ENCUENTRO EN EL CALVARIO
1.Lugar de encuentro: el Calvario. Hoy, sobrinos/as,
hermanos/as, amigos/as, nos citamos en el Calvario como lugar de encuentro. Nos
unimos antes al grupo de Jesús, a su madre, a sus amigas incondicionales
y al joven Juan, que caminan penosamente por la empinada Vía Dolorosa, hechos
todos un mar de lágrimas, con el corazón roto al ver al Maestro arrastrando el
madero de la cruz, tambaleándose, con el rostro desollado. Caminamos hacia el
Calvario, un pequeño montículo de unos treinta metros de altura, que está al
lado de un camino principal para que los caminantes escarmienten en la cabeza
ajena de los ejecutados. Se les ejecuta fuera de la muralla para que por sus
delitos no sean una maldición para la ciudad santa. Los soldados
nos empujan para distanciarnos de los condenados, como manda la ley. Escuchamos
horrorizados los martillazos que remachan al Maestro y a los dos ladrones, compañeros
de ejecución. Nos tapamos los ojos para no ver el espectáculo de alzar la cruz,
las contorsiones de su cuerpo, y nos tapamos los oídos para no oír los gritos
de dolor por el desgarramiento de sus cuerpos al ser hizados en alto. Son
alrededor de las tres de la tarde del viernes de la semana pascual. El Calvario
es ahora mismo el ombligo del universo y de la historia. Jesús está instalado
en su cátedra para gritar con su cuerpo desgarrado la verdad sobre Dios y sobre
el hombre y su historia.
2.En silenciosa contemplación. Seguimos el consejo de santa Teresa de Jesús a las religiosas de su
congregación: “No os pido ahora que penséis en Él ni que saquéis muchos
conceptos, ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones con vuestro
entendimiento. No os pido más que le miréis. Mirad que no está aguardando otra
cosa sino que le miremos. Tiene en tanto que le volvamos a mirar, que no
quedará por diligencia suya” (Santa Teresa, C 26,3). Es lo que hacía Francisco
de Asís durante noches enteras en la soledad del monte Auvernia, abrazado a la
cruz gimoteando de emoción. Con el Hijo de Dios masacrado, con su cuerpo hecho
una pura llaga, está todo dicho. Pablo no quería saber más: “Con vosotros
decidí ignorarlo todo excepto a Jesucristo, y concretamente a Jesucristo
crucificado” (1 Cor 2,2). Pero a Timoteo le agrega: “Y resucitado. “Acuérdate
de Jesucristo, resucitado” (2 Tm 2,8).
3.Jesús crucificado, grito supremo de amor. Lo que ante todo y sobre todo nos grita Jesús de Nazaret desde
la cruz es: “Dios es amor” (1 Jn 4,8). Es la primera lección que nos
enseña desde su cátedra de la cruz. Y nos lo grita no con su boca mortecina,
sino con las hondas y numerosas bocas abiertas de sus heridas. Ellas nos gritan
el amor del Padre: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que
tenga vida” (Jn 3,16). Pero, no sólo eso. Pablo agrega: “¿Cabe decir más? Si
Dios está a favor nuestro, ¿quién podrá estar contra nosotros? Aquel que no
escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo es
posible que con él no nos lo regale todo? ¿Quién será el fiscal de los elegidos
de Dios? Dios, el que perdona. Y ¿a quién tocará condenarlos? A Cristo Jesús,
el que murió, o, mejor dicho, resucitó, el que está a la derecha de Dios Padre
el mismo que incercede en favor nuestro” (Rm 8,31-34). Dios-Padre-Madre,
después de señalarnos a Jesús crucificado, hecho pura llaga, nos dice: “Este es
mi Hijo amado, mi predilecto. Escuchadlo” (Mt 17,5). Es su última y suprema
declaración de amor, su epifanía deslumbrante. No tiene ninguna otra
forma más clara y rotunda de declararnos su amor de Padre-Madre. “¿Qué más
puedo hacer para demostraros mi amor?”, nos dice. El Calvario es también
epifanía del Espíritu como fuerza de amor que impulsa y sostiene a Jesús en su entrega
a lo largo de toda su vida, pero sobre todo en su martirio cruel.
