Es verdad que el propio Jesús
advirtió que él no había venido a este mundo para “suprimir” (katalyo)
la Ley y los Profetas, es decir la “religión”, sino para “llevarla a la
plenitud” (pleróo) la antigua religión (Mt 5, 17). Lo que, según la
interpretación más razonable, viene a decir que Jesús no pretendió acabar
con la religión, ni tampoco intensificar cuantitativamente la antigua
religión, sino que su proyecto consistió en modificar cualitativamente
el hecho religioso (Ulrich Luz). Con lo que quiero decir esto: lo que Jesús
dejó patente, con su forma de vida y con sus enseñanzas, es que el centro de
la religión no está ni en el templo, ni en los rituales, ni en lo sagrado, ni
en la sumisión a las normas religiosas, ni en los domas y sus teologías, sino
que está en la praxis, en una ática, en un proyecto de vida, en una forma de
vivir, que se centra y se concentra en la bondad con todos y todas por igual,
en el amor sin limitaciones ni condicionamientos (Mt 5, 43-48; 38-42; Lc
10, 25-37....). Lo que se tiene que traducir y realizar en el respeto a la vida
humana, en la defensa de la vida, el dignidad y los derechos de la vida humana.
Esto quiere decir que Jesús desplazó
la religión, en cuanto que la sacó del templo, se la quitó a los sacerdotes
y sus jerarquías, la separó de los ritos, la antepuso a lo sagrado. Y la puso
en el centro de la vida. Es más la amplió y la extendió a la vida entera, no
reducida a determinados momentos de la vida, a espacios separados, a gestos
privilegiados, a objetos y personajes con quienes hay que mantener una relación
de abajamiento y sumisión. Y así es cómo Jesús representa y expresa “la
humanización de Dios”. Más aún, él nos revela “la humanidad de Dios” (José M.
Castillo). Por eso se puede (y se debe) afirmar que la originalidad del cristianismo
consiste en que no es una religión como las demás.