El papa Francisco les dijo a los cardenales el domingo 15 de febrero:
“Nos encontramos en la encrucijada de estas dos lógicas: la lógica de
los doctores de la ley, o sea, alejarse del peligro apartándose de la
persona contagiada; y la lógica de Dios que, con su misericordia, abraza
y acoge reintegrando y transfigurando el mal en bien, la condena en
salvación y la exclusión en anuncio”. Esto es lo que dijo el papa. Lo
que pasa es que ni nos enteramos del todo de lo que Francisco quiso
decir. Y menos aún entendemos las consecuencias que lleva consigo asumir
de veras la “lógica de Dios”.
La “lógica de Dios” es el meollo del
Evangelio. Esto supuesto, la pregunta que tendríamos que afrontar es
ésta: ¿nos puede sacar el Evangelio del atasco en que estamos metidos?
Me refiero a la crisis y al atasco económico, social, político,
cultural, jurídico y sobre todo ético en que nos tiene estancados y
hundidos esta maldita crisis.
Así las cosas, yo me pregunto si el Evangelio nos podrá sacar de
este atasco. Porque está visto que la economía y sus magnates, la
política y sus gestores – al menos hasta ahora – ni nos sacan del
atasco, ni dan visos de querer, incluso poder, sacarnos. ¿Podrían
hacerlo? Hay quienes piensan que sí. Pero, ¿podrán hacerlo, tal como
están las cosas? Sinceramente, lo veo muy difícil. Extremadamente
difícil, al menos en varios años, que quizá van a ser demasiados años.
¿Por qué? Yo no soy economista. Pero no estoy ciego. Y lo que veo es que
la economía mundial funciona de tal manera, que, cada año que pasa, la
riqueza mundial se va concentrando más y más en menos y menos personas.
Con lo cual la desigualdad entre unos pocos (muy pocos) ricos y el resto
de los habitantes del planeta es increíblemente asombrosa.
Instituciones de ámbito mundial muy autorizadas nos dicen que el uno por
ciento de los habitantes del planeta acumula ya tanta riqueza como el
noventa y nueve por ciento restante. Ahora bien, una sociedad tan
asombrosamente desigual es inevitablemente una sociedad, no sólo
estancada, sino sobre todo desquiciada y sin futuro.
Pero no es esto lo peor. Lo más grave del asunto es que, en las
sociedades democráticas, en que vivimos, la gente sigue votando a
quienes nos han llevado a este desastre total. Y esos votantes quieren
que nos sigan gobernando los mismos que nos han llevado a esta ruina y
al futuro tan dudoso y sombrío que nos espera. Los mecanismos del
sistema (no los pàrtidos) hacen posible este desquiciamiento aterrador. Y
no sólo lo hacen posible, sino que hasta lo hacen inevitable. Porque
han llegado a producir un modelo de sociedad, una gestión del poder y un
estilo de vida al que nos hemos acomodado y que – aquí está el secreto y
la clave del asunto – nos resulta irresistiblemente seductor. Ya no es
el “poder opresor” el que nos domina. Es el “poder seductor” el que hace
con nosotros lo que quiere y lo que le conviene. Teniéndonos y
manteniéndonos convencidos de que somos libres, más libres que nunca. Y
persuadidos, además, de que esto no puede ser de otra manera. Porque es
“el mejor estado de cosas” que se ha inventado hasta ahora. Nos han
metido en la cabeza que este modelo (de economía y de política), hoy por
hoy, no tiene alternativa.
Por todo esto digo que veo muy difícil que, al menos por ahora,
salgamos de este atasco en el que estamos metidos. Y en el que, además,
nos sentimos a gusto. Precisando más, estamos a gusto los que hacemos
falta para apuntalar, mantener, asegurar y hacer que dure este sistema
canalla, que tanto sufrimiento, tanta violencia y tanta desvergüenza
sigue produciendo, y acumulando de día en día. Por supuesto, hay
millones de criaturas que ya no pueden más. Pero también, para esos
desamparados del sistema, hay “bancos de alimentos” y otras “ayudas” por
el estilo. Para que sigan aguantando y no alboroten demasiado. Por eso
insisto en mi pregunta: ¿podremos salir de este atasco? Esta es la
cuestión que no me deja en paz.
Llegados a este punto, a muchos les parecerá ridículo el solo hecho
de preguntarse si el Evangelio nos podrá sacar de este atasco. Podrá,
por supuesto y en el mejor de los casos, atraer a los “alejados” y a los
“excluidos” para que se acerquen a la Iglesia. Y eso, sin duda, es
bueno. Es necesario. Más aún, es urgente. Pero con eso nada más no
cambiamos el sistema. Ni, por tanto, salimos de la crisis. Sinceramente y
pensando en serio, ¿puede el Evangelio modificar el camino que lleva la
economía, la cultura, la sociedad y la historia?
Hace más de medio siglo, el profesor de la Universidad de Oxford, E.
R. Dodds, nos recordó cómo, en el imperio romano, en el largo período
que medió entre Marco Aurelio y Constantino (del a. 161 al 306), se
extendió por el mundo occidental la más grave crisis de su historia. Los
ciudadanos de aquel enorme imperio se daban cuenta de que todo se
desmoronaba: el mismo Imperio, las instituciones, la vida social, la
economía y la religión, todo se venía abajo. Así cundió lo que el mismo
Dodds denominó “una época de angustia”. Y fue en esta dura situación en
la que ya, por primera vez, el Evangelio, no vivido como una religión
de ritos, normas morales, promesas eternas, convento y sacristía, sino
como “una conciencia nueva de sí mismo” que modificó aquella cultura,
fue el factor determinante de una recuperación que ahora no estamos en
condiciones de imaginar.
