lunes, 27 de enero de 2020

ATILANO ALAIZ, ENVÍA ESTA REFLEXIÓN.- LA PALABRA DONyTAREA.-


LA PALABRA, DON Y TAREA

JESÚS, EL BUEN SEMBRDOR DE LA PALABRA
      Cuando Jesús se entera de que Juan está en la cárcel y que se ha amordazado al gran profeta de Israel, siente la llamada del Padre a ocupar su lugar y a iniciar su misión profética. Empieza llamando a Doce para que sean sus compañeros, que encarnan la figura de los doce tribus de Israel. Jesús empieza su itinerancia de mensajero. Mateo señala en el Evangelio de hoy: “Jesús recorría toda la Galilea enseñando en las sinagogas de cada lugar. Anunciaba la Buena Noticia del reino y curaba y curaba a la gente de toda clase de enfermedades” (Mt 4,12-23)
     Quizás sintamos una cierta envidia de los afortunados que pudieron escucharle de viva voz. Efectivamente; Jesús llama privilegiados a los que le escuchan: “Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. Pues os aseguro que muchos profetas y justos desearon lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron” (Mt 13,16-17).
     Esta felicitación de Jesús hemos de sentirla como dirigida a nosotros, con más razón que a ellos. Ellos tenían que peregrinar kilómetros para escuchar al Maestro; escuchaban fragmentariamente los mensajes de Jesús durante algunas horas y ser testigos de los hechos liberadores, pero no volverán a ver ni escuchar al Maestro hasta la próxima visita, que tal vez tarde meses en volver a la población. Por otra parte, no tenían otros medios que la memoria para retener sus mensajes liberadores. La Palabra de Jesús y de los Apóstoles está íntegramente recogida en nuestros Nuevos Testamentos, que están al alcance de todos. Podemos llevar esos mensajes en los bolsillos y escuchar la Palabra de Dios en cada momento. ¡Qué gran privilegio! El Papa Francisco regaló en el Vaticano, en un domingo 80.000 testamentos para que la gente la llevara en el bolso o  en el bolsillo.
“AL FIN NOS HA HABLADO POR MEDIO DE SU HIJO”
     Pero, además, nosotros tenemos otra gran ventaja: Sabemos que quien nos habla es el Hijo de Dios, cosa que ignoraban todos sus oyentes. Los Apóstoles llegaron a descubrir esta realidad sólo después de su resurrección como señala Pablo en la carta a los Romanos: “Fue constituido en Hijo de Dios en plena fuerza por su resurrección por su resurrección de la muerte” (Rm 1,4).

     Los evangelistas dejan constancia de la confusión que reinaba entre los seguidores sobre su personalidad. Pregunta Jesús a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?”A lo que responden los discípulos:“Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas” (Mt 16,13-14).
      Por eso, escribe lleno de asombro el autor de la carta a los Hebreos: “En múltiples ocasiones  y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por su Hijo, al que nombró heredero de todo” (Hb 1,1-2). Por eso señala el mismo autor: “No tendríamos perdón de Dios si nos hiciéramos oídos sordos” (cfHb 4,2-3).
URGENCIA DE LA ESCUCHA DE LA PALABRA
      El Espíritu Santo nos llama de forma apremiante a la escucha y asimilación de la Palabra de Dios.
      Jesús nos advierte que nuestra condición de hijos de Dios, de discípulos suyos depende de la escucha y la vivencia de la Palabra: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen por obra” (Lc 8,21). A la mujer que, entusiasmada, llamó dichosa a su madre porque le llevó en su seno y le amamantó, le replica: “Mejor: ¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11,27-28).
      Jesús pregunta a los discípulos al ver la espantada de muchos de sus seguidores escandalizados por su discurso eucarístico en Cafarnaún: “¿También vosotros queréis marcharos?”, a lo que responde Pedro resueltamente en nombre de los Doce: “Señor, y ¿a quién vamos a acudir si sólo tú tienes palabras de vidq eterna?” (Jn 6,68).
