jueves, 9 de abril de 2020

VIERNESSANTO. CALVARIO, LUGAR DE ENCUENTRO.- ¿Qué sentimientos provoca en mí la contemplación del misterio de la pasión y muerte de Jesús?


ENCUENTRO EN EL CALVARIO
   1.Lugar de encuentro: el Calvario. Hoy, sobrinos/as, hermanos/as, amigos/as, nos citamos en el Calvario como lugar de encuentro. Nos unimos antes al grupo de Jesús, a su madre, a sus  amigas incondicionales y al joven Juan, que caminan penosamente por la empinada Vía Dolorosa, hechos todos un mar de lágrimas, con el corazón roto al ver al Maestro arrastrando el madero de la cruz, tambaleándose, con el rostro desollado. Caminamos hacia el Calvario, un pequeño montículo de unos treinta metros de altura, que está al lado de un camino principal para que los caminantes escarmienten en la cabeza ajena de los ejecutados. Se les ejecuta fuera de la muralla para que por sus delitos  no sean una maldición para la ciudad  santa. Los soldados nos empujan para distanciarnos de los condenados, como manda la ley. Escuchamos horrorizados los martillazos que remachan al Maestro y a los dos ladrones, compañeros de ejecución. Nos tapamos los ojos para no ver el espectáculo de alzar la cruz, las contorsiones de su cuerpo, y nos tapamos los oídos para no oír los gritos de dolor por el desgarramiento de sus cuerpos al ser hizados en alto. Son alrededor de las tres de la tarde del viernes de la semana pascual. El Calvario es ahora mismo el ombligo del universo y de la historia. Jesús está instalado en su cátedra para gritar con su cuerpo desgarrado la verdad sobre Dios y sobre el hombre y su historia.

     2.En silenciosa contemplación. Seguimos el consejo de santa Teresa de Jesús a las religiosas de su congregación: “No os pido ahora que penséis en Él ni que saquéis muchos conceptos, ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones con vuestro entendimiento. No os pido más que le miréis. Mirad que no está aguardando otra cosa sino que le miremos. Tiene en tanto que le volvamos a mirar, que no quedará por diligencia suya” (Santa Teresa, C 26,3). Es lo que hacía Francisco de Asís durante noches enteras en la soledad del monte Auvernia, abrazado a la cruz gimoteando de emoción. Con el Hijo de Dios masacrado, con su cuerpo hecho una pura llaga, está todo dicho. Pablo no quería saber más: “Con vosotros decidí ignorarlo todo excepto a Jesucristo, y concretamente a Jesucristo crucificado” (1 Cor 2,2). Pero a Timoteo le agrega: “Y resucitado. “Acuérdate de Jesucristo, resucitado” (2 Tm 2,8).   
    3.Jesús crucificado, grito supremo de amor. Lo que ante todo y sobre todo nos grita  Jesús de Nazaret desde la cruz es: “Dios es amor” (1 Jn 4,8). Es la primera lección que nos enseña desde su cátedra de la cruz. Y nos lo grita no con su boca mortecina, sino con las hondas y numerosas bocas abiertas de sus heridas. Ellas nos gritan el amor del Padre: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que tenga vida” (Jn 3,16). Pero, no sólo eso. Pablo agrega: “¿Cabe decir más? Si Dios está a favor nuestro, ¿quién podrá estar contra nosotros? Aquel que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo es posible que con él no nos lo regale todo? ¿Quién será el fiscal de los elegidos de Dios? Dios, el que perdona. Y ¿a quién tocará condenarlos? A Cristo Jesús, el que murió, o, mejor dicho, resucitó, el que está a la derecha de Dios Padre el mismo que incercede en favor nuestro” (Rm 8,31-34). Dios-Padre-Madre, después de señalarnos a Jesús crucificado, hecho pura llaga, nos dice: “Este es mi Hijo amado, mi predilecto. Escuchadlo” (Mt 17,5). Es su última y suprema declaración de amor, su epifanía  deslumbrante. No tiene ninguna otra forma más clara y rotunda de declararnos su amor de Padre-Madre. “¿Qué más puedo hacer para demostraros mi amor?”, nos dice. El Calvario es también epifanía del Espíritu como fuerza de amor que impulsa y sostiene a Jesús en su entrega a lo largo de toda su vida, pero sobre todo en su martirio cruel. 
