lunes, 25 de septiembre de 2017

UN SIMBOLO, Monseñor ROMERO


El 24 de marzo se cumplió el 25 aniversario del asesinato de monseñor Oscar A. Romero, arzobispo de San Salvador (El Salvador), mientras celebraba la misa en la capilla de un hospital salvadoreño. Desde el primer momento todos los indicios apuntaron al Mayor Roberto D’ Abuisson, creador de de los escuadrones de la muerte, como responsable del asesinato. ¿Por qué mataron a un arzobispo en un país tan católico como El Salvador? Es la pregunta que muchas personas nos hicimos al enterarnos de tal vil e inmisericorde asesinato.

Durante muchos años de trabajo pastoral Monseñor Romero había sido un sacerdote y un obispo conservador, espiritualista, obediente a Roma y apenas sensible a las situaciones de injusticia de ese pequeño país centroamericano controlado por 14 familias. Precisamente por su sumisión al Vaticano fue nombrado arzobispo de San Salvador en 1977. Pero muy pronto, al entrar en contacto con la realidad, se fue produciendo en él un cambio profundo, radical, lo que en lenguaje cristiano se llama “conversión”, como ha sucedido en el caso de otros muchos sacerdotes y obispos latinoamericanos.
El desencadenante de su transformación fue el asesinato de Rutilio Grande, jesuita comprometido en la defensa y la concientización de los pobres en la aldea campesina de Aguilares. “Si le han asesinado por lo que hizo, yo tengo que seguir el mismo camino. Rutilio me ha abierto los ojos”, fue su comentario ante el cadáver del jesuita asesinado. A partir de ese momento decidió no participar en ningún acto del gobierno mientras no se investigase el crimen y no dejó de levantar su voz profética en clave de denuncia contra el gobierno y contra la clase dominante, que quiso comprarlo sin conseguirlo.
Después vinieron los asesinatos de otros sacerdotes, la represión generalizada contra la Iglesia católica, la sistemática transgresión de los derechos humanos y las masacres contra poblaciones civiles indefensas. Denunció los abusos del gobierno, que legitimaba la violencia y se había convertido en la encarnación del mal. Violencia institucional, estructural, sistemática, represiva, injustificada. Condenó la violencia del Ejército contra los líderes políticos, religiosos y sindicales defensores de los derechos humanos y críticos del sistema represivo. Denunció las estructuras injustas del país. Defendió el cambio de estructuras, y no sólo la reforma. Y todo ello sin violencia, ni de pensamiento, ni de palabra ni de obra, sólo a través de la palabra en sus homilías pronunciadas cada domingo en la catedral y de la radio de la diócesis, que, según avanzaba la represión, se hacían cada vez más críticas y proféticas e iluminaban la mente de muchos compatriotas.
Papel fundamental jugaron en el cambio de monseñor Romero los teólogos de la liberación Ignacio Ellacuría, rector de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) asesinado en 1989, y Jon Sobrino, actualmente director del Centro Teológico Monseñor Romero. Ellacuría le facilitaba los datos sociológicos para un mejor conocimiento de la realidad sociopolítica y el ulterior análisis. “Con monseñor Romero Dios pasó por El Salvador”, acostumbraba a decir Ellacuría. Sobrino le proporcionaba las claves para una interpretación teológica de la realidad y para una praxis liberadora en el infierno de la muerte en que se había convertido el país.
Los primeros alarmados ante el cambio de actitud de Romero fueron el propio Nuncio del Vaticano y la clase pudiente, quienes coincidieron en el diagnóstico: nos hemos equivocado nombrándolo arzobispo; se ha convertido a los pobres, y no le habíamos nombrado para eso, sino para que mantuviera la Iglesia de El Salvador fiel a Roma
A medida que iba comprometiéndose en la defensa de los derechos humanos y en la denuncia del gobierno y del ejército, el Vaticano se distanciaba más y más de él, le daba la espalda e incluso tendía a deslegitimar, o al menos a cuestionar, su actuación profética. En sólo 18 meses tuvo que recibir a tres visitadores apostólicos que, con actitud detectivesca, buscaban testimonios contrarios a monseñor Romero para justificar su destitución como arzobispo. En los informes de los visitadores pesaban los informes negativos que los testimonios favorables a monseñor.
Tras ser elegido papa Juan Pablo II, solicitó una “audiencia” en Roma para informar de la dramática situación de El Salvador y de su trabajo por la reconciliación. La burocracia vaticana le hizo esperar varias semanas hasta ser recibido por el papa. El encuentro no pudo ser más decepcionante, según el teólogo alemán Martin Maier -gran conocedor de El Salvador, donde hizo su tesis doctoral en teología con Jon Sobrino- en su libro Oscar Romero. Mística y lucha por la justicia (Herder, Barcelona, 2005).
