CONTAR CON EL ESPÍRITU
1. El Pentecostés de ayer. Pedro y sus compañeros, todo el grupo, después de
Pentecostés parecen “otros”. Ya no son un puñado de egoístas que se pelean por
un futuro político en el que sueñan, ni un puñado de cobardes que huye al
primer estampido de la tormenta. Aquel grupo de hombres y mujeres que estaban
en el cenáculo bien trancados y con los cerrojos bien echados, abren las
puertas e irrumpen en las calles para gritar llenos de entusiasmo a Jesús
resucitado. Se han convertido en un grupo de entusiastas y carismáticos
animados de tal enstusiasmo que parecen, y así les consideran muchos, ébrios
(He 2,13). Se han convertido, de judíos apagados, en cristianos encendidos en
el fuego del Espíritu. Lo que no logró Jesús a lo largo de dos años y medio de
docencia y convivencia lo verifica el Espíritu, que fecunda las semillas que
había sembrado el Sembrador. Ora la Iglesia en la Eucaristía de Pentecostés: “Renueva, Señor, entre nosotros los
prodigios de Pentecostés”. El acontecimiento salvífico que tuvo lugar hace
veintiún siglos, es único en sus circunstancias concretas, pero el Espíritu lo
repite y lo repetirá en su esencia a lo largo de todos los siglos.
2.El
Pentecostés de hoy y de siempre. El Espíritu Santo repite su Pentecostés. ¿Por obra
y gracia de quién sino surgieron las comunidades fraternas de Francisco de
Asís, de Teresa de Jesús, de Charles de Foucauld? ¿Por obra de quién han
surgido en nuestros días comunidades que no tienen nada que envidiar a la de
Jerusalén, de Antioquía y de Corinto muchas de ellas integradas por cristianos
anteriormente mediocres, apagados y egoístas, pero transformados por el
Espíritu en potentes antorchas? Lo he dicho con insistencia, y lo repito: “¿Por
obra de quién han surgido nuestros grupos y la comunidad, sino por obra y
gracia del Espíritu Santo? Obra y gracia que hay que agradecer, y que hay que
cuidar esmeradamente. A nivel personal, conozco muchos Pedros y muchos
Nicodemos (Jn 3,8) que han renacido, se han transformado en “otros” también por
obra y gracia del Espíritu Santo. Algunos de ellos eran hombres y mujeres que
rebasaban los ochenta años cuando “nacieron de nuevo”. Eran cristianos
cumplidores a rajatabla, cristianos de Eucaristía diaria, comprometidos con
instituciones de caridad, animadores de la liturgia. Un grupo da testimonio:
“¡Cómo hemos cambiado desde que nos hemos integrado en grupo! Vivimos ahora un
cristianismo más alegre. Sentimos a Dios como Padre, no tanto como juez
temible; vivimos un cristianismo más desde el amor, más fraterno, más
comunitario. Los miembros del grupo cristiano nos hemos convertido, por obra y
gracia del Espíritu Santo, en amigos imprescindibles.” ¿No es esto también
Pentecostés?
3.Avivar la fe
en el Espíritu Santo. Es necesario tenerlo claro: Celebrar Pentecostés no es como celebrar
la Reconquista, que es simplemente hacer memoria de un acontecimiento pasado en
el que no tuvimos nada que ver; celebrar Pentecostés es celebrar un
acontecimiento salvífico que fue, pero que el Espíritu Santo repite y repetirá
hasta la culminación de la historia de la salvación. La celebración de la
fiesta de Pentecostés ha de impulsarnos a avivar la fe en su acción en medio de
nosotros, en nosotros y por nosotros, aquí, ahora, en estos tiempos de
pandemia. La fe viva en el Espíritu Santo no se reduce sólo a creer “que habló
por los profetas”, que hizo maravillas en los orígenes de la Iglesia, que
transformó a los apóstoles, que hizo milagros por medio de ellos. Esto no es fe
propiamente; esto es una evidencia histórica que nos narran los evangelistas.