      Pablo le pide a su querido discípulo Timoteo: “Delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, te pido encarecidamente, en nombre de su venida y de su reinado: proclama el mensaje, insiste a tiempo y a destiempo, usando la prueba, el reproche y la exhortación, con la mayor comprensión y competencia” (2 Tm 4,1-3). Toda la carta es una invitación a predicar incansablemente el Evangelio.
      San Francisco de Asís redescubrió el Evangelio como la fuente imprescindible de fe: “Quiere y pide un Evangelio sin glosa”, porque, con frecuencia los comentarios y las aplicaciones concretas van contra el texto mismo del Evangelio, como ocurría con la ley de ayuda a los padres  ancianos, de la que escribas y fariseos eximían a quien aportara una limosna para el Templo” (cf Mc 7,9-13). Esto ha ocurrido y ocurre con frecuencia en la Iglesia de Jesús. Un dicho italiano afirma: “Iltradutore es un traidore”.
     “Hay que procurar –recuerda san Cesáreo de Arlés- que así como ponemos todo cuidado para que no caiga en el suelo una partícula de pan consagrado, y si cae la recogemos con presteza, lo mismo hay que hacer con la Palabra de Dios: hemos de procurar que no caiga en el vacío ni una sola de las frases del mensaje bíblico”.
      San Antonio María Claret confiesa en su Autobiografía: “Al leer la Escritura, sobre todo al leer los Profetas, sentía una voz que salía de las páginas de la Biblia, que me decía: “Esto que lees te lo estoy diciendo a ti, Antonio”.
     Efectivamente, afirma Sören Kierkegaard: ”Con  su Palabra, Dios me habla a mí; Dios habla de mí”. Por eso ha dicho el Señor: “Cielo y tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 24,36). Ha querido hablarnos a cada un personalmente, a las familias y a su comunidad.      
      San Juan Crisóstomo interpela enérgicamente a los fieles de su diócesis en la catedral de Santa Sofía: “Tenéis en vuestras casas juegos, el parchís, el dominó, tenéis libros, pero no tenéis la Biblia. Muchos que la tienen la tienen lujosamente encuadernada, pero como objeto de lucimiento. Conocéis el nombre de los jinetes famosos y de los luchadores, pero si os preguntara cuántas son las cartas de Pablo, no me sabríais responder”.
      Afirma santa Teresa de Jesús: “Todos los males le vienen a la Iglesia por no leer las Santas Escrituras”.
      San Juan de la Cruz pone en boca del Padre celestial unas palabras de reproche a quienes andan en busca de revelaciones: “Te tengo hablado todas las cosas en mi Hijo y por mi Hijo; él es mi última Palabra; no tengo otra, ¿qué puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso?” (San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, 2.22)
     El Concilio Vaticano II afirma: “Jesús está presente no sólo en la Eucaristía, sino también cuando se lee las Escrituras” (SC,7). Éstas tienen fuerza sacramental cuando  se lee con fe y se acogen dócilmente como pauta  de vida.
     Benedicto XVI tiene al respecto afirmaciones categóricas: “La escucha de la Palabra de Dios está en la base de toda espiritualidad auténticamente cristiana”. Y también: “El día en que se ponga en práctica eficazmente la lectura  orante de la Palabra de Dios, aquel día se producirá una auténtica primavera en la Iglesia”.
     La mejor prueba de lo mucho que significa la Palabra de Dios para el Papa Francisco lo indica esta decisión inspirada por el Espíritu de instituir el Domingo de la Palabra. En su documento programático dedica al tema casi 50 páginas En ellas nos invita a los sacerdotes a un anuncio esmerado de la Palabra de Dios. Recordé anteriormente el hecho de que repartiera en en el Vaticano, en un domingo, 80.000 ejemplares del Nuevo Testamento. Señala el Papa Francisco: “La devoción a la Palabra de Dios no es sólo una de muchas devociones, hermosa, pero algo opcional. Pertenece al corazón y a la identidad misma de la vida cristiana. La Palabra tiene en sí el poder de transformar las vidas” (Papa Francisco, Alegraos y redocijaos, 156).
