplaba alguna vez y sonreía con ternura? ¿O lo hacía ya esperando y soñando ese día del regalo? Nos queda en el misterio.
La carta de mi amigo terminaba así: “Yo tenía la piel erizada de tanta emoción, asombrado por este hombre que, no solo no tiró los dibujos de la época, los guardó con amor y ahora vino a propósito a dármelos… me parece cosa de otra época y capaz de otro planeta”.
Recibí la historia mínima cargada de su asombro y emoción, pero no sólo los compartí imaginando la escena y el abrazo de estos hombres, uno de cincuenta y pico y otro con diez más a punto de jubilarse, sino que inmediatamente interpreté la historia como una metáfora de Dios. Ese gesto que parece cosa de otra época y hasta de otro planeta, es una lente que nos permite asomarnos a cómo veía Jesús a su Abba y que expresaba como “reinar de Dios”.
El peluquero de Gerardo, de Lorenzo y de tantos, pues ha trabajado casi cincuenta años, es “presencia y figura” del Amor inefable de Dios, al decir de San Juan de la Cruz. Existen y son “evangelio” vivo, varones y mujeres que hacen carne ese Amor y lo comparten -para quienes tengan sensibilidad a esos susurros- de modo oblativo, generoso, sin cálculos, con gestos así extraños, como “de otro planeta”.
¡Así es Dios! atesora amorosamente los garabatos de nuestra vida, nuestros trazos firmes y los vacilantes, pinceladas que ni recordamos, nuestros torpes ensayos de hacer de nuestra vida una bella obra de arte… y sin duda Dios cuida con primor esos mejores dibujos, inspirados y mágicos. Qué hermoso saber que nuestros trazos no van a la papelera, que nuestras vidas no caen en saco roto, que Alguien las recoge. Qué bueno es saber que ninguna vida es en vano, que ningún gesto de amor se pierde, que ni la senilidad propia, ni ningún poder violento ajeno, puede arrebatar los trazos de una vida, ¡que de todas hay “memoria eterna”!
En un pasaje Lucas narra que al volver de la misión los discípulos estaban felices por sus resultados, pero Jesús le dice: “Alégrense más bien porque sus nombres están escritos en el cielo” (Lc. 10, 20) Y a continuación señala que lleno del Espíritu Santo alabó al Padre “porque has revelado estas cosas a los pequeños” (v 21). Sin duda se reveló al peluquero que no se burlaba del niño que conjugaba mal los verbos, al que enseñaba y aprendía canciones, al peluquero que daba oportunidad a los niños de dibujar y con exquisita sensibilidad luego guardaba sus obras. Y no me cabe duda que ese hombre revela a Dios, sabiéndolo o no.
Ese acopio amoroso de Dios-Abba-Madre, no es para un juicio, como algunos aún temen, sino para un gran regalo cuando cerremos estos ojos para entrar a la Luz-Amor definitivos. Pero también es ya un regalo disponible, “a la mano”, sólo hay que recoger y unir los trazos para verlos todos, como aquellos besos recortados por la censura en el bellísimo film Cinema paradiso. “Basta con mirar y escuchar (historias mínimas), para escuchar tu Palabra…”