Una fe reducida sólo a eso sería una fe muerta que no incide para nada en
nuestra vida. Fe viva en el Espíritu Santo implica creer que aquellas
maravillas son un anuncio profético de lo que el Espíritu Santo quiere, puede,
sigue realizando a través de los siglos, quiere realizar aquí y ahora en
nosotros. De la misma manera que creer en la Eucaristía, no se reduce sólo a
creer que Jesús dio a comer su Cuerpo y a beber su Sangre a los Apóstoles en la
última cena, sino que de la misma manera nos los sigue dando a nosotros en cada
Eucaristía. Del mismo modo, el Jesús que derramó sobre ellos el Espíritu Santo
que los transformó, lo ha derramado, lo derrama en nosotros, en los espíritus,
en las familias, en los grupos y comunidades abiertos a su acción recreadora.
Jesús, en el diálogo con la Samaritana,
promete a quien le acoja “que hará brotar en su interior un manantial que
saltará hasta la vida eterna” (Jn 4,14). El Espíritu Santo es el don, la gracia
soberana de Jesús resucitado. Pablo nos la recuerda también con insistencia:
“Sabéis muy bien que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en
vosotros porque Dios os lo ha dado” (1 Cor 6,19; Ef 4,30; Rm 8,11). ¿Valoramos
suficientemente lo que significa ser su morada, estar “revestidos de la fuerza
de lo alto” (He 1,8), tener dentro de nosotros el manantial de energía divina?
Porque el Espíritu Santo no es un Huésped, un espectador pasivo en nuestra
vida, sino una callada energía divina que hay que liberar con nuestra fe y
nuestra colaboración. Profetiza Jesús: “Cuando os entreguen no os preocupéis
por lo que vais a decir o cómo lo diréis, será el Espíritu de vuestro Padre el
que hable por vosotros” (Mt 10,19-20), “quien cree en mí hará obras como las
mías y aún mayores” (Jn 14,12). Jesús viene a decir: “Teniendo en vosotros y con
vosotros la fuerza divina del Espíritu, “si él está con nosotros, ¿quién contra
nosotros?” (Rm 8,31). Creer de verdad, con fe viva en la acción del Espíritu
Santo forja necesariamente cristianos, familias, grupos, comunidades intrépidos
como los de la primera hora de la Iglesia.
4.Una parábola
esclarecedora.
Al invitarnos Jesús y los escritores del Nuevo Testamento y al recordarnos la
Iglesia que es necesario volver la mirada al Espíritu Santo, contar más con él,
no se trata de fomentar una devoción más entre otras muchas, sino de cambiar de
clave en el modo de vivir el seguimiento de Jesús bajo un nuevo paradigma, que
está simbolizado en cambio profundo de una mujer cristiana. Se trata de una
mujer casada miembro de una comunidad cristiana; da testimonio con la
experiencia de su vida de lo que supone la conversión de un cristianismo
cumplimentero a una vivencia gozosa y vibrante de la fe. Trabajó cinco años de
empleada de un matrimonio acomodado que tenía un buen comercio de
electrodoméstico. Se enfermó la esposa, y a los pocos meses murió. Pasados unos
meses, el marido la propuso matrimonio. Se casaron. “A partir de ahí, todo
cambió en mi vida –confiesa-. Sigo haciendo las mismas cosas, pero a quien
sirvo ya no es a mi amo, sino a mi esposo de quien estoy enamorada. Ya no tengo
aquel miedo que se siente ante un amo, sino la confianza y ternura que se
siente ante un marido a quien quieres. Ya no trabajo para él a cambio de un
sueldo, ahora toda la ganancia es para nosotros y para los hijos que han
venido, dos niños y una niña. A partir de mi relación amorosa con mi marido,
realizo las mismas tareas con más amor, con más alegría y con más cuidado y más
generosidad. En mi vida ya no hay unas horas marcadas por el contrato de
trabajo, sino las horas que reclama la atención al comercio y el bien de la
familia. Mi vida es otra, inmensamente más fecunda y más feliz.