     Las bocas abiertas de las heridas del cuerpo moribundo de Jesús nos gritan su amor de Hermano y Amigo. Escribe Juan: “Sabía Jesús que había llegado para él la hora de pasar de este mundo al Padre; había amado a los suyos que vivian en el mundo y los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Afirma Jesús: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13). Jesús ha dado hasta la última gota de sangre de sus venas. En toda su vida ha sido, como le define el teólogo mártir Dietrich Bonhoeffer, “el-hombre-para-los-demás”. Se ha dado enteramente, sin reservarse nada. Fiel reflejo del Dios Amor (Jn 14, 9) ha sido el Amor humanizado. Estábamos reunidos en la Casa de la Palabra, en Vigo, en un Encuentro Ecuménico, un considerable número de personas de distintos credos de España. Después de proclamar su fe varios miembros de distintas religiones, confiesa con firmeza Andrés Torres Queiruga: “Si alguien conoce y venera a un dios que sea más humano que Jesús de Nazaret, que se hizo uno de nosotros, que entregó su vida por los demás en un martirio cruel y que murió perdonando a sus enemigos, que me lo diga que yo me apunto ahora mismo a su religión”. Ante este desafío, se produce en la asamblea un silencio tangible y prologado. Confiesa el Hans Küng: “Sólo alguien que fuera Dios podía ser tan humano como Jesús de Nazaret”. “Quien me ve a mí está viendo al Padre” (Jn 14,9), afirma Jesús. Dios, antes que todopoderoso, es “todoamoroso”, pura entrega. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no saben hacer otra cosa que amar. Andrés Torres Queiruga traduce la afirmación de san Juan “Dios es amor” (1 Jn 4,8), diciendo: “Dios consiste en amar”. ¿Y su epifanía plena y radiente? En Jesús, su Hijo, que agoniza en el Calvario para divinizarnos. Jesús, a pesar de su horrendo martirio y de su muerte cruel, a pesar de que el Padre no se avino a su petición que “hiciera pasar el cáliz de su pasión y muerte” (Mt 26,39), a pesar de que muere denigrado como un vulgar delincuente, cree que sigue siendo el “su Hijo amado, su predilecto” (Mt 17,5). Cree en la fecundidad de su martirio, y muere exclamando: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). Los cristianos, a pesar de todos los virus y coronavirus, a pesar de la muerte de nuestros seres queridos, a pesar de las tragedias y soledades, a pesar de todos los pesares, seguimos proclamando nuestra fe: Dios es, ante todo y sobre todo, Padre, que quiere que “todo coopere para el bien de sus hijos” (Rm 8,28), que “Dios es Amor” (1 Jn 4,8). El sufrimiento humano no supone ausencia de Dios, sino su presencia confortadora; Dios no suprime el dolor, pero da fuerza y luz para afrontarlo fecundamente. El Padre no se avino a la súplica de Jesús de librarle del martirio, pero le envió un ángel consolador (Lc 22,43). Confesaba el teólogo mártir D. Bonhoeffer: “Dios es la fuerza de mi fuerza y Dios es la fuerza de mi debilidad”.
