Roger Lenaers es un anciano y sabio jesuita belga, autor
de libros como Otro cristianismo es posible y Aunque
no haya un Dios ahí arriba (Abya Yala,
Quito, 2008 y 2013), escritos con inteligencia y con alma para quienes quieren
seguir siendo discípulos de Jesús sin exiliarse del mundo actual con su
cosmovisión, sus ciencias y su lenguaje.
Tras haber dedicado su vida a enseñar teología a jóvenes
universitarios, a sus 70 años, ya jubilado, inició otra vida: se fue de párroco
a un pueblecito de 300 habitantes perdido en los Alpes, en el Tirol austríaco.
Lo de perdido es un decir, pues mucho más perdidas están nuestras grandes
ciudades inhumanas con sus lujosas avenidas y sus barrios de miseria.
Allí se fue el sabio jesuita guiado por su luz, buscando luz y libertad, y entre los pacíficos habitantes de Vorderhornbach las encontró. Allí ha respirado el aire de las alturas y de lo más profundo, el Aliento vital que anima el Cosmos, el Espíritu que gime y goza en el corazón de todos los seres. Allí ha vivido y convivido, pensado y escrito, predicado y escuchado el mensaje de Jesús, hasta los 95 años. Allí ha formulado en palabras claras y sencillas las claves fundamentales para decir y vivir otro cristianismo posible –y necesario– en estos tiempos de cambios culturales tan profundos: un cristianismo liberado de dogmas y creencias trasnochadas, de intervenciones arbitrarias de un Dios Supremo omnipotente, de revelaciones y de elecciones particulares, de nacimientos virginales y resurrecciones físicas, de exorcismos y curaciones milagrosas,
de muertes expiatorias e infiernos eternos, de normas morales de otro mundo caduco, de instituciones eclesiales propias del Medioevo.Allí escribió hace cinco años un libro-resumen, traducido
al español y prologado por Manuel Ossa, recientemente editado y presentado por
José María Vigil y Santiago Villamayor: Jesús,¿una
persona humana como nosotros? En
él, el anciano sabio jesuita, que desde hace unos meses vive en una residencia
de mayores en Lovaina (Bélgica), invita con pasión y libertad a liberar a Jesús
del ropaje mitológico de los Evangelios, y dejar que emerja de su fondo como
figura inspiradora de vida y de liberación para hoy.
En las líneas que siguen quiero referirme a la pregunta
formulada por el título del libro: ¿Fue Jesús una persona humana como nosotros?
Que en el año 2021, con la Tierra más amenazada que nunca por la pandemia
humana, con la humanidad más desgarrada que nunca por la prisa y la competición
universal, más peligrosa que la Covid-19 con todas sus incertidumbres y
angustias, cuando todos nuestros telediarios debieran abrirse con la pregunta
–científica, filosófica, teológica– más crucial de nuestro tiempo: “¿Cómo
lograremos entre todos una vacuna para esta loca y asfixiante competitividad
universal?”, que en esta encrucijada alarmante en que nos hallamos nos
preguntemos si Jesús fue una persona humana como nosotros… revela dónde se
halla todavía la teología cristiana. Perdida en cuestiones bizantinas y
escolásticas, con perdón de bizantinos y escolásticos. Pero ahí estamos, y el
sabio anciano jesuita tiene razón de plantear la pregunta, para devolver a la
persona y al mensaje de Jesús de Nazaret su fuego profético, sus
bienaventuranzas subversivas y consoladoras, su pregón pascual, su potencial
transformador para este pobre mundo nuestro.
Volvamos, pues, a la pregunta: ¿fue Jesús una persona
humana como nosotros? Solo para poder entenderla, hay que volver muchos siglos
atrás. Tras 100 años de intrincadas e interminables, para nosotros hoy
extravagantes, discusiones que siguieron al Concilio de Calcedonia (451) sobre
Jesús, constituido de dos naturalezas (humana y divina) y una persona (divina),
el Concilio II de Constantinopla (553) estableció que Jesús era un ser humano
completo (cuerpo y mente), pero no una “persona (hipóstasis)
humana” propiamente dicha, pues su centro y sujeto personal profundo o su yo
último era divino, “uno de la Trinidad”. Y suponía el Concilio que lo divino es
esencialmente distinto de lo humano.
Roger Lenaers quiere devolver la cordura o el sentido
común –la cordialidad o la sensibilidad profunda, en definitiva– a nuestra
manera de entender a Jesús, para que nos haga más humanos. Creo, sin embargo,
que no lo consigue del todo. ¿Era Jesús como nosotros? Sí y no, responde
Lenaers. Yo estoy de acuerdo allá donde dice que sí, pero disiento allá donde
dice que no. Y no es porque niegue lo evidente, a saber, que todos los seres
humanos somos muy semejantes, pero absolutamente únicos a la vez, sino porque
pienso que el teólogo belga, bajo una igualdad superficial y formal, sigue
imaginando una desigualdad esencial y de fondo entre Jesús y todo el resto de
los humanos.