Al casarnos un grupo de matrimonios de la
parroquia nos invitó a unirnos a ellos; se trata de un grupo fenomenal,
abierto, muy unido, muy renovado, jovial y comprometido. Pues bien, el cambio
que se verificó en mí con respecto a mi marido al casarme, es el que se ha
verificado también en mí con respecto a Jesuscristo. Ya no es el Dios exigente
cuyos mandamientos hay que cumplir a la fuerza si no quieres jugarte la
eternidad. Ahora le siento como el Amigo, el
Hermano Mayor que está a mi lado velando por mi bien y el de los míos.
En poco tiempo, en dos años escasos, mi vida ha cambiado de arriba abajo. De
una mujer aburrida y cansada, me he vuelto una mujer que no cabe en sí de dicha
e ilusiones”. Esta experiencia narrada por esta mujer convertida es la que
vivieron los cristianos de las primeras comunidades; de siervos y esclavos
atemorizados se sintieron invitados a los desposorios con el Señor, “que murió
se entregó y murió por su esposa la Iglesia” (Ef 5,26-28).
5.Del
moralismo resignado al misticismo enamorado. La experiencia de esta mujer es una parábola viva
de lo que el Espíritu de Jesús quiere y puede realizar en muchos cristianos que
viven su cristianismo con “espíritu de siervos, no con el espíritu de hijos”
(Rm 8,15). El Espíritu de Jesús, el ambiente comunitario transformaron a los
judíos convertidos en hombres y mujeres radiantes, pasaron del tedio del
moralismo judío al entusiasmo del misticismo cristiano, fruto del Espíritu
Santo, don de Jesús. En siglos posteriores, lamentablemente, grandes sectores
de la Iglesia desanduvieron el camino y pasaron a de ser la esposa enamorada de
los orígenes a criada resignada y mediocre. El Papa Francisco lamenta que
muchos cristianos estén instalados en esa situación, que la Iglesia esté llena
de “cristianos rutinarios, de burócratas y funcionarios” (Papa Francisco, Alegraos y rejuveneceos, 138).
Esta es la triste realidad que abunda en
la Iglesia. Esos son los cristianos rutinarios, cumplimenteros, los que se
atienen escuetamente a sus obligaciones, sin experimentar la alegría del amor,
de la vida nueva que nos ofrece Jesús por medio de su Espíritu. Este es un
virus de una pavorosa fuerza expansiva contra el cual hay que protegerse
cuidadosamente. A nosotros, verdaderos privilegiados, nos corresponde ser, como
aquellos primeros cristianos, esposas enamoradas, antorchas que vamos
encendiendo hogueras con nuestra vida llena de vitalidad y simpatía, entregados
y comprometidos a fondo y, al mismo tiempo, “alegres y regocijados” “como
ebrios del Espíritu” (He 2,13). Para vivir nosotros una vida llena, para ser
una familia, un grupo, una comunidad “levadura, sal y luz” (Mt 5,13-16), es
preciso vivir la espiritualidad de Pentecostés, ser hombres y mujeres
“renacidos” como Nicodemo por el Espíritu.
6.Dóciles al
Espíritu.
Sin duda ha habido y hay en nosotros mucha bondad, muchos gestos de
generosidad, de ternura y fidelidad a la familia, de afecto y ayuda a los
amigos, compañeros y vecinos, de responsabilidad en el trabajo, de
corresponsabiliad y colaboración con la comunidad cristiana, de ayuda a los
necesitados, de compromiso social. Todo ello es don, fruto de la acción del Espíritu en nosotros, que tenemos que
agradecer incansablemente gracias. “Todo es gracia”, decía G. Bernanos. Todo
ello ha de inducirnos a la gratitud y a la confianza. Pero también es preciso
estar vigilantes porque puede convertirse en una trampa e inmovilizarnos por la
autocomplacencia.
