Las
viejas compuertas de la Iglesia crujen y hasta amenazan fractura cada vez que
el papa Francisco hace algún intento por abrirlas siquiera un poco. Después de
tres semanas de discusiones, el Sínodo sobre la Familia se cerró sin responder
a las expectativas creadas. Ni
los divorciados vueltos a casar podrán recibir la comunión de forma generalizada –el texto
solo pide más comprensión hacia ellos y que se analice cada caso “sin dar
escándalo”— ni la jerarquía de la Iglesia parece asumir el mensaje de apertura
de Jorge Mario Bergoglio.
En su discurso final, el Papa acusó a cardenales y
obispos de utilizar “métodos no del todo benévolos” para solventar sus diferencias
y advirtió a los más conservadores: “Los verdaderos defensores de la doctrina
no son los que defienden la letra sino el espíritu; no las ideas, sino el
hombre”.
Aunque el
documento final fue aprobado en su conjunto –cada uno de los 94 párrafos obtuvo
los dos tercios de apoyos necesarios--, tanto el duro discurso del Papa como la
ausencia de avances significativos en la postura de la Iglesia ante las que
considera “situaciones difíciles” –divorciados, parejas de hecho, homosexuales—
demuestran la
fractura que sigue existiendo entre una buena parte de la jerarquía católica y
Bergoglio. No hay
más que comparar los textos que el Vaticano distribuyó tras la clausura del
Sínodo.
El
documento final aprobado por los 270 padres sinodales parece un refrito del
catecismo y de teorías que ya defendía Juan Pablo II. Tan es así que se
considera un avance –en pleno siglo XXI—que el Sínodo pida que se eviten
“injustas discriminaciones” hacia los homosexuales y que “es necesario
acompañar a las familias con un miembro homosexual”, como si se tratara de una
desgracia. Sobre si levantar o no el veto para que los católicos divorciados y
vueltos a casar puedan comulgar, el Sínodo tampoco se moja. Dice que se analice
caso por caso y “sin dar escándalo”. Una vez leída la ortodoxia absoluta del
documento final, el discurso del Papa solo puede ser interpretado como una
enmienda a la totalidad y, tal vez, una advertencia.
“El
primer deber de la Iglesia”, recordó Jorge Mario Bergoglio, “no es distribuir
condenas o anatemas sino proclamar la misericordia de Dios”. Y advirtió a los
que pretenden una uniformidad sin fisuras: “Lo que parece normal para un obispo
de un continente, puede resultar extraño, casi como un escándalo, para el
obispo de otro continente; lo que se considera violación de un derecho en una
sociedad, puede ser un precepto obvio e intangible en otra; lo que para algunos
es libertad de conciencia, para otros puede parecer simplemente confusión. En
realidad, las culturas son muy diferentes entre sí y todo principio general
necesita ser inculturado si quiere ser observado y aplicado”.
Francisco
también se refirió a los intentos por desestabilizar el Sínodo según las viejas
costumbres vaticanas de difundir maldades, filtrar documentos o hacer saltar
noticias bombas para distraer la atención. De todo ha habido desde que, hace
tres semanas, se inauguró el Sínodo. Lo primero fue la confesión de
homosexualidad de un prelado polaco de la Congregación de la Doctrina de la Fe.
Luego se distribuyó, debidamente falseada, una carta dirigida al Papa por un
grupo de cardenales descontentos con la metodología del Sínodo. Lo último fue
la difusión de una noticia –solo creíble para quien le interesara creérsela—de
que el Papa había volado en helicóptero del Vaticano a la Toscana para que un
médico japonés lo tratara de un tumor en el cerebro. A todos esos embrollos se
refería Jorge Mario Bergoglio cuando reprochó a sus príncipes de la Iglesia
utilizar “métodos no del todo benévolos” en sus luchas de poder.
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