Yuval Noah Harari, brillante historiador y escritor judío, es también un pensador clarividente, muy informado de los últimos avances científicos y tecnológicos. En cada uno de sus libros (Homo Sapiens, Homo Deus, 21 Lecciones) exhibe una extraordinaria capacidad de análisis y de síntesis de la historia de nuestra especie y de nuestros retos de futuro, enormes, inminentes retos. Es un centinela atento que enciende señala peligros y las alarmas: ¿qué queremos que sea nuestra especie humana dentro de 50 o de 100 años?
Uno de nuestros mayores retos es la libertad. Pero ¿qué es la libertad? Casi siempre la identificamos con el “libre albedrío”, entendido como capacidad de tomar decisiones sin estar determinado por nada.
Uno de nuestros mayores retos es la libertad. Pero ¿qué es la libertad? Casi siempre la identificamos con el “libre albedrío”, entendido como capacidad de tomar decisiones sin estar determinado por nada.
Desengañémonos, esa libertad del libre albedrío es una quimera, insiste Harari, y todos los datos –psicológicos, sociológicos, biológicos, neurológicos– me inclinan a darle la razón en eso. Tiendo a pensar, como él, que todas nuestras decisiones son producto de mecanismos bioquímicos, de una cadena de reacciones químicas que determinan el desarrollo de un organismo vivo.
Cuando en la cabina de los colegios electorales, a solas y sin testigos escogemos la papeleta de un partido y la introducimos en un sobre que nadie podrá identificar, pudiera parecer que lo hacemos por libre albedrío. No es así. Nuestro voto es en realidad el resultado de infinitos factores –ideas, sentimientos, hormonas y todas nuestras decisiones anteriores– que hacen que mis neuronas se inclinen por este partido más bien que por otro. Lo que no equivale a decir, cosa que Harari no explicita, que nuestras decisiones se reduzcan a mecanismos bioquímicos o a una serie de operaciones matemáticas llamadas algoritmos. Pero esa es otra historia: cómo todo lo que emerge es más que las condiciones –átomos, moléculas, neuronas, hormonas…– de las que emerge. De menos sale más, aunque el menos y el más son categorías nuestras más que discutibles. Digamos que de lo viejo brota lo nuevo, y así sucede sin fin.
Pues bien, todos los vivientes toman decisiones, y todas sus decisiones son el resultado de una complejísima red de causas, entre los que cuentan las decisiones anteriormente tomadas. Cada decisión es una especie de “efecto mariposa”, como lo es siempre el tiempo meteorológico, como esta fina lluvia fría que cae en Aizarna, efecto final del vuelo entrelazado de miles de millones “mariposas” o causas desde la Amazonía hasta el Cantábrico. Así es como toma decisiones la bacteria, procesando la información que es capaz de recabar. En su aparente simplicidad, se trata de una operación muy compleja. Pero mucho más complejas son las decisiones que adopta el ciclamen fucsia de la ventana. Y muchísimo más las del petirrojo que viene a picar las migajas de la terraza. Y mucho más aun las del perro: puede ladrar, atacar, acercarse y jugar, o huir….
Decidirá según le dicte el cerebro de acuerdo al sinfín de informaciones que procesar en un instante.
Nuestras decisiones son incomparablemente más complejas todavía, pero nuestro libre albedrío como tal es tan irreal como el de la bacteria, el ciclamen, el perro o el chimpancé. Solo que nuestras decisiones dependen de un conjunto infinitamente mayor de factores que en buena parte no hemos elegido nosotros. Yo no elegí a mis padres, ni mi ADN, ni a mis 13 hermanos, ni el caserío ni la tierra en que nací, ni la educación que recibí, ni una sola de mis neuronas, ni a ninguna de las personas cuya relación más me ha marcado, ni los pensamientos y emociones que brotan en mí mientras escribo esto. Mis 86.000 millones de neuronas conectadas a través de 430 billones de sinapsis procesan una ingente información en una fracción de segundo –es increíble– y “yo” decido; se puede decir que es mi cerebro, mi unidad central de información, el que decide.
Nuestras decisiones son incomparablemente más complejas todavía, pero nuestro libre albedrío como tal es tan irreal como el de la bacteria, el ciclamen, el perro o el chimpancé. Solo que nuestras decisiones dependen de un conjunto infinitamente mayor de factores que en buena parte no hemos elegido nosotros. Yo no elegí a mis padres, ni mi ADN, ni a mis 13 hermanos, ni el caserío ni la tierra en que nací, ni la educación que recibí, ni una sola de mis neuronas, ni a ninguna de las personas cuya relación más me ha marcado, ni los pensamientos y emociones que brotan en mí mientras escribo esto. Mis 86.000 millones de neuronas conectadas a través de 430 billones de sinapsis procesan una ingente información en una fracción de segundo –es increíble– y “yo” decido; se puede decir que es mi cerebro, mi unidad central de información, el que decide.