Juan Pablo II, que había recibido previamente informes muy negativos sobre Romero, le despidió con un mensaje descorazonador y muy poco acorde con el evangelio: “Trate de estar de acuerdo con el gobierno”. Lo que el papa le estaba pidiendo era la renuncia a la denuncia profética, la alianza con el político represor del pueblo. Nada que ver con la actitud crítica de Jesús contra las autoridades religiosas y políticas de su tiempo.
El arzobispo de San Salvador salió llorando de la audiencia y comentó: “El papa no me ha entendido, no puede entender, porque El Salvador no es Polonia”. Era verdad, Juan Pablo II nunca entendió a Romero, a diferencia de Pablo VI, que le alentó en su trabajo de evangelización liberadora y pacificadora. Como tampoco entendió a las comunidades eclesiales de base ni a los teólogos y teólogas de la liberación.
En enero de 1980, poco antes de su asesinato, tuvo lugar un nuevo encuentro entre Romero y el Papa, que bien puede calificarse de agridulce. Le invitó a seguir defendiendo la justicia social y a optar de manera preferencial por los pobres, pero alertándole sobre los peligros de que se infiltrara el marxismo en la Iglesia y socavara la fe del pueblo cristiano. A lo que Romero respondió que también había un anticomunismo, el de derechas, que defendía el capitalismo y perseguía a la Iglesia, y muy especialmente a los sacerdotes.
Sin el apoyo del Vaticano, en el punto de mira del gobierno salvadoreño y bajo la amenaza permanente del Ejército, lo que vino después no fue otra cosa que la crónica de una muerte anunciada. La gota que colmó el vaso fue la homilía pronunciada en la catedral el domingo 23 de marzo de 1980. Tras la lectura de una larga lista de los nombres de las víctimas de la violencia de la semana anterior, se dirigió al gobierno, al ejército y a los soldados en términos verdaderamente angustiosos y de súplica pidiéndoles que dejaran de matar a sus conciudadanos: “Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y, ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la Ley de Dios que dice: no matar. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios… Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla… Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado… La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el Gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas de tanta sangre”. Y terminó con esta llamada entre dramática y desesperada: “En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”.
Los jefes militares interpretaron estas palabras como una llamada a los soldados a la insumisión, a la desobediencia. Al día siguiente un oficial calificó de delito la homilía del arzobispo. Ese mismo día, en el momento de acercarse al alta para el ofrecimiento del pan y del vino, los asistentes a la ceremonia religiosa vieron cómo se desplomaba detrás del altar tras recibir un disparo. Mientras esto sucedía, los Estados Unidos del cristiano Reagan apoyaba con ingentes sumas de dólares al gobierno salvadoreño para atentar contra la ciudadanía indefensa y legitimaba con asesores militares la orden del Ejército de asesinar a sacerdotes.
La muerte de Romero no fue la de un héroe, sino la de un testigo, la de un profeta, la de un creyente en la resurrección: “Si me matan, resucitaré en el pueblo”, le declaraba a un periodista unos días antes de ser asesinado. Desde aquel 24 de marzo en que las balas terminaron con su vida, no cesaron de ponerse trabas a su beatificación y canonización, tanto por parte de un sector de la jerarquía salvadoreña como del Vaticano y de los políticos de entonces. Lo que no dejaba de sorprender a la vista de otras “turbo-canonizaciones”, como la de Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei.
Pero el pueblo salvadoreño, América Latina, los teólogos y las teólogas de la liberación, las comunidades eclesiales de base, las comunidades campesinas…. lo reconocieron como profeta y mártir y lo declararon san Romero de América. Un reconocimiento que fue ratificado por el papa Francisco con la beatificación en mayo de 2015.
37 años después de su asesinato, la figura de monseñor Romero no ha hecho más que crecer en el Salvador, en América Latina y en todo el mundo hasta convertirse, junto con Rutilio Grande, los jesuitas de la UCA, Elba y Celia, sacerdotes, religiosas y religiosos asesinados, en el símbolo de un cristianismo liberador y crítico del Imperio estadounidense que apoyó militar y económicamente al Gobierno y al Ejército en una guerra que costó cerca de cien mil muertos. Pedro Casaldáliga, otro obispo profeta y al borde del martirio muchas veces, inmortalizado la figura de Romero con este impactante poema: “Como Jesús, por orden del Imperio. ¡Pobre pastor glorioso, abandonado por tus propios hermanos de báculo y de Mesa…! Las curias no podían entenderte: ninguna sinagoga bien montada puede entender a Cristo… San Romero de América, pastor y mártir nuestro: ¡nadie hará callar tu última homilía”.
Juan José Tamayo-Acosta es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones “Ignacio Ellacuría” y director y coautor de San Romero de América, mártir de la justicia (Tirant lo Blanch, València, 2015)

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