Las bocas abiertas de las heridas del cuerpo
moribundo de Jesús nos gritan su amor de Hermano y Amigo. Escribe Juan: “Sabía
Jesús que había llegado para él la hora de pasar de este mundo al Padre; había
amado a los suyos que vivian en el mundo y los amó hasta el extremo” (Jn
13,1). Afirma Jesús: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos”
(Jn 15,13). Jesús ha dado hasta la última gota de sangre de sus venas. En toda
su vida ha sido, como le define el teólogo mártir Dietrich Bonhoeffer, “el-hombre-para-los-demás”.
Se ha dado enteramente, sin reservarse nada. Fiel reflejo del Dios Amor (Jn
14, 9) ha sido el Amor humanizado. Estábamos reunidos en la Casa de la
Palabra, en Vigo, en un Encuentro Ecuménico, un considerable número de personas
de distintos credos de España. Después de proclamar su fe varios miembros de
distintas religiones, confiesa con firmeza Andrés Torres Queiruga: “Si alguien
conoce y venera a un dios que sea más humano que Jesús de Nazaret, que se hizo
uno de nosotros, que entregó su vida por los demás en un martirio cruel y que
murió perdonando a sus enemigos, que me lo diga que yo me apunto ahora mismo a
su religión”. Ante este desafío, se produce en la asamblea un silencio tangible
y prologado. Confiesa el Hans Küng: “Sólo alguien que fuera Dios podía ser tan
humano como Jesús de Nazaret”. “Quien me ve a mí está viendo al Padre” (Jn
14,9), afirma Jesús. Dios, antes que todopoderoso, es “todoamoroso”, pura
entrega. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no saben hacer otra cosa que amar.
Andrés Torres Queiruga traduce la afirmación de san Juan “Dios es amor” (1 Jn
4,8), diciendo: “Dios consiste en amar”. ¿Y su epifanía plena y
radiente? En Jesús, su Hijo, que agoniza en el Calvario para divinizarnos.
Jesús, a pesar de su horrendo martirio y de su muerte cruel, a pesar de que el
Padre no se avino a su petición que “hiciera pasar el cáliz de su pasión y
muerte” (Mt 26,39), a pesar de que muere denigrado como un vulgar delincuente,
cree que sigue siendo el “su Hijo amado, su predilecto” (Mt 17,5). Cree en la
fecundidad de su martirio, y muere exclamando: “Padre, a tus manos encomiendo
mi espíritu” (Lc 23,46). Los cristianos, a pesar de todos los virus y
coronavirus, a pesar de la muerte de nuestros seres queridos, a pesar de las
tragedias y soledades, a pesar de todos los pesares, seguimos proclamando
nuestra fe: Dios es, ante todo y sobre todo, Padre, que quiere que “todo
coopere para el bien de sus hijos” (Rm 8,28), que “Dios es Amor” (1 Jn 4,8). El
sufrimiento humano no supone ausencia de Dios, sino su presencia confortadora;
Dios no suprime el dolor, pero da fuerza y luz para afrontarlo fecundamente. El
Padre no se avino a la súplica de Jesús de librarle del martirio, pero le envió
un ángel consolador (Lc 22,43). Confesaba el teólogo mártir D. Bonhoeffer:
“Dios es la fuerza de mi fuerza y Dios es la fuerza de mi debilidad”.
