Jesús no está en el templo
Está en nuestro templo verdaderamente dentro de nosotros, en todo
nuestro ser.
Sé que es un concepto sabido y repetido infinitas veces. Pero hoy tuve una
experiencia hermosa.
Fui a la misa después del receso del verano, a encontrarme con Jesús
Eucaristía; sabiendo por la costumbre lo que sucedería, aunque tenía
unas ganas muy grandes de comulgar con Él.
Después de los saludos acostumbrados por el tiempo de no vernos, tomo
asiento y de repente, me doy cuenta de que estoy experimentando una
gran unción con algo muy ordinario, de todas las veces que asisto al
templo.
Comienzo a mirar al niño Jesús en los brazos de su Madre María,
mirándome, tan pequeñito e indefenso, ni caminaba aún, un bebe; giro
la mirada hacia la derecha y observo un hombre clavado en aquella
cruz enorme, con la cabeza mirando hacia abajo, muerto, imponente
; bajo la mirada y lo encuentro en el Pan de la Eucaristía.
Ese triduo me estremeció por completo y percibía la presencia del Espíritu
Santo en mi corazón mostrándome aquello.
Lo había visto tantas veces. Pero diferente, no eran tres imágenes
separadas, eran una sola; el Niño Dios que nació para salvarnos, el
Hombre Dios que murió en la cruz para salvarnos y el Jesús Eucaristía
que se entrega a nosotros cada día y el Espíritu Santo que se quedó con
nosotros para siempre. Todo era uno solo. Dios.
Al comerlo en mi mente y en mi corazón resonaban palabras como que
ese Pan es sabroso, bueno y un regalo.
Entonces mientras volvía a mi casa de camino, tuve esa confirmación de
Dios de que Jesús no está en el templo.
Está conmigo, dentro de mí. Está contigo. Está en ti, en nosotros.
Por eso sufre o goza con nosotros, llora o ríe con nuestras vidas. Él
impregna nuestro ser por completo una y otra vez.
Madilene
Hermanos: preparando la homilía del domingo VI durante el año(12 de febrero) encuentro reflexiones valiosísimas ante las cuales me considero aprendiz. No sería capaz de ser para nada original. Por ello encontré un comentario del cual saco un fragmento nada más.
ResponderEliminar«No matarás» (vv.21-26).
Es el primer caso tomado en consideración. Se trata de una exigencia clara que no admite
excepciones y que condena cualquier clase de homicidio (cf. Gén 9,5-6). El hombre no tiene
poder sobre la vida de sus semejantes, aunque ese semejante sea un criminal (cg. Gn 4,15).
La vida humana es sagrada e intocable desde el momento que aparece hasta que se apaga
naturalmente. Esto estaba ya claro en la Torah antigua; sin embargo, para entrar en el reino
de los cielos es necesario saber que el no matar implica mucho más. Existen otros modos
sutiles, sofisticados, camuflados, de matar.
Si existieran rayos X capaces de revelar el cementerio que llevamos oculto en nuestros
corazones, nos llenaríamos de espanto. Entre los que hemos ‘matado’ encontraríamos a
aquellos a los que hemos jurado no dirigir nunca la palabra, aquellos a quienes hemos negado
el perdón, a quienes seguimos echándoles en cara los errores cometidos, a los que hemos
7
quitado el buen nombre con la maledicencia o calumnia, a quienes hemos privado del amor y
de la alegría de vivir...
Jesús enseña que el mandamiento que ordena no matar lleva consigo muchas
implicaciones que van más allá de la agresión física. Quien usa palabras ofensivas o se deja
llevar por la ira, quien alimenta sentimientos de odio, ha matado ya a su hermano (v. 22).
El homicidio parte siempre del corazón. No se puede odiar a una persona y sentirse en
paz consigo mismo. No se llega a matar sin un proceso previo de auto-convencimiento de que
nuestra posible víctima no es persona humana, no merece vivir y, por tanto, deber ser
eliminada. Este trabajo de auto-convencimiento se lleva a cabo a través de la repetición
constante, como un estribillo despiadado, de frases como: “Es un estúpido”, “es un loco”, “es
un sin Dios”. Así se llega a acallar los remordimientos y pronunciar la sentencia final: merece
“la hoguera”.
Este corazón cruel e injusto –enseña Jesús– es el que tiene que ser desarmado. A la
demonización del adversario, Jesús contrapone su juicio: es un hermano. Tres veces repite
esta palabra (vv. 22-24) como un antídoto
para sanar el corazón del veneno del odio,
que mantienen vivo y alimentan las
palabras maliciosas. Después, afronta la
raíz de los conflictos, introduciendo el
tema de la reconciliación.
Resalta, ante todo, el deber