    4.“Me amó y se entregó por mí. Pero el amor que impulsa a Jesús al martirio no es un amor vago e impersonal, como el de quien ama a una masa anónima, genérica, sin rostro como es “la humanidad, sino que es un amor personal. Así lo han vivenciado todos los santos. Pablo que no le conoció físicamente, exclama encendidamente: “Me amó y se entregó por mí” (Ga 2,20). La misma experiencia han vivido todos los grandes apasionados por Jesús: Ignacio de Antioquía, Agustín. Francisco de Asís, Juan de la Cruz, Antonio Ma. Claret. Teresa de Jesús siente, desde una estatua del Ecce homo”, cuyos ojos se iluminan, la interpelación de Jesús: “Teresa, así me ha dejado miamor por ti, ¿qué haces tú por mi?”. En ese momento nace santa Teresa de Jesús. Con el mismo derecho y por la misma razón que ellos, hemos de decir cada uno de nosotros: “Me amó y se entregó por mí” (Ga 2,20), derramó la última gota de su sangre, dio su vida por mí. “Yo soy el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas” (Jn 10,11-12) –señala-. Pero, antes nos ha indicado: “Yo conozco a mis ovejas y las llamo por su nombre” (Jn 10,3). “Me conoce y me llama por mi nombre”, hemos de decir cada con la plena seguridad de que es así. Creer de verdad en Jesús “es tener una relación de amistad con quien sabemos nos ama”, como nos sugiere santa Teresa refiriéndose a la oración. Pero no se trata sólo de una fría convicción, de una simple creencia, sino de una vivencia, de una experiencia viva. Jesús no arriesga su vida y la pierde por una causa abstracta, por una masa de personas sin rostro, sino por mí, por cada uno de nosotros. ¿Me siento aludido por ese amor personal de Jesús? ¿Me siento interpelado por su amor martirial, que le lleva  romperse por mí? Éste y sólo éste es el principio de la verdadera conversión, como la sucedió a Teresa de Jesús y a todos los santos.
     5.El riesgo de la rutina y la gracia del entusiasmo. Pero esta vivencia es una gracia, el mayor don que hay que pedir al Espíritu con infatigable insistencia. Cuando uno se acerca a los santos y comprueba su vibración ardiente ante Cristo masacrado en la cruz, uno se da cuenta de su propio embotamiento espiritual. Pablo nos confiesa su pasión por el Señor crucificado: “Estoy crucificado con Cristo, pero vivo…no yo, Cristo vive e mí. Mi vivir humano de ahora es un vivir de la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Ga 2,19-20). Por eso testifica: “Quién podrá separarnos de ese amor de Cristo? ¿Dificultades? ¿Angustias, persecuciones, hambre, desnudez, peligros, espada? Todo eso lo superamos de sobra gracias al que nos amó” (Rm 8,35-37). 
     Asombra indeciblemente ver a Francisco de Asís extasiado, abrazando al crucifijo durante horas y repitiendo incansablemente: “Dios mío, y todas mis cosas”. Y verle después bajar del monte Auvernia repitiendo entre gemidos: “¡El Amor no es amado! ¡El Amor no es amado! ¡El Amor no es amado!”. Teresa de Jesús ora encendidamente:  “Oh, Señor del mundo, verdadero Esposo mío, si todo lo queréis pasar por mí, ¿qué es esto que yo paso por Vos? ¿De qué me quejo?” (C 26,6). “Vamos a fijar nuestra mirada en esta celebración del Viernes Santo, hermanos y hermanas, en la figura del Señor, crucificado” –empieza su homlía el P. Granada-, y al pronunciar estas palabras se le anuda la voz en la garganta, suspira, embargado por la emoción; no puede seguir, y tiene que bajar del púlpito. Todaví tengo muy viva la impresión que me causó ver correr las lágrimas de nuestro maestro de novicios, el P. Toribio Pérez, cuya causa de beatificación está introducida, al hablarnos de la pasión y muerte del Señor como expresión de su amor. Al detenernos ante el misterio, es preciso soplar y aventar las cenizas de la rutina que ahogan el fuego del entusiasmo para poder vibrar al celebrar.
