Una parábola dirigida “a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás”, pero también portadora de esperanza para todos los que no se animan “siquiera a levantar los ojos al cielo”.
Dos hombres suben al templo al mismo tiempo, y los dos tienen la intención de orar, pero son muy diferentes entre ellos, y bien diferente es su manera de orar.
Uno es fariseo, y representa a todos los que se consideran buenos, porque cumplen con todos los preceptos y las normas de la Ley. Es un hombre piadoso y recto. En su oración se encuentra con los demás, no para crear comunión, sino para separarse de ellos, denunciando lo que tal vez son realmente: “ladrones, injustos y adúlteros”, o publicanos.
Él, en cambio, no sólo no tiene pecado, sino que hace el bien más allá de lo debido, aunque no destinado al prójimo: “Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas”.
Está en el templo, pero Dios mismo está de sobra, porque él no lo necesita: se salva por sus méritos. De alguna manera, se siente en derecho de cobrarle a Dios: Dios es su deudor. Se siente bien consigo mismo, complacido y satisfecho, feliz por su bondad, artífice de su santidad. Mira a los demás sólo para juzgarlos con desprecio, y agradece a Dios no por la bondad y misericordia de Dios, sino porque él es diferente y mejor de todos: “Te doy gracias porque no soy como los demás hombres”.
El otro hombre que ora en el templo es un publicano, un cobrador de impuestos, una persona odiada por su pueblo porque está al servicio del imperio romano invasor y explota a su propia gente.
Frente a Dios, tiene conciencia de su indignidad: “Manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo”. No juzga a nadie, y no tiene nada de qué gloriarse. Confiesa su pecado con un gesto no ritual: “Se golpeaba el pecho”, de donde sale toda maldad. En la oración se descubre a sí mismo, y su invocación se hace esencial: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”. Es la confianza total de un hombre que reconoce no merecer nada, pero sabe que la misericordia gratuita de Dios es más grande que su pecado, y se entrega a Dios con extrema humildad.
En la opinión común, el fariseo era el hombre respetado y perfecto. Su oración tenía que ser plenamente agradable a Dios, mientras que la oración del publicano, pecador sin esperanza de conversión, no podía ser aceptada. Jesús da un juicio totalmente imprevisible y distinto: “Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero”. Es acogida la invocación del publicano, que desde el abismo de su indigencia y su miseria se reconoce necesitado de la compasión de Dios; y es rechazada la oración del fariseo, que se contempla a sí mismo y se cree autosuficiente.
En realidad, los dos orantes necesitan la misericordia de Dios, pero el publicano abre su corazón para recibirla, y el fariseo no la recibe porque ya está lleno de sí mismo.
La sentencia final de Jesús, repetida por Lucas para su comunidad, aunque tal vez no pertenezca originalmente a esta parábola, la interpreta perfectamente: “Todo el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado”.
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