4.“Me amó y se entregó por mí”. Pero el amor que impulsa a Jesús al martirio no es un amor vago e
impersonal, como el de quien ama a una masa anónima, genérica, sin rostro como
es “la humanidad, sino que es un amor personal. Así lo han vivenciado todos los
santos. Pablo que no le conoció físicamente, exclama encendidamente: “Me amó
y se entregó por mí” (Ga 2,20). La misma experiencia han vivido todos los
grandes apasionados por Jesús: Ignacio de Antioquía, Agustín. Francisco de
Asís, Juan de la Cruz, Antonio Ma. Claret. Teresa de Jesús siente, desde una
estatua del Ecce homo”, cuyos ojos se iluminan, la interpelación de Jesús:
“Teresa, así me ha dejado miamor por ti, ¿qué haces tú por mi?”. En ese momento
nace santa Teresa de Jesús. Con el mismo derecho y por la misma razón
que ellos, hemos de decir cada uno de nosotros: “Me amó y se entregó por mí”
(Ga 2,20), derramó la última gota de su sangre, dio su vida por mí. “Yo soy el
Buen Pastor que da la vida por sus ovejas” (Jn 10,11-12) –señala-. Pero, antes
nos ha indicado: “Yo conozco a mis ovejas y las llamo por su nombre” (Jn 10,3).
“Me conoce y me llama por mi nombre”, hemos de decir cada con la plena
seguridad de que es así. Creer de verdad en Jesús “es tener una relación de
amistad con quien sabemos nos ama”, como nos sugiere santa Teresa refiriéndose
a la oración. Pero no se trata sólo de una fría convicción, de una simple
creencia, sino de una vivencia, de una experiencia viva. Jesús no
arriesga su vida y la pierde por una causa abstracta, por una masa de personas
sin rostro, sino por mí, por cada uno de nosotros. ¿Me siento aludido por ese
amor personal de Jesús? ¿Me siento interpelado por su amor martirial, que le
lleva romperse por mí? Éste y sólo éste es el principio de la verdadera
conversión, como la sucedió a Teresa de Jesús y a todos los santos.
5.El riesgo de la rutina y la gracia del entusiasmo. Pero esta vivencia es una gracia, el mayor don que hay que pedir al
Espíritu con infatigable insistencia. Cuando uno se acerca a los santos y
comprueba su vibración ardiente ante Cristo masacrado en la cruz, uno se da
cuenta de su propio embotamiento espiritual. Pablo nos confiesa su pasión por
el Señor crucificado: “Estoy crucificado con Cristo, pero vivo…no yo, Cristo
vive e mí. Mi vivir humano de ahora es un vivir de la fe en el Hijo de Dios,
que me amó y se entregó por mí” (Ga 2,19-20). Por eso testifica: “Quién podrá
separarnos de ese amor de Cristo? ¿Dificultades? ¿Angustias, persecuciones,
hambre, desnudez, peligros, espada? Todo eso lo superamos de sobra gracias al
que nos amó” (Rm 8,35-37).
Asombra indeciblemente ver a Francisco de
Asís extasiado, abrazando al crucifijo durante horas y repitiendo
incansablemente: “Dios mío, y todas mis cosas”. Y verle después bajar del monte
Auvernia repitiendo entre gemidos: “¡El Amor no es amado! ¡El Amor no es amado!
¡El Amor no es amado!”. Teresa de Jesús ora encendidamente: “Oh, Señor
del mundo, verdadero Esposo mío, si todo lo queréis pasar por mí, ¿qué es esto
que yo paso por Vos? ¿De qué me quejo?” (C 26,6). “Vamos a fijar nuestra mirada
en esta celebración del Viernes Santo, hermanos y hermanas, en la figura del
Señor, crucificado” –empieza su homlía el P. Granada-, y al pronunciar estas
palabras se le anuda la voz en la garganta, suspira, embargado por la emoción;
no puede seguir, y tiene que bajar del púlpito. Todaví tengo muy viva la
impresión que me causó ver correr las lágrimas de nuestro maestro de novicios,
el P. Toribio Pérez, cuya causa de beatificación está introducida, al hablarnos
de la pasión y muerte del Señor como expresión de su amor. Al detenernos ante
el misterio, es preciso soplar y aventar las cenizas de la rutina que ahogan el
fuego del entusiasmo para poder vibrar al celebrar.
