Es bueno que nadie quiera ser el último. Y es mejor que todos queramos ser los primeros, aunque no lo digamos. Pero nos gustaría y lo anhelamos en secreto o incluso lo decimos sin rubor. Y digo que todo esto es bueno porque el deseo de superación es el motor del progreso, del crecimiento, del logro de tantas y tantas aspiraciones que harán un mundo más habitable y más feliz.
El problema que plantea este hecho, que acabo de indicar, está en que, como bien sabemos, el empeño por estar, ya sea por encima ya sea por delante, de los demás, es importante, es necesario. Pero ocurre que esta importancia y esta necesidad es, no sólo el motor del progreso, sino además e inevitablemente es también el motor de la desigualdad.
Pero, ¡atención!, lo digo una vez más: no es lo mismo la desigualdad que la diferencia. La diferencia es un hecho. La igualdad es un derecho. Hombres y mujeres son diferentes. Pero no por eso tienen que ser desiguales.
Pero, ¡atención!, lo digo una vez más: no es lo mismo la desigualdad que la diferencia. La diferencia es un hecho. La igualdad es un derecho. Hombres y mujeres son diferentes. Pero no por eso tienen que ser desiguales.
Así las cosas, el problema que brota de lo dicho está en que, cuando la diferencia está en el poder, tal como somos y nos comportamos los seres humanos, el que tiene más poder, por eso mismo suele (o al menos, puede) llegar a convencerse de que, por tener más poder que los demás, por eso mismo puede (o incluso debe) tener más derechos que los demás. Y si, por desgracia, sucede esto, ya está servido el conflicto con la consiguiente violencia y, si es preciso, la muerte.
Los políticos, los militares, los científicos, los juristas, los sociólogos…, cada cual, desde su especialidad, le da a este problema capital la solución que ofrecen los distintos saberes. Y no cabe duda que todos aportan elementos importantes para poner las cosas en su sitio. Y recuperar la ansiada paz y la más sana convivencia.
Pero tengo la impresión de que, con demasiada frecuencia, en este asunto – como en tantos otros – nos quedamos a medio camino. Lo que, en definitiva, equivale a pensar que estamos ante un problema que no tiene solución.
Pero tengo la impresión de que, con demasiada frecuencia, en este asunto – como en tantos otros – nos quedamos a medio camino. Lo que, en definitiva, equivale a pensar que estamos ante un problema que no tiene solución.
Yo, sin embargo, me resisto a resignarme con una conclusión tan pesimista. Porque no hemos tenido debidamente en cuenta lo más elemental: somos seres humanos. Antes que poderosos, sabios, fuertes, valientes, habilidosos y todo lo que Ustedes quieran, somos humanos. De ahí que, en sana lógica, lo primero que tenemos que cuidar y cultivar es nuestra propia humanidad.
Ahora bien, si esto efectivamente es así, desde mi profesión y mis muchos años de estudio en mi especialidad, que es la Teología, puedo (y debo) asegurar que lo primero y lo más importante que nos enseña el Evangelio, no es que seamos “muy religiosos”, sino que seamos “muy humanos”. Sí, cada día más humanos. En esto está el centro del Evangelio. Y el centro del cristianismo. El Dios del cristianismo es un Dios que se humanizó, en Jesús el Señor. Y en eso se tiene que centrar nuestro proyecto de vida: en ser cada día más humanos.
Ahora bien, si esto efectivamente es así, desde mi profesión y mis muchos años de estudio en mi especialidad, que es la Teología, puedo (y debo) asegurar que lo primero y lo más importante que nos enseña el Evangelio, no es que seamos “muy religiosos”, sino que seamos “muy humanos”. Sí, cada día más humanos. En esto está el centro del Evangelio. Y el centro del cristianismo. El Dios del cristianismo es un Dios que se humanizó, en Jesús el Señor. Y en eso se tiene que centrar nuestro proyecto de vida: en ser cada día más humanos.
Esto supuesto, la pregunta capital es ésta: ¿qué es lo que más nos humaniza? Esta pregunta no se responde desde el saber, sino desde la experiencia. Y la experiencia nos dice lo que dijo Jesús: “Los últimos serán los primeros” (Mc 10, 31; Mt 19, 30; Lc 13, 30). Los niños, los enfermos, los inválidos, los mendigos…, todos los que, según su condición, sólo tienen su limitada humanidad, ésos son los que nos hacen sentir y vivir nuestros mejores sentimientos humanitarios. El poder desencadena nuestra resistencia. Ante la debilidad nos humanizamos. Por eso, lo débil, lo último, lo pequeño está en el centro del Evangelio.
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