Sobre todo ante el misterio de la pasión y muerte de Jesús, hemos de vivir la consigna: Celebremos lo que vivimos y vivamos lo que celebramos.
    6.Junto a la cruz de Jesús. Narra Juan, el discípulo amado que acompañó a Jesús entodo el proceso de su pasión y veló su muerte: “Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, la hermana de su madre María de Cleofás y María Magdalena y Juan” (Jn 19,25-26), ¡tres mujeres y un joven son los que acompañan a Jesús y velan su muerte! Sin duda, todos sentimos como el rey Clodoveo: “Si yo hubiera estado allí, en Jerusalén, en el Calvario con mis soldados, no hubiera pasado lo que pasó”. Y resulta que, en cierto modo, estaba allí, pero no para aliviar a Jesús como amigo, sino para maltratarle oprimiéndole despóticamente en la persona de sus soldados. Nosotros protestamos, sin duda: “Hubiéramos sido la Verónica, el Cirineo, la mujeres compasivas y solidarias que le brindaron el homenaje de sus lágrimas, los incondicionales al lado de la cruz como el grupo de los íntimos… Pues, eso es posible aquí y ahora, a ventiún siglos de distancia histórica. Es un misterio que confesamos: “Dios se ha encarnado en Jesús de Nazaret”, pero hay una segunda parte en el misterio que hay que confesar y vivir: Jesús se encarna en cada persona humana. Y todo lo que hacemos a nuestro prójimo se lo hacemos a él.    
Confesaba un filóso indio estudioso del cristianismo: “Los cristianos creen con facilidad
que Dios se ha encarnado en Jesús de Nazaret, pero les cuesta mucho creer que Jesús de Nazaret se encarna en el prójimo. Afirma el filósofo Hegel: “Yo soy nosotros”. Yo no soy un crustáceo; “yo soy con los otros”. Estamos ante un misterio que sólo comprenderemos en toda su magnitud en la gloria. Afirma Jesús categóricamente: “Yo soy la vid y vosotros los sarmientos” (Jn 15,5). La vid, la cepa y los sarmientos forman una unidad biológica. Pablo traduce esta realidad con una alegoría todavía más audaz: “Vosotros sois cuerpo de Cristo, y cada uno por su parte es miembro” (1 Cor 12,27). El autor de la carta a los Efesios pide a los esposos que amen a sus esposas como Cristo nos ama a los que formamos su Iglesia, “porque somos miembros de su cuerpo” (Ef 5,29). En las cartas de los Apóstoles son muchas las referencias a Jesús como Cabeza del cuerpo de la Iglesia: 1 Cor 12,27; Ef 1,22; 5,30; Col 1,18, etc.). Esto explica la afirmación categórica de Jesús: Todo lo que hiciste a uno de mis hermanos “a mí me lo hicistes” (Mt 25,40). No dice: “lo considero como si me lo hubieras hecho a mí, sino que realmente “me lo has hecho a mí”. No es como el hombre que agradece al médico la sanación del hermano y lo considera como si le hubiera sanado a él. La cabeza no considera la curación del dedo del pie “como si se lo hubieran hecho a ella”; en realidad se lo han hecho a ella, porque todos los miembros del cuerpo forman una unidad biológica y son absolutamente solidarios: “cuando un miembro sufre, todos sufren con él; cuando a un miembro le tratan bien, todos se alegran con él” (1 Cor 12,26). Por eso, deduce Pablo: “Amar al otro es amarse a sí mismo” (Ef 5,28). Por eso tocar al otro es tocar a Cristo, arrimar el hombro a la cruz del otro es ser cirineo, enjugar las lágrimas del otro es ser la Verónica, “alegrarse con los que se alegran y llorar con los que lloran” (Rm 12,12)  es ser las mujeres compasivas que consuela a Jesús con su compasión.