Supera, sí, el Concilio de Calcedonia y el II de
Constantinopla, y no es poco: Jesús no fue un ser híbrido compuesto de doble
naturaleza (humana y divina) cuya “hipóstasis” o sujeto o centro personal era
la “persona divina”. “Fue persona humana como nosotros” (p. 158), y tuvo, por
lo tanto, “las mismas necesidades, deseos y reacciones que nosotros” (p. 158).
Fue un Homo Sapiens como nosotros. Faltaría más.
Pero ahí se acaba la igualdad. Pues Jesús, afirma Lenaers,
no se sitúa en el “bajo nivel evolutivo en que estamos nosotros” (p. 52). “Nosotros
no somos más que el eslabón perdido entre el Hombre del Neanderthal y el ser
humano como debería llegar a ser alguna vez. Con su modo de ser otro, Jesús de
Nazaret nos da una idea de cómo podrá ser ese humano por venir” (p. 68). Así,
por ejemplo: “hombre como nosotros, debió haber tenido las mismas necesidades
sexuales que nosotros, pero de toda evidencia [?] las manejó de manera distinta
al término medio de la humanidad y no fue dependiente de ellas, sino
interiormente libre, con la misma libertad que demostró tener frente al dinero,
a las apariencias y a la crítica de sus adversarios” (p. 158). “La
trascendencia humana de Jesús consistía esencialmente en su ser y vivir
totalmente para otros” (p. 162), lo que es “inalcanzable para nosotros” (p. 162).
¿Quién vive, quién puede vivir “totalmente para otros”?
Conclusión rotunda y no poco aventurada: Jesús “no era una
persona como nosotros” (p. 162). Sic. Es como un salto al vacío desde lo alto
de un pico alpino. Jesús habría sido, pues, un Homo Sapiens, sí,
pero perfecto. ¿Cómo lo sabemos? Ahí flaquea el sabio jesuita, pues se limita a
decir que “la normalidad humana… no explica la irradiación que salía de Jesús”
(p. 162).
Un Homo
Sapiens perfecto ¿no es una
contradicción en los términos? ¿No somos por definición fruto, maravilloso
fruto, frágil fruto, de una evolución azarosa esencialmente inacabada y
abierta? ¿Puede alguien siquiera concebir una persona humana de nuestra especie
con inteligencia perfecta, voluntad perfecta, emotividad perfecta, espiritualidad
perfecta…? ¿No nos define el “no hago lo que quiero y hago lo que no quiero”, a
causa de nuestro cerebro limitado, de sus disfunciones congénitas, de la
genética heredada, de las condiciones ecológicas y económicas, la cultura
recibida, los miedos acumulados, toda nuestra historia personal y colectiva? ¿Y
por qué no vamos a imaginar que, en un planeta lejano o en nuestro propio
planeta dentro de millones de años o dentro solo de 100 años o menos haya una
especie, humana, transhumana o posthumana, más “humana” –solidaria y
bienaventurada– y por lo tanto “divina” que nosotros, incluido Jesús?
¿Y por qué tendríamos que imaginar a un Jesús
“milagrosamente” libre de esa finitud constitutiva de nuestra especie y de
todas las especies? ¿Podemos imaginar razonablemente a un Jesús que nunca
hubiera padecido rencillas, resquemores ni resentimientos, que nunca hubiera
experimentado envidia, codicia y orgullo, que nunca hubiera flaqueado y
sucumbido en su confianza, su solidaridad y su esperanza? Si fuera así, no sería
humano. Y yo no puedo imaginarlo sino como una persona humana, hecha como todos
–cada uno a su manera y con su nivel de realización que nadie puede medir ni
juzgar desde fuera– de arcilla animada llena de luz y de sombras. Solo así, y
no porque fuera perfecto ni siquiera el más perfecto, podría seguir
inspirándome.
Y yo, por la cultura “cristiana” que me ha forjado y por
mi historia personal que no puedo ni quiero borrar, quiero seguir inspirándome
en Jesús, en esa figura recia y dulce, desconcertante y también contradictoria,
que ha quedado consignada en los evangelios, tanto canónicos como apócrifos, y
ha sido transmitida de generación en generación, de bondad en bondad y de error
en error, hasta hoy. Para que la humanidad se levante y camine hacia la paz que
busca.
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