EL AMOR NO PASARÁ“En esta semana, el jueves, leímos los cristianos ese pasaje tan conocido de 1. Co. 13 donde San Pablo escribe a los cristianos de Corinto sobre la preeminencia y la definitividad del amor, y lo hace justamente a una comunidad en serias dificultades. Estamos nosotros como humanidad, en este tiempo y contexto de pandemia, en serias dificultades. El covid 19 no ha sido la causa de la crisis, sino su desvelador y acelerador. Así lo oímos y así lo creemos. Lo que ya venía funcionando muy mal, la crisis ecológica, económica, social, política y humana por las opciones realizadas en nombre del progreso infinito, ahora se deja ver sin máscaras –paradojalmente mientras usamos tapabocas o barbijos para evitar el contagio- y expandirse a una velocidad mayor que el virus, que vaya si es veloz. Al leer hoy este pasaje de la Carta paulina puede parecernos muy anacrónico, ya ni siquiera inspirador para lectura en una boda. Y, sin embargo, tal vez superando el primer rechazo por “inocente” y hasta “tonto”, podemos caer en la cuenta que hay allí una sabiduría por descubrir o por aceptar y que este es un tiempo propicio para dar el salto cualitativo de comprensión. “Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; cuando llegué a ser adulto, dejé atrás las cosas de niño” (1. Co. 13, 11) Pablo les decía a los cristianos de Corinto, en medio de sus conflictos y hasta odios que ¡Un salto de madurez es el amor! El pelearse de las familias, amigos, grupos sociales, así como el agredirse de los pueblos, el saqueo de los bienes de una población o de una tierra, el afán de posesión, la competencia despiadada, la envidia, la soberbia… no son ni sentimientos ni actitudes de adultos, sino propios de niños caprichosos, inconscientes, inmaduros. Es tiempo de dejar de ser niños y de aprender a ser adultos. Adultos capaces de renunciar al ego, a la herida narcisista, para no ser rudos ni deleitarnos en la maldad, sino regocijarnos con la verdad, para aprender a creer, a perdonar, a esperar, cargar la cruz que implica jugarse como adultos por el bien común, la vida abundante, en suma por el amor. Algunos profetas laicos venían hablando de la crisis y sus terribles consecuencias desde hace décadas, clamaban en el desierto, sus voces eran ahogadas por el ruido del aparente éxito. Por ejemplo el filósofo Hans Jonas decía que la luz del progreso ilimitado nos había encandilado, y avanzábamos hacia un precipicio, decía que el tiempo de la ceguera se había terminado y era necesario despertar a la luz diurna para cambiar de rumbo. La pandemia sanitaria ha puesto de manifiesto las consecuencias de ese encandilamiento y la urgencia del cambio. Hoy muchos científicos, analistas, filósofos y teólogos reflexionan acerca de la vulnerabilidad humana y la fragilidad de las certezas de la pretendida (infantil -diría San Pablo-) seguridad burguesa, así lo hace por ejemplo el teólogo Walter Kasper en un libro publicado hace poco por Sal Terrae: Dios en la pandemia, allí nos invita a una mirada valiente y adulta de lo que el covid 19 deja al descubierto y apela a una conversión personal y eclesial. En ese libro el prólogo es del Papa Francisco y me voy a remitir a dos párrafos del mismo: “Esta dramática situación ha puesto en clara evidencia la vulnerabilidad, caducidad y contingencia que nos caracterizan como humanos, cuestionando muchas certezas que cimentaban nuestros planes y proyectos en la vida cotidiana. La pandemia nos plantea interrogantes de fondo, concernientes a la felicidad de nuestra vida y al amparo de nuestra fe cristiana.” “La crisis es una señal de alarma, que nos hace considerar con detenimiento dónde se hallan las raíces más hondas que nos sostienen en medio de la tormenta. Nos recuerda que hemos olvidado y postergado algunas cosas importantes de la vida y hace que nos preguntemos qué es realmente importante y necesario y qué tiene solo importancia menor o incluso meramente superficial. Relacionando con la carta paulina a los corintios, creo que el Papa nos está ayudando a tomar conciencia de nuestros devaneos infantiles o adolescentes, a nuestra supuesta omnipotencia y soberbia para hacernos caer en la cuenta de que es tiempo de madurar. La pandemia nos plantea interrogantes de fondo acerca de la felicidad, nos recuerda que hemos olvidado algunas cosas importantes de la vida, más aún, nos confronta con la pregunta sobre lo esencial y lo que es superfluo. Al leer el leer este prólogo y los capítulos del libro recordé que unos meses antes había circulado en las redes una canción sobre la ternura. Con algunos versos abrí este artículo y tienen el video para deleitarse con la belleza de esta canción y su melodía: https://youtu.be/rEjvRktXeis La belleza de la canción está en su simplicidad, en decirnos con ejemplos muy claros qué es lo que solemos valorar tanto (riqueza, fama, gloria, acción, pasiones ardientes) y qué realmente es lo imprescindible, lo que si nos falta somos unos pobres diablos desechos y defraudados. La dulzura de la melodía no puede ser más adecuada para expresar la ternura a la que se canta. Lo que realmente necesitamos para ser humanos es: “mares de ternura para que reine el amor, reine el amor hasta el final de los días, reine el amor por siempre, por siempre” El amor nunca pasará, es lo que al final de la vida cuenta: ese pecho lleno de nombres, como dijo Pedro Casaldáliga y mucho antes San Juan de la Cruz: “al final de la vida seremos juzgados en el amor”. Nuestra madurez como humanidad no se medirá por lo acumulado ni por las conquistas de tierras o la contaminación del planeta, sino por el amor tierno que permanecerá cuando la paja se queme. Conmueve que en situaciones críticas se acerquen los amigos con detalles exquisitos de ternura. Impacta como en una enfermedad terminal o incluso en un deterioro mental algunas personas cierran sus vidas con una sonrisa en los labios. El amor no pasará. El amor permanece. ROSA RAMOS
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