No decido, ciertamente, por libre albedrío, aunque es verdad que también mis decisiones de hoy, al igual que actúan sobre mi cerebro y su organización concreta, determinan lo que soy y lo que seré, lo que decidiré mañana. ¿Por qué decidimos? Supongo que algún día se podrá construir el algoritmo matemático que da razón de cada decisión. Solo por nuestro desconocimiento seguimos pensando al ser humano como dotado de libre albedrío, a diferencia de los demás animales, aunque no es así en verdad. Nos diferencia el grado de complejidad, si bien cada grado de complejidad constituye un salto de “cualidad”: del átomo a la molécula, de la bacteria a la planta, de la planta al animal, etc. Pero pensar que el grado de complejidad actual del Homo Sapiens es la cima de la evolución y la finalidad última de todo el universo es un simple prejuicio o una presunción. Lo que es cierto es que todo está abierto, que la evolución sigue y que algún día el Homo Sapiens quedará atrás, muy atrás. Y con él todo lo que pensamos sobre nosotros mismos, sobre la realidad en su conjunto o sobre Dios.
Que el Homo Sapiens es una forma pasajera me parece indiscutible. La cuestión es el modo como eso sucederá. ¿Quedará atrás, por ejemplo, como tantas víctimas de la historia o de la evolución han quedado atrás al haber sido cruelmente exterminadas por los más poderosos, o como tantos humanos han sido exterminados por los más poderosos de nuestra propia especie? Aquí se plantea la tremenda cuestión sobre la que insiste Harari con mucha razón a propósito del libre albedrío: ¿qué pasará cuando alguna empresa o gobierno pueda disponer del algoritmo o del conjunto –aunque no sea absoluto– de las complejísimas operaciones que determinan mis emociones y decisiones? Alguien o algo podría conocer los motivos más ocultos de todas nuestras decisiones, y podríamos acabar siendo meros títeres en manos de no sabemos quién o qué. ¿Lo vamos a consentir? ¿No está pasando ya que los fake news –difundidos por los grandes medios, elWhatsApp, Facebook…– están determinando como nunca hasta hoy la decisión de los electores y haciendo que sean presidentes enemigos de la libertad, la libertad y la fraternidad? He ahí nuestra responsabilidad humana epocal y global.
Ahora bien, ¿tiene sentido apelar a la responsabilidad si acabo de negar el libre albedrío? Me parece que sí, en la medida en que, como pienso, libre albedrío y libertad no son de ningún modo sinónimos. Harari tampoco explicita esta diferencia, aunque no la niega. Justamente, apelo a una libertad entendida como responsabilidad, independientemente del libre albedrío.
La libertad no consiste en decidir sin condicionamientos que nos determinen, sino en ir aprendiendo a decidir mejor: por la educación, la vida sana, la reflexión y la meditación, la música y el silencio, la transformación de las estructuras sociales, y también, ¿por qué no?, la neuroterapia y las pastillas… La libertad no consiste en no estar determinado en nuestras decisiones, sino en ser conscientes –aunque sea parcialmente– de las condiciones que nos determinan, y en saber adoptar una buena decisión, “buena” en el sentido de aquella que nos permita ser más buenos y felices. La libertad no consiste en la facultad de elegir entre el bien y el mal sin determinismo, sino en querer y poder obrar el bien estando determinados.
La libertad consiste, diría San Agustín, en querer el bien y hacerlo porque lo queremos.
La libertad consiste, diría San Agustín, en querer el bien y hacerlo porque lo queremos.
La libertad no consiste en poder elegir entre el bien y el mal sin que nadie ni nada nos empuje o coaccione, gracias a un supuesto “libre albedrío” neutro o gracias, al menos, a un supuesto resquicio no condicionado de dicho libre albedrío: eso no existe. Cuando deseamos algo pernicioso para nosotros mismos o los demás, no somos libres. Solo somos libres, seguiría diciendo con San Agustín, cuando deseamos lo bueno y el deseo del bien nos determina. Cuanto más positivamente estemos condicionados y determinados, más libres somos.
En conclusión, no poseemos el libre albedrío, pero podemos ser “libres”, no a pesar de los condicionamientos, sino a través de ellos. La libertad es la facultad de ser, de avanzar hacia la realización cada vez más plena de nuestro ser, nuestro ser bueno, en la incertidumbre y a tientas, en medio de todos los condicionamientos determinantes que ni siquiera conocemos. La libertad es el poder de ser más plenamente desde los propios condicionamientos o, dicho de otra forma, sin libre albedrío. La libertad es el Espíritu o la energía material-espiritual que habita en todos los seres, también en nosotros, y nos mueve a guiar nuestra vida en medio de los innumerables condicionamientos que somos y que en una medida que también desconocemos podemos transformar, de modo que nos ayudemos a nosotros mismos y ayudemos a los demás a ser más libres, a ser más.
No poseemos, pues, libre albedrío, pero aspiramos a ser libres, a realizar cada vez más nuestro ser verdadero, es decir: a ser más felices siendo más hermanos, prójimos, buenos. Es un aprendizaje vital. Esa libertad es nuestra vocación, y nos va en ello la vida común de la humanidad y de todos los vivientes.
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