      La Iglesia venera la Biblia como sagrario de la Palabra de Dios: la inciensa, , la lleva en procesión, la besa. El ambón es su sagrario que hay que tener bien adornado en señal de respeto sagrado.
      La Iglesia pone de relieve a doble presencia sacramental de Jesús: en su Palabra; la Eucaristía, sin la Palabra, sería la presencia de un Jesús mudo. La Palabra, sin la Eucaristía, sería el mensaje de un Ausente. Las dos presencias se completan” (Azou).
LA PALABRA DE DIOS ES”BUENA NOTICIA”
     La Biblia no es, primordialmente, un código de deberes, no es un mero tratado de ascesis, sino la historia de la salvación, una declaración de amor de Dios, que es Padre, a su comunidad, a su pueblo, a cada uno de sus hijos.
      “El Evangelio –afirma del Papa Francisco- ante todo es una llamada a responder al Dios amante que, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien de todos. ¡Esa invitación en ninguna circunstancia se debe ensombrecer” (EG, 39).
      “Os traigo una buena noticia, una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor” (Lc 2,10-11). Proclama Jesús: “Yo he venido para que tengáis vida, pero una vida desbordante” (Jn 10,10).
      Jesús, y con él todos los escritores del Nuevo Testamento, nos presentan a Dios como Padre y Madre, más Padre y más Madre, que todos los padres y madres. Proclama: “Dios es Amor” (1 Jn 4,7). Nos presenta a Jesús como el mejor de los Hermanos, Amigo, Maestro, Compañero. Nos invita a vivir como hermanos: “Todos vosotros sois hermanos” (Mt 23,8). “Mirad que yo estoy con vosotros cada día hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
     Jesús nos invita a vivir un estilo de vida, a vivenciar unos valores, como el amor, la libertad, la solidaridad, la misericordia, la amistad, la comunión fraterna, que nos realizan como personas, que nos convierten en agentes eficaces en la historia de la salvación, en la que todos nuestros quehaceres, hasta las tareas más insignificantes tendrán repercusiones de eternidad.
     Nos promete una vida eterna enteramente bienaventurada, a imagen y semejanza de su vida gloriosa: “Donde yo estoy, quiero que vosotros estéis” (Jn 14,3).
    ACTITUDES ANTE LA PALABRA

1º VALORARLA
      Hablábamos ayer de valorar la Palabra de Dios. Hoy se nos habla de cómo hemos de acogerla, qué hemos de hacer para asimilarla, para nos retransmita vida.
      San Juan de la Cruz pone en boca del Padre celestial esta luminosa declaración: “Si te tengo hablado todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pongo los ojos sólo en él, porque en él te lo tengo dicho todo y revelado, y hallarás en él más de lo que pides y deseas. Porque tu pides locuciones y revelaciones en parte, y si pones en él los ojos, lo  hallarás todo, porque él es toda mi locución y respuesta y es toda mi visión y toda mi revelación. Lo cual os he ya hablado, respondido, manifestado revelado, dándoosle por hermano, compañero y maestro, precio y premio” (San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, 2.22).
      No es sólo cuestión de escucharla. Una vez que ha caído la semilla es preciso:
2º ENTENDERLA
     Es el mismo Jesús el que habla de la necesidad de entender: “Si uno escucha la palabra del Reino sin entenderla, viene el Maligno y roba lo sembrado en su corazón. Esto significa lo sembrado al borde del camino”.
      En realidad de verdad, no molestarse en entender la Palabra de Dios es un menosprecio. Es como cuando me habla el hermano mayor y me digo: “Bueno, no lo entiendo, pero qué más da..., serán sermones”.
      Cuando no se entiende y se tiene interés por conocer el contenido se pregunta: “¿Qué has querido decir?”...