    7.“Cristo, de nuevo crucificado”. Con esta vivencia no estamos incurriendo en una piedad sensiblera, sino viviendo en toda su hondura la realidad asombrosa del Cuerpo místico de Cristo, el Cristo total. Kazantakis tiene toda la razón del mundo cuando afirma con el título de su novela más famosa Cristo, de nuevo crucificado. La sociedad es un enorme Calvario, un inmenso campo lleno de crucificados. No sólo en estos tiempos de pendemia en que se han multiplicado, sino siempre: crucificados en la cruz de la enfermedad, de la pobreza, del desempleo, de la depresión, de la soledad, del sinsentido de la vida, de la marginación. Es preciso informarse e interesarse: ¿Quiénes son?, ¿dónde están?, ¿cuál es la cruz en que están clavados?, ¿cómo calmar su dolor? Eso es estar hoy junto a la cruz de Jesús.
     Pero también hemos de revisar nuestros comportamientos porque, con frecuencia incurrimos en la paradoja que denuncia san Agustín: “Hay cristianos que al mismo tiempo que están dando un beso de amistad en su rostro muerto de madera le están pisando en los pies vivos de su cuerpo, que es su prójimo”. ¿Quién no le ha propinado algún azote  con la crítica injusta al prójimo? ¿Quién no le ha clavado una espina en la sien con palabras hirientes al que le es cercano? ¿Quién no le ha traicionado en el prójimo con sus omisiones, ninguineo e indiferencias, con faltas de ayuda, afecto y ternura? Esto es lo que nos revelan los constantes conflictos entre los que se consideran cristianos. El Papa Francisco nos señala acertadamente en qué consiste la verdadera vivencia cristiana: “En el núcleo fundamental del Evangelio lo que resplandece es la belleza del amor salvífico manifestado en Jesucristo muerto y resucitado” (EG,36). “El Evangelio invita ante todo a responder a Dios amante que nos salva, reconociéndole en los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien de todos” (EG,39). La vivencia del Evangelio requiere, pues, dos condiciones: 1ª- La experiencia de saberse amado; 2ª- La actitud  de amar, como respuesta ese amor. San Pablo afirma categóricamente: “Lo que vale es una fe que se traduce en amor” (Ga 5,5). Se traduce en amor y servicio al prójimo, claro está. Sólo podemos amar de verdad al Señor amando a los que son miembros de su cuerpo. Conocemos la tajante afirmación de Juan: “Podemos amar nosotros porque él nos amó primero. El que diga: “Yo amo a Dios, mientras pasa del hermano, es un embustero, porque quien no ama a su hermano a quien está viendo, a Dios, a quien no ve, no puede amarlo” (1 Jn 4,19-21). El amor al Señor Jesús que no se expresa en el amor y servicio al prójimo es pura ficción engañosa, sensiblería infecunda. Los santos: san Francisco de Asís, san Juan de Dios, san Camilo de Lelis, por ejemplo, después de abrazar ardienteme la imagen del Señor crucificado, iban a abrazar al primer pobre que encontraban y a besar y ungir sus llagas en el Cristo vivo del enfermo. A Jesús,  resucitado y todo, le duelen sus hermanos como miembros de su cuerpo misterioso, y por eso, no entrará plenamente en su gloria hasta que no haya ninguno de sus miembros que sufra. Benedicto XVI nos ofrece, en este sentido, un testimonio luminoso con una experiencia sobrenatural de san Martin de Tours (+397), soldado, monje y obispo. “Es casi como un icono que muestra el valor insustituible de la caridad individual. A las puertas de Amiens comparte su manto con un pobre; durante la noche, Jesús mismo se le aparece en sueños revestido de aquel manto, confirmando la perenne validez de las palabras del Evangelio:“Estuve desnudo y me vestisteis… Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis” (Benedicto XVI, Deus cáritas est, 40).