Sobre todo ante el misterio de la pasión y muerte de Jesús, hemos de
vivir la consigna: Celebremos lo que vivimos y vivamos lo que celebramos.
6.Junto a la cruz de Jesús. Narra Juan, el discípulo amado que acompañó a Jesús entodo el proceso
de su pasión y veló su muerte: “Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, la
hermana de su madre María de Cleofás y María Magdalena y Juan” (Jn 19,25-26),
¡tres mujeres y un joven son los que acompañan a Jesús y velan su muerte! Sin
duda, todos sentimos como el rey Clodoveo: “Si yo hubiera estado allí, en
Jerusalén, en el Calvario con mis soldados, no hubiera pasado lo que pasó”. Y
resulta que, en cierto modo, estaba allí, pero no para aliviar a Jesús como
amigo, sino para maltratarle oprimiéndole despóticamente en la persona de sus
soldados. Nosotros protestamos, sin duda: “Hubiéramos sido la Verónica, el
Cirineo, la mujeres compasivas y solidarias que le brindaron el homenaje de sus
lágrimas, los incondicionales al lado de la cruz como el grupo de los íntimos…
Pues, eso es posible aquí y ahora, a ventiún siglos de distancia histórica. Es
un misterio que confesamos: “Dios se ha encarnado en Jesús de Nazaret”, pero
hay una segunda parte en el misterio que hay que confesar y vivir: Jesús se
encarna en cada persona humana. Y todo lo que hacemos a nuestro prójimo se lo
hacemos a él.
Confesaba un filóso indio estudioso del cristianismo: “Los cristianos
creen con facilidad
que Dios se ha encarnado en Jesús de Nazaret, pero les cuesta mucho
creer que Jesús de Nazaret se encarna en el prójimo. Afirma el filósofo Hegel: “Yo
soy nosotros”. Yo no soy un crustáceo; “yo soy con los otros”.
Estamos ante un misterio que sólo comprenderemos en toda su magnitud en la
gloria. Afirma Jesús categóricamente: “Yo soy la vid y vosotros los
sarmientos” (Jn 15,5). La vid, la cepa y los sarmientos forman una unidad biológica.
Pablo traduce esta realidad con una alegoría todavía más audaz: “Vosotros sois
cuerpo de Cristo, y cada uno por su parte es miembro” (1 Cor 12,27). El autor
de la carta a los Efesios pide a los esposos que amen a sus esposas como Cristo
nos ama a los que formamos su Iglesia, “porque somos miembros de su cuerpo” (Ef
5,29). En las cartas de los Apóstoles son muchas las referencias a Jesús como Cabeza
del cuerpo de la Iglesia: 1 Cor 12,27; Ef 1,22; 5,30; Col 1,18, etc.). Esto
explica la afirmación categórica de Jesús: Todo lo que hiciste a uno de mis
hermanos “a mí me lo hicistes” (Mt 25,40). No dice: “lo considero como
si me lo hubieras hecho a mí, sino que realmente “me lo has hecho a mí”.
No es como el hombre que agradece al médico la sanación del hermano y lo
considera como si le hubiera sanado a él. La cabeza no considera la curación
del dedo del pie “como si se lo hubieran hecho a ella”; en realidad se lo han
hecho a ella, porque todos los miembros del cuerpo forman una unidad biológica
y son absolutamente solidarios: “cuando un miembro sufre, todos sufren con él;
cuando a un miembro le tratan bien, todos se alegran con él” (1 Cor 12,26). Por
eso, deduce Pablo: “Amar al otro es amarse a sí mismo” (Ef 5,28). Por eso tocar
al otro es tocar a Cristo, arrimar el hombro a la cruz del otro es ser cirineo,
enjugar las lágrimas del otro es ser la Verónica, “alegrarse con los que se
alegran y llorar con los que lloran” (Rm 12,12) es ser las mujeres
compasivas que consuela a Jesús con su compasión.
7.“Cristo, de nuevo
crucificado”. Con esta vivencia
no estamos incurriendo en una piedad sensiblera, sino viviendo en toda su
hondura la realidad asombrosa del Cuerpo místico de Cristo, el Cristo total.