     “No entiendo nada de las lecturas...” –dicen muchos-. ¿Para qué las leemos? Esto es absurdo. Su proclamación litúrgica no tiene poder mágico. Lo mismo daría que las siguiéramos proclamando en latín. Al menos en latín suscitaba misterio e invita a pensar.
      Si las suprimiéramos, supondría un escándalo; pero si las leemos y no las entendemos, nadie se cuestiona. ¿No es, acaso, lo mismo?
      Es una obligación del cristiano tratar de entenderlas.
      A veces no entendemos ni las expresiones bíblicas que recitamos todos los días en nuestra oración. He preguntado a personas de sólida formación cristiana sobre el significado de algunas expresiones del Padre nuestro: ¿Qué significa “que estás en el cielo”?, ¿qué significa “venga a nosotros tu Reino”?, ¿qué es el Reino de Dios?”, ¿qué significa “santificado sea tu nombre”?
Es tratar de captar el sentido original del texto, evitando cualquier interpretación arbitraria o subjetiva.
      No es legítimo hacerle decir a la Biblia cualquier cosa, tergiversando su sentido real. Hemos de comprender el texto empleando todas las ayudas que tengamos a mano: una buena traducción, las notas de la Biblia, según comentario sencillo.  
      El eunuco de la reina de Candace es un ejemplo de preocupación por entender la Escritura. Felipe le pregunta: “¿Entiendes lo que estás leyendo?”
      Jesús “fue explicando las Escrituras, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, a los caminantes hacia Emaús”.
      Antes de leer un trozo, conviene saber qué libro voy a leer, quién lo ha escrito y con qué intención. Para ello basta leer las breves pero sustanciosas introducciones que suelen tener las biblias.
     Por suerte, hay muchos libros manuales con una breve reflexión sobre el evangelio del día.
     A lo largo de la lectura, es muy útil leer las notas que vienen al pie de página, porque nos aclararán frases y palabra que, tal vez, no entendemos bien.
      Conviene leer la Biblia según un plan. Lo mejor es empezar por los evangelios en este orden: Lucas, Marcos y Juan, las cartas más breves de san Pablo...Puede ser un buen método ir leyendo durante la semana las lecturas que se leerán en la Eucaristía del domingo siguiente” (J. A. Pagola).
3º- REFLEXIONARLA O MEDITARLA
         La meditación o reflexión sobre ella es necesaria para que cale hondo. Esto supone un paso más. Ahora se trata de acoger la Palabra Dios meditándola en el fondo del corazón. Para ello se comienza por repetir despacio las palabras fundamentales del texto tratando de asimilar su mensaje y hacerlo nuestro.
         Es conmovedor ver en el templo a personas con su Nuevo Testamento en las manos meditando el pasaje evangélico del día.
         Los antiguos decían que es necesario "masticar" o "rumiar" el texto bíblico, "hacerlo descender de la cabeza al corazón".
Este momento pide recogimiento y silencio interior, fe en Dios que me habla, apertura a su voz.
         Es lo que hacía María de la que dice Lucas: "Guardaba en su corazón y rumiaba los hechos y las palabra de Jesús" (Lc 2,19).
4º- LLEVARLA A LA PROPIA VIDA.
Es lo que santa Teresa llamaba encauzar el agua que hemos sacado de la noria al cantero de nuestro huerto que más lo necesita.
         Consiste en confrontar nuestra vida con la palabra de Dios, iluminarla con su luz. Es dejarse interpelar por ella.
         Es preguntarse, por ejemplo: ¿Qué aspecto de mi vida ilumina esta palabra de Dios? ¿Qué sentimientos provoca?, ¿a qué me invita? ¿A qué rectificaciones me invita la palabra?
       Por eso, hay que decir que no termina todo con el hecho de que escuchemos la proclamación en el templo y la reflexión del sacerdote, viene después la reflexión personal, preguntarse: "¿cómo he de vivir esta palabra de Dios en mi vida concreta?
