Queridos/as hermanos/as.
Yo no conocía este relato del médico que lo asistió a Carlos
Mugica. Es conmovedor.
Los abrazo, Carlos cp
Los
últimos minutos de Carlos Mugica
por Larcade Suffern, Marcelo
Uno de los médicos que recibió al padre Carlos Mugica
luego que de fuera gravemente herido en 1974 relata la conmovedora experiencia
de haberlo atendido en el Hospital J.F. Salaberry.
A pesar de ser una fecha lejana, recordar el 11 de mayo
de 1974 me produce una conmoción no ligera. Desencadena en mí una serie de
procesos y recuerdos, de imágenes imborrables, con muchos interrogantes. La
verdad se conoció parcialmente; los cómplices y responsables se encargaron de
embarrar la cancha, borrando rastros de los ideólogos.
Era un sábado a la tarde de un otoño avanzado. Había
lloviznado casi todo el día y yo tenía guardia en el Hospital J.F. Salaberry,
con el trabajo habitual para la hora y el día de la semana. Estábamos terminando
de operar y luego nos reuniríamos en el pabellón de la Guardia para cenar, uno
de los pocos momentos en que compartíamos la mesa los integrantes del
servicio. Recuerdo a algunos de los médicos que trabajamos esa noche: el doctor
Alberto Itcovici, cardiólogo y amigo personal, que fue quien recibió al herido,
lo evaluó y asistió hasta el último momento, el doctor Ricardo Puiszo y el
doctor Montoya, anestesiólogo.
De pronto nos avisaron en el quirófano que acababan de
llegar dos pacientes en estado grave, con heridas de bala en tórax y
abdomen. Eran épocas muy terribles, no podíamos ni queríamos acostumbrarnos a
semejante violencia, pero se imponía la realidad. En contados minutos estaban
hechos los estudios preoperatorios para pretender resolverlos
quirúrgicamente.
En los alrededores de la sala de operaciones nos
esperaba un público desconocido, prepotente, alejado del respeto que el ambiente
médico pretende siempre. La regla de que el quirófano es sagrado, silencioso y
obediente a la mirada del equipo quirúrgico no era respetada. Una gran cantidad
de personas totalmente desconocidas, muchas armadas, nos rodeaba en ese
lugar.
Cuando me acerqué a los pacientes, vi que se trataba de
un sacerdote y de su amigo; habían sido atacados al salir de la misa en la
parroquia cercana de San Francisco Solano (entre Villa Luro y Mataderos). Era el
padre Carlos Mugica, a quien conocía y admiraba por su acción por los pobres, y
otro hombre, ambos con heridas múltiples.
La evaluación preoperatoria con los estudios realizados
a ambos, me indicaba que debía operar en primer término al más grave, que era
Carlos Mugica, mientras un equipo se encargaría de evacuar el hemoneumotórax del
otro paciente.
El padre Mugica, que se encontraba consciente y lúcido,
me pidió que operara en primer término a su compañero, Ricardo Capelli, con
varias perforaciones de bala en tórax izquierdo y compensado, mientras él
continuaba confesándose con su amigo, el padre Vernazza.
Por mi experiencia como médico puedo asegurar que Mugica
no era un paciente aferrado a la vida. Tenía fuerzas para gritar pero no lo
hacía; tenía fuerzas y motivos para quejarse, pero no lo hacía. Era notable la
aceptación de lo que le tocó, sin quejas de dolor ni de angustia. He atendido a
muchas personas de Iglesia (sacerdotes, religiosas, laicos comprometidos con su
cristianismo) que mueren con una alegría que me sorprende. Mugica era uno de
ellos… Tenía una gran tranquilidad, absoluta; no se quejaba ni culpaba a nadie.
Que un paciente de tamaña gravedad, desangrándose y lúcido, propusiera ceder su
lugar a un semejante, nos llevó a comprender lo que estábamos viviendo, nos
encontrábamos en presencia de un cristiano comprometido hasta el final, que
cedía su lugar, con prioridad indiscutible, ante un prójimo.
Mi insistencia en operar en primer término al padre
Mugica se basaba, además de ser lo que correspondía por la buena práctica, en
que comenzaba a descompensarse por la magnitud de las lesiones graves que le
había producido el ataque a quemarropa con proyectiles de gran
calibre.
Dada su insistencia y sin pérdida de tiempo operé a
Ricardo Capelli, y acto seguido llevamos a Carlos Mugica al quirófano que ya
estaba preparado.
Su
hipotensión (baja presión), la dificultad para compensarlo y la gravedad de las
lesiones producidas en tórax y abdomen comenzaron a imponernos la realidad. A
pesar de detener la hemorragia y reparar las lesiones, la reposición de sangre y
líquidos no era suficiente. Con cada minuto que pasaba era más complicado y
difícil mantener los parámetros vitales (tensión arterial, frecuencia cardíaca,
perfusión y oxigenación de tejidos vitales). Todo ello en un ambiente sumamente
tenso, con dificultad para expresar emociones e invadido por desconocidos cuya
función presentíamos: tener la certeza de que lo actuado había sido contundente
y efectivo.
El primer paro cardíaco fue revertido y seguido por una
transitoria recuperación que no duró mucho. El fin terrenal del padre Carlos
Mugica y su paso a la Casa del Padre no se hizo esperar.
La certeza que buscaban los desconocidos, prepotentes e
inhumanos asistentes de este martirio del siglo XX, se había producido con el
dolor desgarrador de una mayoría que lloró y continúa llorando y recordando al
padre Mugica, un santo contemporáneo de carne y hueso.
Cuando
me dijo, más de una vez, “atendélo a él”, lo decía convencido. Como médico nunca
lo he visto. Sólo puedo imaginarme a una madre diciendo algo así en relación a
su hijo.
Vivió la muerte como un paso de la vida. Eso lo pude ver
y palpar, y es conmovedor.
"No acepten lo habitual como cosa natural, pues en
tiempos de confusión generalizada, de arbitrariedad consciente, de humanidad
deshumanizada, nada debe parecer imposible de cambiar"
Bertolt Brecht
deshumanizada, nada debe parecer imposible de cambiar"
Bertolt Brecht
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