Kazantakis tiene toda la razón del mundo cuando afirma con el título de su
novela más famosa Cristo, de nuevo crucificado. La sociedad es un enorme
Calvario, un inmenso campo lleno de crucificados. No sólo en estos tiempos de
pendemia en que se han multiplicado, sino siempre: crucificados en la cruz de
la enfermedad, de la pobreza, del desempleo, de la depresión, de la soledad,
del sinsentido de la vida, de la marginación. Es preciso informarse e
interesarse: ¿Quiénes son?, ¿dónde están?, ¿cuál es la cruz en que están
clavados?, ¿cómo calmar su dolor? Eso es estar hoy junto a la cruz de Jesús.
Pero también hemos de revisar nuestros
comportamientos porque, con frecuencia incurrimos en la paradoja que denuncia
san Agustín: “Hay cristianos que al mismo tiempo que están dando un beso de
amistad en su rostro muerto de madera le están pisando en los pies vivos de su
cuerpo, que es su prójimo”. ¿Quién no le ha propinado algún azote con la
crítica injusta al prójimo? ¿Quién no le ha clavado una espina en la sien con
palabras hirientes al que le es cercano? ¿Quién no le ha traicionado en el
prójimo con sus omisiones, ninguineo e indiferencias, con faltas de ayuda,
afecto y ternura? Esto es lo que nos revelan los constantes conflictos entre
los que se consideran cristianos. El Papa Francisco nos señala acertadamente en
qué consiste la verdadera vivencia cristiana: “En el núcleo fundamental del
Evangelio lo que resplandece es la belleza del amor salvífico manifestado en
Jesucristo muerto y resucitado” (EG,36). “El Evangelio invita ante todo a
responder a Dios amante que nos salva, reconociéndole en los demás y saliendo
de nosotros mismos para buscar el bien de todos” (EG,39). La vivencia del
Evangelio requiere, pues, dos condiciones: 1ª- La experiencia de saberse amado;
2ª- La actitud de amar, como respuesta ese amor. San Pablo afirma
categóricamente: “Lo que vale es una fe que se traduce en amor” (Ga 5,5). Se
traduce en amor y servicio al prójimo, claro está. Sólo podemos amar de verdad
al Señor amando a los que son miembros de su cuerpo. Conocemos la tajante
afirmación de Juan: “Podemos amar nosotros porque él nos amó primero. El que
diga: “Yo amo a Dios, mientras pasa del hermano, es un embustero, porque quien
no ama a su hermano a quien está viendo, a Dios, a quien no ve, no puede
amarlo” (1 Jn 4,19-21). El amor al Señor Jesús que no se expresa en el amor y
servicio al prójimo es pura ficción engañosa, sensiblería infecunda. Los
santos: san Francisco de Asís, san Juan de Dios, san Camilo de Lelis, por
ejemplo, después de abrazar ardienteme la imagen del Señor crucificado, iban a
abrazar al primer pobre que encontraban y a besar y ungir sus llagas en el
Cristo vivo del enfermo. A Jesús, resucitado y todo, le duelen sus
hermanos como miembros de su cuerpo misterioso, y por eso, no entrará
plenamente en su gloria hasta que no haya ninguno de sus miembros que sufra.
Benedicto XVI nos ofrece, en este sentido, un testimonio luminoso con una
experiencia sobrenatural de san Martin de Tours (+397), soldado, monje y
obispo. “Es casi como un icono que muestra el valor insustituible de la caridad
individual. A las puertas de Amiens comparte su manto con un pobre; durante la
noche, Jesús mismo se le aparece en sueños revestido de aquel manto,
confirmando la perenne validez de las palabras del Evangelio:“Estuve desnudo y
me vestisteis… Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes
hermanos, conmigo lo hicisteis” (Benedicto XVI, Deus cáritas est, 40).