      Modelo de docilidad a la palabra de Dios es Samuel que, al sentirse llamada por Dios le dice: "Habla, Señor, que tu siervo escucha", escucha tu palabra para ponerla por obra.
        Ejemplo de docilidad son los oyentes del Bautistas y de san Pedro que les preguntan después de haberles escuchado: "¿Qué hemos de hacer?, ¿cómo hemos de poner en práctica lo que acabamos de escuchar?" Y ambos se lo indican. 
      Es el momento de preguntarle al Señor con sinceridad: "Señor, ¿qué me quieres decir a través de este texto?, ¿a qué me llamas en concreto?
5º- ORAR LA PALABRA
     "El lector pasa ahora de una actitud de escucha a una postura de respuesta.
      Esta oración es necesaria para que se establezca el diálogo entre el creyente y Dios. No hace falta para ello grandes esfuerzos de imaginación ni inventar hermosos discursos.
         Se puede pasar a un cuarto momento que suele ser designado como contemplación o silencio ante Dios. El creyente descansa en Dios acallando otras voces. Es el momento de estar ante él escuchando sólo su amor y su misericordia, sin ninguna otra preocupación o interés.
      Orar la Palabra es pedir a Dios que nos revele qué quiere decirnos.
      Pedirle que nos dé docilidad para acogerla, dejarnos criticar por ella y la gracia de ponerla en práctica.
      Significar expresarle la gratitud por habernos hablado.
      Es expresarle nuestro anhelo de que nuestros sentimientos y actitudes estén a tono con lo que la Palabra nos ha proclamado.
6º- PROTEGERLA Y CUIDARLA
Al salir de aquí, el trato con las personas de diversa mentalidad, los medios de comunicación, las preocupaciones temporales, el empeño en distraerse, pueden hacer que la semilla sea inútil o casi enteramente inútil.
      Protegerla significa intentar vivirla a lo largo del día con hechos y actitudes concretas.
      "Por eso es necesario pasar de la "Palabra escrita" a la "Palabra vivida" y pensar qué cambio o transformación nos exige la Palabra de Dios que hemos escuchado. San Nilo, venerable Padre del desierto decía: "Yo interpreto la Escritura con mi vida". 
      Para ello, lógicamente, es necesario recordarla de vez en cuando como lo hacía María, la madre de Jesús (Lc 2,19).
      Recordar la frase fundamental, el mensaje. A veces Jesús lo expresa con una moraleja: "Hay más alegría en dar que en recibir" (He 20,35).
7º- ANUNCIARLA
         Juan Pablo II escribe en Novo millennioineunte, nº 40: “Alimentarnos de la Palabra para ser “servidores de la Palabra” en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una “sociedad cristiana”, la cual, aun con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos.... Hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: “¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1 Cor 9,16).         
      Comunicar de la forma posible los valores de la Palabra, comunicar la experiencia liberadora que su vivencia supone.
       "Lo que habéis oído en privado proclamarlo en las azoteas"
-dice Jesús..
8º- REVISAR LA VIVENCIA
      Al final del día, examinarse sobre la vivencia de la Palabra, sobre cómo hemos sido fieles a este don soberano.
      Esto sé que lo hacen algunos seglares y religiosos.
EN RESUMIDAS CUENTAS
      No hay que olvida que la Biblia es el libro de texto de los cristianos. Antes de comulgar con el Cuerpo del Señor, hay que comulgar con su espíritu, que está en su Palabra.
     Es conveniente tener a la vista, recordar con frecuencia las grandes proclamaciones de la Palabra de Dios, tenerlas grabadas en el móvil, en el ordenador, en consignas en las paredes de la casa, tales como: “Esta es mi consigna: Que os améis los unos a los otros como yo os he amado. En esto conocerán que sois mis discípulos” (Jn 13,34). “Hay más alegría en dar que en recibir”. “No os llamo siervos, sino amigos” (Jn 15,15). Así experimentaremos de verdad lo que cantamos: “Tu Palabra me da vida”, una vida mejor.


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