     8.La vida como don. La meta que nos señala Jesús con su palabra es: “Amaos los unos a los otros “como yo os he amado” (Jn 13,34). Esta ha de ser la medida de nuestro amor y entrega. Y sabemos cómo nos ha amado: hasta dar la vida: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13). Pero Jesús no da sólo la vida física hasta la última gota de sangre en la cruz, sino que ha dado su vida, su tiempo, su corazón en todo el discurrir de su existencia. Jesús ha entregado por nosotros la vida entera: “Habiendo amado a los suyos (a nosotros), los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Antes de morir en la cruz ya estaba muerto a sí mismo, porque, como un pensador contemporáneo ha dicho, “amar es morir”. En ese sentido, Jesús estuvo enteramente muerto durante toda su vida. Jesús nunca fue suyo, fue siempre “de los demás” y “para los demás”, como le definió el teólogo mártir Dietrich Bonhoeffer: “Jesús fue el hombre para los demás”, “el Hijo del hombre no ha venido a que le sirvan, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos” (Mt 20,28). Ha sido el grano de trigo muerto bajo la tierra, y por eso ha dado mucho fruto” (Jn 12,24). A esta meta nos llama el Señor, aunque nos sintamos muy lejos de ella y nos parezca inalcanzable para nosotros.
    Jesús nos invita a “perder nuestra vida” en favor de los demás, como actitud sumamente sabia: “El que quiera salvar  su vida, la perderá, pero el que la pierda por mí (por el servicio a los demás), la salvará” (Mt 16,25). Jesús nos invita a ser el grano de trigo, enterrado y olvidado para convertirse en espiga (Jn 12,24). Juan nos invita a responder al amor de Señor amando a los hermanos con su misma generosidad: “Hemos comprendido lo que es el amor porque aquel se desprendió de su vida por nosotros; ahora también nosotros hemos de desprendernos de la vida por nuestros hermanos” (1 Jn 3,16). Pablo, en este sentido, protesta ardorosamente ante los corintios: “Con muchísimo gusto gastaré, y me desgastaré yo mismo por vosotros. Os quiero demasido” (2 Cor 12,15). Jesús nos presenta como modelo de referencia a la pobre viuda, “que echó en el cepillo más que nadie, os lo aseguro, porque todos esos han echado como donativo de lo que les sobraba, mientras ella ha echado de lo que le hace falta, todo lo que tenía para vivir” (Lc 21,1-4). Es decir, la viuda no sólo dio de su pobreza todo lo que tenía, sino que “se dio” a sí misma.
     9.Dolores de parto. La más terca e insidiosa tentación que sufrimos es que el egoísmo se atavíe con manto de generosidad, que los gestos de caridad se nos conviertan en tranquilizantes de la conciencia. Quien, desde la mediocridad, se acerque sinceramente al Evangelio, sentirá un fuerte sobresalto que le impulse a rezar como Michel Quoist:
     “Tengo miedo de estar equivocado, Señor. Tengo miedo de estar satisfecho con mi vida decorosa; tengo miedo de las buenas costumbres que yo tomo por virtudes.
     Tengo miedo de mis pequeños esfuerzos, que me dan la impresión de avanzar.
     Tengo miedo de mis actividades, que me hacen creer que me entrego.
     Tengo miedo de mis organizaciones, que yo tomo por éxitos.
     Tengo miedo de mi influencia: me imagino que transforma vidas.
     Tengo miedo de que, cuando doy, busque de forma inconsciente, más mis intereses que el bien de los que reciben mis ayudas.
     Tengo miedo de lo que doy, pues esconde lo que no doy. Tengo miedo porque
hay gente que es más pobre que yo…Tengo miedo pues no hago bastante por ellos, no hago todo por ellos” (Michel Quoist, Oraciones para rezar por la calle, Sígueme, Salamanca, 1965,139).