Cuando uno se asoma a la vida de los santos
y de los cristianos que viven encendidamente su fe, uno siente un profundo
asombro ante lo que le falta, a lo que nos llama el Señor con el testimonio de
su vida, y uno se dice a sí mismo: eso no me lo puedo perder, lo mejor está por
venir para mí, si yo quiero. ¡Qué asombrosa fue y es su comunión con la Familia
Divina! ¡Qué amistad profunda con los hermanos! ¡Qué pasión y espíritu de
servicio con los necesitados! ¡Qué fortaleza, qué entrega martiral a los demás!
Y, en medio de todo, ¡qué alegría desbordante y contagiosa en toda su vida!
¡Cuántas nuevas experiencias de vida me quedan por estrenar, por ahondar! Poder crecer, poder ser cada vez mejores
multiplicando el bien es la gran fortuna que tiene el ser humano, que no
podemos desaprovechar. Pero para ello necesitamos docilidad al Espíritu. Y el
Espíritu Santo es creador, innovador, renovador. Celebrar con sinceridad
Pentecostés es renovar nuestro compromiso de fidelidad a los impulsos del
Espíritu Santo. Sí, Él está ahí, pero, como dice Jesús: “Está ahí como un
viento que sopla donde quiere; oyes el ruido, pero no sabes de dónde viene ni a
dónde va” (Jn 3,8). El cristiano ha de identificar la voz y la fuerza del
Espíritu que se encarna en portavoces humanos y acontecimiento de la vida. He
escuchado, por ejemplo, una reflexión evangélica, he leído unas páginas de un
libro que me han tocado el corazón, eso es un impulso del Espíritu que tengo
que obedecer. Me he encontrado con personas buenas que me dan un recital de
Evangelio y suscitan en mí deseos de superación; esas son mociones e impulsos
del Espíritu que debo seguir. Se produce una urgencia humana que necesita
colaboración, pienso que podría prestarla, es un impulso del Espíritu, no puedo
dejarme frenar por la comodidad; tengo que obedecer al Espiritu y
comprometerme. La Iglesia ha dicho siempre que la conciencia sincera y
transparente es la voz del Espíritu Santo.Esta es la condición imprescindible
para “gozar de una vida desbordante” (Jn 10,10).
7.Mediadores
del Espíritu.
La Palabra “espíritu”, significa “soplo”, “viento” y, como tal, es invisible;
es lo que le recordaba Jesús a Nicodemo (Jn 3,8). Ves la realidad, escuchas el
ruido de los acontecimientos, pero tienes que intuir la fuerza divina que está
detrás. Confesamos en el credo: “Creo en el Espíritu Santo que habló por los
profetas”. Pero no sólo habla, sino que también actúa. No sólo habló y actuó
por los profetas del Antiguo Testamento, ni sólo por los profetas de los
comienzos de la Iglesia, habla y actúa por los profetas de hoy, y lo hará por
medio de todos los profetas hasta el final de los tiempos.
¿Recordamos que fuimos ungidos en el
bautismo como sacerdotes, reyes y profetas?
(1 Pe 2,9). Todos somos profetas; no hemos de pensar en personajes
excepcionales, milagreros. Pablo pide a los miembros de la comunidades que no
silencien a los profetas, sino que les escuchen (1 Cor 14,29; 1 Tes 5,20). Por
eso hemos de acoger la acción profética de los hermanos y hemos de ejercer la
acción profética hacia los hermanos. Hemos de administrar nuestras palabras
como algo sagrado. ¿El Espíritu también realiza milagros por nuestro medio?