8.La vida como don. La meta que nos señala Jesús
con su palabra es: “Amaos los unos a los otros “como yo os he amado” (Jn
13,34). Esta ha de ser la medida de nuestro amor y entrega. Y sabemos cómo nos
ha amado: hasta dar la vida: “No hay amor más grande que dar la vida por los
amigos” (Jn 15,13). Pero Jesús no da sólo la vida física hasta la última gota
de sangre en la cruz, sino que ha dado su vida, su tiempo, su corazón en todo
el discurrir de su existencia. Jesús ha entregado por nosotros la vida entera:
“Habiendo amado a los suyos (a nosotros), los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).
Antes de morir en la cruz ya estaba muerto a sí mismo, porque, como un pensador
contemporáneo ha dicho, “amar es morir”. En ese sentido, Jesús estuvo
enteramente muerto durante toda su vida. Jesús nunca fue suyo, fue siempre “de
los demás” y “para los demás”, como le definió el teólogo mártir Dietrich
Bonhoeffer: “Jesús fue el hombre para los demás”, “el Hijo del hombre no
ha venido a que le sirvan, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos”
(Mt 20,28). Ha sido el grano de trigo muerto bajo la tierra, y por eso ha dado
mucho fruto” (Jn 12,24). A esta meta nos llama el Señor, aunque nos sintamos
muy lejos de ella y nos parezca inalcanzable para nosotros.
Jesús nos invita a “perder nuestra vida” en favor
de los demás, como actitud sumamente sabia: “El que quiera salvar su
vida, la perderá, pero el que la pierda por mí (por el servicio a los demás),
la salvará” (Mt 16,25). Jesús nos invita a ser el grano de trigo, enterrado y
olvidado para convertirse en espiga (Jn 12,24). Juan nos invita a responder al
amor de Señor amando a los hermanos con su misma generosidad: “Hemos
comprendido lo que es el amor porque aquel se desprendió de su vida por
nosotros; ahora también nosotros hemos de desprendernos de la vida por nuestros
hermanos” (1 Jn 3,16). Pablo, en este sentido, protesta ardorosamente ante los
corintios: “Con muchísimo gusto gastaré, y me desgastaré yo mismo por vosotros.
Os quiero demasido” (2 Cor 12,15). Jesús nos presenta como modelo de referencia
a la pobre viuda, “que echó en el cepillo más que nadie, os lo aseguro, porque
todos esos han echado como donativo de lo que les sobraba, mientras ella ha
echado de lo que le hace falta, todo lo que tenía para vivir” (Lc 21,1-4). Es
decir, la viuda no sólo dio de su pobreza todo lo que tenía, sino que “se dio”
a sí misma.
9.Dolores de parto. La más terca e
insidiosa tentación que sufrimos es que el egoísmo se atavíe con manto de
generosidad, que los gestos de caridad se nos conviertan en tranquilizantes de
la conciencia. Quien, desde la mediocridad, se acerque sinceramente al Evangelio,
sentirá un fuerte sobresalto que le impulse a rezar como Michel Quoist:
“Tengo miedo de estar equivocado, Señor.
Tengo miedo de estar satisfecho con mi vida decorosa; tengo miedo de las buenas
costumbres que yo tomo por virtudes.
Tengo miedo de mis pequeños esfuerzos, que me
dan la impresión de avanzar.
Tengo miedo de mis actividades, que me hacen
creer que me entrego.
Tengo miedo de mis organizaciones, que yo
tomo por éxitos.
Tengo miedo de mi influencia: me imagino que
transforma vidas.
Tengo miedo de que, cuando doy, busque de
forma inconsciente, más mis intereses que el bien de los que reciben mis
ayudas.
Tengo miedo de lo que doy, pues esconde lo
que no doy. Tengo miedo porque
hay gente que es más pobre que yo…Tengo miedo pues no hago bastante
por ellos, no hago todo por ellos” (Michel Quoist, Oraciones para rezar por
la calle, Sígueme, Salamanca, 1965,139).
