¿Es el papa Francisco una
paradoja?
Jorge Bergoglio ha despertado la esperanza de que
otra Iglesia católica es posible. Su estilo al asumir el pontificado, su
lenguaje y su decisión de hacerse llamar Francisco remiten a la pobreza,
humildad y sencillez que predicaba Francisco de Asís.
EL País,
España. Hans Kung 10 MAY 2013 - 18:30 CET285 (1)
El papa
Francisco en un gesto de complicidad con una niña. / Alessandra Tarantino (AP)
¿Quién lo iba a pensar? Cuando tomé la pronta decisión
de renunciar a mis cargos honoríficos en mi 85º cumpleaños, supuse que el sueño
que llevaba albergando durante décadas de volver a presenciar un cambio
profundo en nuestra Iglesia como con Juan XXIII nunca llegaría a cumplirse en
lo que me quedaba de vida.
Y, mira
por dónde, he visto cómo mi antiguo compañero teológico Joseph Ratzinger —ambos
tenemos ahora 85 años— dimitía de pronto de su cargo papal, y precisamente el
19 de marzo de 2013, el día de su santo y mi cumpleaños, pasó a ocupar su
puesto un nuevo Papa con el sorprendente nombre de Francisco.
¿Habrá
reflexionado Jorge Mario Bergoglio acerca de por qué ningún papa se había
atrevido hasta ahora a elegir el nombre de Francisco? En cualquier caso, el
argentino era consciente de que con el nombre de Francisco se estaba vinculando
con Francisco de Asís, el universalmente conocido disidente del siglo XIII, el
otrora vivaracho y mundano vástago de un rico comerciante textil de Asís que, a
la edad de 24 años, renunció a su familia, a la riqueza y a su carrera e
incluso devolvió a su padre sus lujosos ropajes.
Resulta
sorprendente que el papa Francisco haya optado por un nuevo estilo desde el
momento en el que asumió el cargo: a diferencia de su predecesor, no quiso ni
la mitra con oro y piedras preciosas, ni la muceta púrpura orlada con armiño,
ni los zapatos y el sombrero rojos a medida ni el pomposo trono con la tiara.
Igual de sorprendente resulta que el nuevo Papa rehúya conscientemente los
gestos patéticos y la retórica pretenciosa y que hable en la lengua del pueblo,
tal y como pueden practicar su profesión los predicadores laicos, prohibidos
por los papas tanto por aquel entonces como actualmente. Y, por último, resulta
sorprendente que el nuevo Papa haga hincapié en su humanidad: solicita el ruego
del pueblo antes de que él mismo lo bendiga; paga la cuenta de su hotel como
cualquier persona; confraterniza con los cardenales en el autobús, en la
residencia común, en su despedida oficial; y lava los pies a jóvenes reclusos
(también a mujeres, e incluso a una musulmana). Es un Papa que demuestra que,
como ser humano, tiene los pies en la tierra.
Todo eso
habría alegrado a Francisco de Asís y es lo contrario de lo que representaba en
su época el papa Inocencio III (1198-1216). En 1209, Francisco fue a visitar al
papa a Roma junto con 11 hermanos menores (fratres minores) para
presentarle sus escuetas normas compuestas únicamente de citas de la Biblia y
recibir la aprobación papal de su modo de vida “de acuerdo con el sagrado
Evangelio”, basado en la pobreza real y en la predicación laica. Inocencio III,
conde de Segni, nombrado papa a la edad de 37 años, era un soberano nato:
teólogo educado en París, sagaz jurista, diestro orador, inteligente
administrador y refinado diplomático. Nunca antes ni después tuvo un papa tanto
poder como él. La revolución desde arriba (Reforma gregoriana) iniciada por Gregorio
VII en el siglo XI alcanzó su objetivo con él. En lugar del título de “vicario
de Pedro”, él prefería para cada obispo o sacerdote el título utilizado hasta
el siglo XII de “vicario de Cristo” (Inocencio IV lo convirtió incluso en
“vicario de Dios”). A diferencia del siglo I y sin lograr nunca el
reconocimiento de la Iglesia apostólica oriental, el papa se comportó desde ese
momento como un monarca, legislador y juez absoluto de la cristiandad... hasta
ahora.
Pero el
triunfal pontificado de Inocencio III no solo terminó siendo una culminación,
sino también un punto de inflexión. Ya en su época se manifestaron los primeros
síntomas de decadencia que, en parte, han llegado hasta nuestros días como las
señas de identidad del sistema de la curia romana: el nepotismo, la avidez
extrema, la corrupción y los negocios financieros dudosos. Pero ya en los años
setenta y ochenta del siglo XII surgieron poderosos movimientos inconformistas
de penitencia y pobreza (los cátaros o los valdenses). Pero los papas y obispos
cargaron libremente contra estas amenazadoras corrientes prohibiendo la
predicación laica y condenando a los “herejes” mediante la Inquisición e
incluso con cruzadas contra ellos.
Pero fue precisamente Inocencio III el que, a
pesar de toda su política centrada en exterminar a los obstinados “herejes”
(los cátaros), trató de integrar en la Iglesia a los movimientos
evangélico-apostólicos de pobreza. Incluso Inocencio era consciente de la
urgente necesidad de reformar la Iglesia, para la cual terminó convocando el
fastuoso IV Concilio de Letrán. De esta forma, tras muchas exhortaciones, acabó
concediéndole a Francisco de Asís la autorización de realizar sermones
penitenciales
No hay comentarios:
Publicar un comentario