Pues sí. Soy testigo de bastantes. No de paralíticos físicos que han vuelto a
andar, ni de ciegos físicos que hayan vuelto a ver, ni de sordomudos físicos
que hayan empezado a oír y hablar, pero sí de personas postradas, hundidas,
deprimidas que se han reanimado, que han recuperado las ganas de vivir,
personas deshechas que se han rehecho, gracias a las palabras proféticas,
consoladoras y alentadoras, a gestos llenos de humanidad de “profetas menores”,
de hermanos y hermanas del grupo o la comunidad que les han acompañado en su
vía dolorosa y cargado con ellos sus cruces, y también por obra y gracia de
quienes hemos intercedido por ellos en la oración como Marta y María a favor de
su hermano (Jn 11,3). Estoy asombrado, alegre y agradecido por los milagros que
el Espíritu Santo ha realizado entre nosotros y por nuestro medio. Con
frecuencia sólo algunos tenemos la dicha de conocerlos y reconocerlos, todos
ellos realizados por “obra y gracia del Espíritu Santo”: “No seréis vosotros
los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que habla por vosotros”
(Mt 10,20).
8.“Te basta mi
gracia”.
Estamos celebrando un acontecimiento en sí revolucionario. Siempre puede ser
Pentecostés. Sí, el Evangelio es realmente fascinante, ¿pero de dónde saco, de
dónde sacamos fuerza para vivirlo? ¿De qué nos sirve si no tenemos fuerza para
para hacerlo realidad en nuestra vida? Muchos por este motivo se engañan
apuntándose a un evangelio propio, light. Agustín, un desastre humano, se
preguntaba esto mismo”. Cuando Agustín se sentía desalentado y tentado de
abandonar, pero miraba al cenobio de san Antonio Abad y se reanimaba diciéndose
a sí mimo: “¿Crees que estos monjes son fieles por sus solas fuerzas o por la
gracia del Espíritu?” Ya sabemos a dónde llegó aquel hombre deshecho que rehízo
a tantos con la fe en el Espíritu Santo. Tenemos dentro de nosotros una riqueza
psicológica incalculable. Es un drama el saber, como atestiguan los psicólogos
que sólo hacemos aflorar un diez por ciento de nuestra riqueza interior. Jesús,
al enviarnos el Espíritu Santo, nos ha dicho: “Llevas dentro de ti un manantial
de fuerza divina” (Jn 4,14), “te basta mi gracia” (2 Cor 12,9). Por esto los
cristianos necesariamente hemos de ser intrépidos. Damos gracias a Dios en la
fiesta de los santos porque “Él corona en los santos la obra del Espíritu Santo
y santificador. El secreto de una vida grande está en creerse de verdad la
afirmación de Jesús: “Todo es posible al que tiene fe” (Mc 9,23), “hasta puede
mover montañas de dificultades, aunque su fe sólo sea como un granito de
mostaza” (Lc 17,6), como la cabeza de un alfiler. D. Bonhoeffer, teólogo mártir
confesó: “Dios es la fuerza de mi fuerza y es la fuerza de mi debilidad”,
Revestidos de la fuerza divina que es el Espíritu Santo, ¿quién dijo
miedo? Atilano Alaiz- Pentecostés – 31-5-2020
PARA LA REFLEXIÓN, LA ORACIÓN, EL DIÁLOGO Y EL
COMPROMISO
Lecturas bíblicas: Juan 16,5-15: Jesús promete el don del Espíritu.
Hechos 2,1-13:
Acontecimiento de Pentecostés.
1º- ¿Mi comprensión de Pentecostés coincide con la
expresada en esta reflexión o se diferencia? En caso de diferenciarse, ¿en qué
se diferencia?
2º- ¿La reflexión me ha aportado algo nuevo? En caso
afirmativo, ¿qué? ¿Qué sentimientos ha provocado en mí (en nosotros)?
3º-
¿Cuenta realmente el Espíritu Santo en mi (en nuestra) vivencia cristiana? ¿De
qué manera?
4º- ¿Sé
(sabemos) descubrir la acción del Espíritu Santo en los acontecimientos de la
vida? ¿Cómo?
5º- ¿Soy
(somos) dóciles al Espíriitu que nos impulsa hacia adelante o estoy (estamos)
instalado?
6º- ¿Soy
(somos) la esposa enamorada del Señor o quedan en mí (en nosotros) actitudes y
comportamientos de criada/o?
7º- ¿Me
siento y ejerzo (nos sentimos y ejercemos) como mediadores del Espíritu Santo?
¿
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