Jesús, además de señalarnos como meta y
medida su propio amor: “como yo os he amado” (Jn 13,34), nos propone otra
medida: “amar al prójimo como a uno mismo” (Mt 22,40). A este respecto,
ora san Agustín: “Tú nos has amado, Señor, más que a ti mismo, porque
preferiste nuestra salvación a tu vida”. ¡Qué fecundo sería que hiciérmos por
el otro lo que haríamos por nosotros si estuviéramos en su situación!... San
Antonio Ma. Claret aconseja a un grupo de sacerdotes la consigna que es su
epitafio: “Enamoraos de Jesucristo y del prójimo, y haréis más de lo que yo
hago”. Es necesaria la búsqueda del enamoramiento, del amor
encendido. El Señor nos pide “obras” de embergadura, no “sobras” engañosas. Nos
alerta contra el engaño farisaico: “filtran un mosquito y tragan un camello”
(Mt 23,24). Detrás de pequeñas virtudes pueden ocultarse grandes vicios; detrás
de pequeños actos de caridad pueden ocultarse grandes omisiones e injusticias.
No es cuestión de realizar actos esporádicos de servicio, sino de vivir para
servir, como recuerda el Papa Francisco: “El que no vive para servir, no
sirve para vivir”. Es cuestión de hacer que el amor y el servicio a los demás,
se convierta en el sentido de propia vida. Afirma el Papa Francisco: “El que
quiera glorificar a Dios con su vida y realizarse como persona, “ha de
obsesionarse, desgastarse y cansarse intentando vivir las obras de
misericordia” (Papa Francisco, Alegraos y regocijaos, 107)
No se trata de arruinar la propia vida sino,
como señala Jesús, de “acumularla” (Mt 16,26), “de conservarla sin término para
una vida sin término” (Jn 12,25). Se trata de la única manera de amarse de
verdad a si mismo. San Juan de Dios, para recabar alimentos para los pobres de
su asilo, recorría las calles de Granada con un yugo atravesado en sus hombros
y dos grandes ollas en los extremos gritando con todas sus fuerzas: “¿Quién
quiere hacerse bien a sí mismo?”. Optar por hacer de la propia vida una
entrega generosa a fondo perdido es apuntarse a la verdadera alegría, como
señala con insistencia el Papa Francisco, sobre todo en su exhortación Alegraos
y regocijaos: “La llamada a vivir la vida con sentido de entrega no implica
un espíritu apocado, tristón, agriado, melancólico, o un bajo perfín sin
energía. El santo es capaz de vivir con alegría y sentido del humor. Sin perder
el realismo, ilumina a los demás con espíritu positivo y esperanzado. Ser
cristiano es “gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14,17). ¿Un testimonio
contundente? Nuestro gran filósofo José Luís Aranguren, que confesaba al final
de su vida: “Soy feliz, he sido feliz, espero morir feliz; pero porque he
sabido poner las cosas por su justo orden; y, en este orden, el amor ha ocupado
siempre en mi vida el lugar de honor”. San Juan de la Cruz ha dicho inspirado: “El
que ama no se cansa, no cansa, no descansa”. ¿Qué más se puede pedir? Lo
que ante todo ha de importarnos es que, a la hora de nuestra muerte, podamos
decir, o puedan decir de nosotros lo que dijo Jesús al expirar: “misión
cummplida” (Jn 19,30).
PARA LA REFLEXIÓN, LA ORACIÓN, EL DIÁLOGO Y EL
COMPROMISO
Lecturas bíblicas: Filipenses
2,5-11; Juan 18,1-40; 19,1-42).
1º-¿Qué sentimientos provoca en mí la
contemplación del misterio de la pasión y muerte de Jesús? 2º- ¿Vivo la
experiencia de su amor personalizado hacia mí? 3º- ¿En qué medida acompaño,
ayudo, sirvo a Jesús, crucificado de nuevo en los que sufren?
4º-¿Vivo la entrega a los
demás como un verdadero privilegio? 5º-¿Qué me mueve el Espíritu a decirle a
Jesús al contemplarle afrontando su horrendo martirio y muerte?
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