Yo sé que Tú estás, Señor que te creo,
Señor que te espero, Señor que me amas,
Yo sé que Tú estás.
Mauricio Silva
Vuelvo, para cerrar ya, al tema de nuestras imágenes de Dios. A lo largo de estas entregas me fui cuestionando: ¿cuál es la imagen que yo podría ofrecer, atestiguar, desde mi propia experiencia de fe y de mi larga relación con Dios? Fe y relación no sin dudas, ni crisis.
Me permito hoy compartir la respuesta que palpitaba en mí una y otra vez, cada vez que me preguntaba: Dios es Misterio de fidelidad y presencia.
Creo que Dios es Misterio, sí, inagotable fuente de creación y vida que no se puede apresar, domesticar, ni encerrar en afirmaciones taxativas. Misterio fascinante, misterio en el sentido de sobreabundancia. Misterio revelado, compartido, entregado, de muchos modos y especialmente en la persona de Jesús de Nazaret. Pero que viene revelándose desde siempre, desde los albores de la conciencia humana, continúa, continuará…
Misterio de fidelidad, que las Escrituras antiguas ya intentaban balbucear. El Antiguo Testamento descubrió esa fidelidad en forma reducida: “el Dios de Israel”. En el Nuevo Testamento, San Pablo abre esa fidelidad al mundo gentil, no judío, y en las narraciones de los evangelistas aparece en forma plástica, no teorizada, en los encuentros de Jesús con la mujer cananea o con la mujer samaritana. Extranjeras con las que Jesús entabla un diálogo esclarecedor: para él mismo, para ellas, y sin duda también para nosotros en el presente.
Misterio de presencia que se regala gratuita y continuamente. Si buscamos a Dios solo para obtener algo concreto -más allá de que sea bueno-, nos perdemos el paso del Espíritu, que pasa, que está siempre. Nos perdemos la presencia dinamizadora de Dios que anima la historia desde nosotros mismos, desde la humanidad, desde los procesos históricos.
Así lo percibió Israel, y lo han percibido otros pueblos y culturas milenarias (siempre con cierta presunción de exclusividad que hace difícil el diálogo interreligioso, además de poco creíble en sí misma). La cercanía de Dios en Jesús es máxima, tanto por el misterio de la encarnación como por esa cotidianidad “cuerpo a cuerpo” con sus discípulos y discípulas (María de Betania sentada en proximidad de escucha y ternura inefables), y con todos: pecadores, niños, mujeres, enfermos y pobres malolientes.
Los primeros cristianos tienen tan claro ese misterio de presencia que no dudan en hablar y en curar en nombre de Jesús, de enfrentar desprecios, exclusión de la sinagoga, y hasta la cárcel. Y lo consignan por escrito, poniendo esa certeza en boca de Jesús: “Yo estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos” (Mt. 28, 20). O expresando la misma confianza de otras formas, pero insistentemente, en el cuarto evangelio, en el largo discurso ubicado en el marco de la última cena.
Si hacemos memoria de nuestras historias personales, seguramente encontraremos siempre esa presencia cercana, amiga, tan íntima y dinamizadora, que desde el propio interior o desde otros siempre nos dice “mucho ánimo”. ¡Tan breve y tan rica esa expresión que he oído mil veces! Se puede traducir por “no temas, adelante, Yo estoy”
Ese Misterio de fidelidad y presencia lo percibimos en ocasión de los grandes regalos que nos fascinan, o en los dones inmensos pero discretos, al decir de González Buelta:
“… nos llega la vida, sin notarlo, don incesantemente Tuyo…”
“… no hay que amenazar a los pájaros para que canten, ni vigilar a la semilla de arroz para que se transforme en el secreto de la tierra…”
Ese misterio de fidelidad y de SU presencia es quizá más patente en los momentos más duros de la vida, o, tal vez, es que en ellos estamos más atentos, más silenciosos y desnudos, despojados hasta de las certezas que paradojalmente oscurecen la Presencia. Por eso encabezaba este artículo con los versos finales del poema de Mauricio Silva titulado “Morir en soledad”. En ese poema comienza alabando a Dios por la presencia en lo más bello de la vida, sigue afirmándola en los momentos más difíciles, hasta en la propia muerte en el surco oscuro y anónimo, pero el climax llega al final en esos versos de confianza plena, de entrega total, análoga a algunos salmos, como el que tal vez rezó Jesús en su agonía.
En ese poema-oración Mauricio Silvia contempla e invita a contemplar a Dios en su silencio, en su ocultamiento, ante el misterio del sufrimiento propio, de la soledad. Algo muy semejante es lo que hace Jon Sobrino en su teología: tematiza y profundiza en ese anonadamiento de Dios en las víctimas de hoy -y de siempre-, pues esa contemplación anima a la acción, a salir del ensimismamiento para “ayudar a Dios”, como también se proponía desde un campo de concentración Etty Hillesum.
La presencia fiel de Dios se hace patente para el creyente en el don de la paz, sobre todo en circunstancias adversas; quienes han padecido su ausencia pueden aquilatar esa Gracia. Parafraseando a Juan, “el mundo” genera aflicción, sólo Dios puede regalar Paz, “esa paz extraña que brota en plena lucha…” ¡Bien lo supo rezar Monseñor Pedro Casaldáliga!
En lo personal, ya que me propuse concluir este ciclo compartiendo una imagen de Dios que expresara mi fe, puedo decir que me he ido despojando de muchas imágenes de Dios, de las poco cristianas hace mucho tiempo, gracias a la filosofía, a la teología, a mis maestros, y amigos. Pero también fui aligerando -gracias a la vida y Dios, creo- el equipaje de imágenes que quizá son buenas, o que lo fueron, pero que me pesaban o constreñían.
La libertad me ha sido siempre un valor inestimable, con su costo, claro-. Por eso, quizá, de libertad en libertad, me fui quedando con esta imagen más simple de Dios: ESTÁ, ES, ES FIEL! Dios no abandona la obra de sus manos. Entendiendo por su obra la creación entera.
¿Cómo es y cómo está? Reafirmo lo dicho: está discretamente como misterio de fidelidad y presencia, vale decir misterio sobreabundante de amor, de ternura -que de modo privilegiado encarnó Jesús-; que acompaña los caminos de cada persona, de cada pueblo, de cada colectivo humano, en este proceso histórico de humanización tan difícil y tan frágil.
Yo sé que Tú estás, Señor que te creo, Señor que te espero, Señor que me amas… Tú estás.
Que en este nuevo año, 2019, podamos sentir en salud o enfermedad, ayunando o comiendo manjares -como decía Pablo-, esa discreta y honda Presencia que anima y mueve. Que podamos también ser testigos de ella.
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