     Jesús, además de señalarnos como meta y medida su propio amor: “como yo os he amado” (Jn 13,34), nos propone otra medida: “amar al prójimo como a uno mismo” (Mt 22,40). A este respecto, ora san Agustín: “Tú nos has amado, Señor, más que a ti mismo, porque preferiste nuestra salvación a tu vida”. ¡Qué fecundo sería que hiciérmos por el otro lo que haríamos por nosotros si estuviéramos en su situación!... San Antonio Ma. Claret aconseja a un grupo de sacerdotes la consigna que es su epitafio: “Enamoraos de Jesucristo y del prójimo, y haréis más de lo que yo hago”. Es necesaria  la búsqueda del enamoramiento, del amor encendido. El Señor nos pide “obras” de embergadura, no “sobras” engañosas. Nos alerta contra el engaño farisaico: “filtran un mosquito y tragan un camello” (Mt 23,24). Detrás de pequeñas virtudes pueden ocultarse grandes vicios; detrás de pequeños actos de caridad pueden ocultarse grandes omisiones e injusticias. No es cuestión de realizar actos esporádicos de servicio, sino de vivir para servir, como recuerda el Papa Francisco: “El que no vive para servir, no sirve para vivir”. Es cuestión de hacer que el amor y el servicio a los demás, se convierta en el sentido de propia vida. Afirma el Papa Francisco: “El que quiera glorificar a Dios con su vida y realizarse como persona, “ha de obsesionarse, desgastarse y cansarse intentando vivir las obras de misericordia” (Papa Francisco, Alegraos y regocijaos, 107)
     No se trata de arruinar la propia vida sino, como señala Jesús, de “acumularla” (Mt 16,26), “de conservarla sin término para una vida sin término” (Jn 12,25). Se trata de la única manera de amarse de verdad a si mismo. San Juan de Dios, para recabar alimentos para los pobres de su asilo, recorría las calles de Granada con un yugo atravesado en sus hombros y dos grandes ollas en los extremos gritando con todas sus fuerzas: “¿Quién quiere hacerse bien a sí mismo?”. Optar por hacer de la propia vida una entrega generosa a fondo perdido es apuntarse a la verdadera alegría, como señala con insistencia el Papa Francisco, sobre todo en su exhortación Alegraos y regocijaos: “La llamada a vivir la vida con sentido de entrega no implica un espíritu apocado, tristón, agriado, melancólico, o un bajo perfín sin energía. El santo es capaz de vivir con alegría y sentido del humor. Sin perder el realismo, ilumina a los demás con espíritu positivo y esperanzado. Ser cristiano es “gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14,17). ¿Un testimonio contundente? Nuestro gran filósofo José Luís Aranguren, que confesaba al final de su vida: “Soy feliz, he sido feliz, espero morir feliz; pero porque he sabido poner las cosas por su justo orden; y, en este orden, el amor ha ocupado siempre en mi vida el lugar de honor”. San Juan de la Cruz ha dicho inspirado: “El que ama no se cansa, no cansa, no descansa”. ¿Qué más se puede pedir? Lo que ante todo ha de importarnos es que, a la hora de nuestra muerte, podamos decir, o puedan decir de nosotros  lo que dijo Jesús al expirar: “misión cummplida” (Jn 19,30).     
PARA LA REFLEXIÓN, LA ORACIÓN, EL DIÁLOGO Y EL COMPROMISO
      Lecturas bíblicas: Filipenses 2,5-11; Juan 18,1-40; 19,1-42).
     1º-¿Qué sentimientos provoca en mí la contemplación del misterio de la pasión y muerte de Jesús? 2º- ¿Vivo la experiencia de su amor personalizado hacia mí? 3º- ¿En qué medida acompaño, ayudo, sirvo a Jesús, crucificado de nuevo en los que sufren?
4º-¿Vivo la entrega a los demás como un verdadero privilegio? 5º-¿Qué me mueve el Espíritu a decirle a Jesús al contemplarle afrontando su horrendo martirio y muerte?

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