Por: Rosa Ramos* 27 de agosto de 2024
Parece preciso comenzar por conceptualizar estos términos del título: “espiritualidad” y “Pueblo de Dios”.
Empecemos por el primero y con breves citas: Jon Sobrino afirma que “la espiritualidad es patrimonio universal de la humanidad, y que va siendo cultivada en el claro-oscuro de la historia —en función de las condiciones existenciales—, para responder a la realidad en lo que tiene de crisis y de promesa. Así la espiritualidad va dando unidad y forma a la vida toda de la persona”.
En la misma línea las teólogas Consuelo Vélez, colombiana, y Lucia Pedrosa, brasileña afirman: “la espiritualidad es una experiencia personal o compartida con un pueblo, de esa fuerza que da vida, que motiva la esperanza, que construye identidad, que convierte, que conduce a personas y a pueblos en circunstancias y contextos concretos…”.
En relación al segundo término, ‘Pueblo de Dios’, seguimos el planteo de la Constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II, según la cual abarca, en círculos concéntricos cada vez más amplios, a todas las personas de buena voluntad (LG 14-16).
Asimismo, asumimos el planteo del Papa Francisco, particularmente en Laudato si y en Fratelli tutti, donde partiendo de ese claro oscuro de la historia y sus desafíos actuales, acaba apelando a todas las personas —desde sus propias religiones o sin ellas— a llevar adelante una praxis que salvaguarde la vida de la casa común, de toda la creación y particularmente que trabajen por la fraternidad universal. Es notable cómo cinco décadas después hay tal evolución de conciencia: ya no importa bautizar o que todos pertenezcan a la Iglesia, sino que prima el reconocimiento de que todos somos hijos de Dios, su único pueblo.
Sin duda hay muy diferentes concepciones y espiritualidades dentro de los cristianos católicos, que no interesa plantear en este breve texto, sino que partimos de esta convicción: más allá de la confesión religiosa o no, todas las personas tenemos una espiritualidad inherente a la condición humana, desde la cual decidimos y construimos nuestra vida.
La espiritualidad es esa luz que, iluminándonos desde dentro, nos da una tonalidad que colorea todo lo que somos y hacemos. Es el modo peculiar de ser, de estar y hacer en el mundo, procurando una vida digna y con sentido, esto no sólo a nivel personal, sino colectivamente, en definitiva, como ‘Pueblo de Dios’ en marcha.
En el epílogo del libro ‘a dos voces’ que publicamos con Armando Raffo: ¿Tiene sentido la aventura humana? Reflexiones para cristianos, decíamos que la inquietud por el sentido de la vida y de la historia no es exclusiva de la fe cristiana, ni de ninguna religión, pues personas sin fe han hecho esfuerzos notables por desentrañar la fuerza y el sentido de la evolución y el lugar del ser humano con su libertad en la misma.
Citábamos a Ernest Bloch quien en El principio esperanza subraya que hay un motor oculto en la historia que la hace avanzar, que es un dinamismo supraindividual, algo así como una solidaridad entrañable del género humano que tiende hacia estadios de mayor humanización. Bloch señala que ese motor es el desasosiego de no estar suficientemente determinados, lo cual nos mueve a hacia lo que, no siendo aún, se puede llegar a ser.
¿Acaso no es espiritualidad ese desasosiego que mueve a preguntarnos por el sentido de la vida y de la historia, así como el anhelo hondo y persistente de justicia y fraternidad que atraviesa todos los pueblos y culturas a lo largo de la historia? ¿No podemos reconocer la espiritualidad —ese patrimonio de la humanidad— en esa sed que, de un modo u otro, a todos nos habita y se traduce en dinamismos históricos que nos empujan hacia estadios más humanos, y por ello mismo, más divinos, o cercanos a lo que los seguidores de Jesús llamamos ‘reino de Dios’?
Por otra parte, no podemos desconocer que la sociedad de consumo, de generación de nuevos deseos, por tanto, de producción y rendimiento, muchas veces distrae, incluso ahoga las preguntas últimas, así como los anhelos más hondos de sentido, solidaridad y vida abundante para todos. Tampoco podemos ignorar el individualismo que es parte de la cultura occidental actual de masas. Los intereses económicos crean a la vez ilusiones y divisiones, levantan muros, acaparan riquezas y privilegios, provocando muerte y exclusiones de diversos modos… Todo esto y más lo denuncia abiertamente Francisco en ambas encíclicas antes citadas.
Sin embargo, si miramos la peripecia humana a lo largo de la historia y hoy mismo en distintos rincones del planeta —en particular en los espacios no cubiertos por los medios masivos de comunicación— apreciamos siempre algo nuevo que nace como resistencia y creatividad.
Descubrimos aquí y allá ese desasosiego impertinente que late sin rendirse, ese levantarse una y otra vez “desde abajo, desde dentro, desde cerca” tras una tragedia natural o provocada. ¡He ahí la espiritualidad del pueblo de Dios! Alguien dijo: “podrán cortar las flores, pero no detener la primavera” que porfiadamente despierta del invierno. Y otro poeta afirma que “las células son efímeras como las flores, mas no la vida”.
Más allá de la constatación histórica de la novedad que despunta una y otra vez elevando a la humanidad, y más allá de esas expresiones poéticas citadas, sugerentes y esperanzadoras, vale aclarar que no se trata de un mecanismo ciego y ajeno a las personas: la humanización requiere siempre nuestro ‘sí’, el concurso de nuestra libertad. Libertad que, por si acaso fuera poco, ha de liberarse continuamente, como lo plantea sabiamente José Ignacio González Faus. Y ha de hacerlo con un trabajo consciente, con discernimiento personal y comunitario, para evitar engaños y despotismos que acaban siendo dañinos para tantos.
Es la espiritualidad la que anima, despertando de inercias y egoísmos, la fuerza y la creatividad del Pueblo de Dios. Ya sea para defender la Tierra, el agua, la vida en todas sus formas, la diversidad de culturas, y libera la libertad a fin de humanizarnos conforme al sueño de Dios revelado en Jesús: “Padre, que todos sean uno como tú y yo somos uno”. Uno que no anula la diversidad, sino que la hace brillar, como bien ilustra la imagen del poliedro.
* Laica y educadora uruguaya formada en filosofía y teología, con más de 30 años de docencia. La espiritualidad en sus múltiples manifestaciones, la teología de la revelación y de la historia, y la hermenéutica de la realidad, son algunos de sus temas de reflexión y publicaciones.
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