Fue entonces cuando el cristianismo se presentó “como una fe que
merece la pena vivir porque es también una fe por la que merece la pena
morir”. Así lo reconocieron, a pesar de sí mismos, hombres como Luciano
(Peregr., 13), Marco Aurelio (11, 3), Galeno (R. Walzer, Galen and
Jesus…, 15) y Celso (Orígenes, Contra Cels. 8, 65). Por otra parte, es
notable que aquellos cristianos, por la fuerza del Evangelio, llamaron
poderosamente la atención porque estaban abiertos a todos. No hacían
distinciones sociales: aceptaban al obrero manual, al esclavo, al
proscrito y al ex criminal. Todo el mundo encontraba acogida en cada
grupo o comunidad de cristianos. Nadie era censurado, ni enjuiciado. De
forma que, como bien notó Cipriano, en la comunidad cada cual se
encontraba igual o mejor que en su propia casa (Ad Donat. 4 y 14). Es
verdad que, durante el s. II e incluso el III, el cristianismo era aún
en gran medida un “ejército de desheredados” (A. D. Nock). Pero también
es cierto que los beneficios que acarreaba el Evangelio, vivido en
serio, no se reducían a ofrecer esperanzas para el otro mundo. Cada
grupo, cada “iglesia local”, poseía un sentido comunitario más fuerte
que cualquier otro grupo laico o religioso (sobre todo las religiones de
Mitra e Isis de aquel tiempo).
Así, los creyentes en Jesús se sentían unidos no sólo por unos ritos
comunes, sino sobre todo por una forma común de vida, cosa que ya
percibió Celso (Orígenes, o. c., 1, 1). Y también unidos por el mismo
peligro que juntos corrían (E. R. Dodds). Su pronta disposición para
prestar ayuda a quien la necesitase es cosa que quedó atestiguada no
sólo por los autores cristianos, sino incluso por el mismo Luciano
(Peregr., 12 s). Ya a comienzos del s. III, Tertuliano hace, en una
apología pública y dirigida a los gobernantes, la audaz afirmación según
la cual los cristianos “lo tenían todo en común, excepto la esposa de
cada cual” (“AOmnia indiscreta sunt apud nos praeter uxores”. Apol.39,
11).
Pero, como bien nota Dodds, más importante que los beneficios
materiales era el sentimiento de grupo que la fe en Jesús estaba en
condiciones de fomentar. Los modernos estudios sociológicos nos han
familiarizado con la universalidad de ese “sentimiento de grupo” como
algo absolutamente necesario para el individuo, así como con las formas
inesperadas en que esa necesidad puede influir sobre la conducta humana,
particularmente sobre los individuos desarraigados en las grandes
ciudades. Epicteto (3.13.1-3) nos ha descrito el horrible desamparo que
puede experimentar un hombre en medio de sus semejantes. Y el mismo
Dodds nos describe con admirable sencillez y profundidad cómo debió de
vivirse aquel desamparo. “Debieron ser muchos los que experimentaron
ese desamparo: los bárbaros urbanizados, los campesinos llegados a las
ciudades en busca de trabajo, los soldados licenciados, los rentistas
arruinados por la inflación y los esclavos manumitidos. Para todas estas
gentes, el entrar a formar parte de la comunidad cristiana debía de ser
el único medio de conservar el respeto hacia sí mismo y dar a la propia
vida algún sentido. Dentro de la comunidad se experimentaba el calor
humano y se sentía la prueba de que alguien se interesa por nosotros, en
este mundo y en el otro”. Y termina el insigne estudioso de la
antigüedad: “Los cristianos eran “miembros unos de otros” en un sentido
mucho más que puramente formal”. Con esta conclusión final:”Pienso que
ésta fue una causa importante, quizá la más importante de todas, de la
difusión del cristianismo” (Paganos y cristianos en una época de
angustia, Madrid, 1975, 179).
Reflexión conclusiva
¿Seria esto posible en este momento? Mi modesto punto de vista es
que, no sólo es posible, sino que es tan necesario que, a mi manera de
ser, es la salida que nos queda. No digo que todos nos hagamos
cristianos. Lo que digo es que el Evangelio, en el que tanto insiste el
papa Francisco, es la salida que nos queda. Hoy ya no manda en el mundo
lo que es más noble en la condición humana, la bondad, la honradez, la
justicia, el amor y la ternura. No. Lo que manda sobre nosotros es la
tecnología y sus mil artilugios, utilizados en interés de los potentados
que lo manejan todo para su propio provecho.
¿Qué hacer? Vamos a fiarnos del gran líder mundial que ha surgido,
que no es otro que el papa Francisco. Este papa repite constantemente
que el Evangelio de Jesús es lo que nos puede sacar de este atasco que
nos tiene paralizados en la falsa idea de que estamos saliendo y vamos
adelante. Si la Curia Vaticana, si el Episcopado mundial, si el clero y
los religiosos/as, si las parroquias…, las comunidades y grupos
cristianos, todos y todas, dejamos de lado nuestros intereses y
conveniencias, y nos centramos en organizanos como grupos humanos en los
que todo el mundo encuentra acogida, protección, ayuda, respeto, y
sobre todo verdadero cariño, por ahí iremos viendo la luz de un
Evangelio con menos carga de religión y costumbres de tiempos pasados, y
más fuerza para hacer presentes y tangibles las tres preocupaciones que
centraron la vida y las enseñanzas de Jesús; la salud para todos/as, la
alimentación para todos/as, y las mejores relaciones humanas de que
somos capaces. Lo demás vendrá por sí solo.
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