Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra tener este encuentro con
ustedes, para compartir la alegría que llena el corazón y la vida entera
de los discípulos misioneros de Jesús. Así lo han manifestado las
palabras de saludo de Mons. Roberto Bordi, y los testimonios del Padre
Miguel, de la hermana Gabriela, y del seminarista Damián. Muchas gracias
por compartir la propia experiencia vocacional.
En el relato del
Evangelio de Marcos hemos escuchado también la experiencia de Bartimeo,
que se unió al grupo de los seguidores de Jesús. Fue un discípulo de
última hora. Era el último viaje del Señor de Jericó a Jerusalén, adonde
iba a ser entregado. Ciego y mendigo, Bartimeo estaba al borde del
camino, marginado, y cuando se enteró del paso de Jesús, comenzó a
gritar.
En torno a Jesús iban los apóstoles, los discípulos, las
mujeres que lo seguían habitualmente, con quienes recorrió durante su
vida los caminos de Palestina para anunciar el Reino de Dios. Y una gran
muchedumbre.
Dos realidades aparecen con fuerza, se nos imponen. Por
un lado, el grito de un mendigo y por otro, las distintas reacciones de
los discípulos. Parece como que el evangelista nos quisiera mostrar,
cuál es el tipo de eco que encuentra el grito de Bartimeo en la vida de
la gente y de los seguidores de Jesús. Cómo reaccionan frente al dolor
de aquél que está al borde del camino, de aquél que está sentado sobre
su dolor.
Tres son las respuestas frente a los gritos del ciego.
Podríamos decirlo con las palabras del propio Evangelio: Pasar, Cállate,
Ánimo, levántate.
1. Pasar, pasar de largo y algunos quizás porque
no escucharon. Pasar es el eco de la indiferencia, de pasar al lado de
los problemas y que éstos no nos toquen. No los escuchamos, no los
reconocemos. Es la tentación de naturalizar el dolor, de acostumbrarse a
la injusticia. Nos decimos: es normal, siempre ha sido así. Es el eco
que nace en un corazón blindado, cerrado, que ha perdido la capacidad de
asombro y por lo tanto, la posibilidad de cambio. Se trata de un
corazón, que se ha acostumbrado a pasar sin dejarse tocar; una
existencia que, pasando de aquí para allá, no logra enraizarse en la
vida de su pueblo.
Podríamos llamarlo, la espiritualidad del zapping.
Pasa y pasa, pero nada queda. Son quienes van atrás de la última
novedad, del último best seller pero no logran tener contacto,
relacionarse, involucrarse.
Ustedes me podrán decir: «Padre, pero
estaban atentos a las palabras del Maestro. Lo estaban escuchando a él».
Creo que eso es de lo más desafiante de la espiritualidad cristiana.
Como el evangelista Juan nos lo recuerda, ¿cómo puede amar a Dios, a
quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve? (1 Jn 4, 20b).
Dividir esta unidad es una de las grandes tentaciones que nos
acompañarán a lo largo de todo el camino. Y tenemos que ser conscientes
de esto. De la misma forma que escuchamos a nuestro Padre es como
escuchamos al Pueblo fiel de Dios.
Pasar sin escuchar el dolor de
nuestra gente, sin enraizarnos en sus vidas, en su tierra, es como
escuchar la Palabra de Dios sin dejar que eche raíces en nuestro
interior y sea fecunda. Una planta, una historia sin raíces, es una vida
seca.
2. Cállate, es la segunda actitud frente al grito de Bartimeo.
Cállate, no molestes, no disturbes. A diferencia de la actitud
anterior, esta escucha reconoce, toma contacto con el grito del otro.
Sabe que está y reacciona de una forma muy simple, reprendiendo. Es la
actitud de quienes frente al pueblo de Dios, lo están continuamente
reprendiendo, rezongando, mandándolo callar.
Es el drama de la
conciencia aislada, de aquellos que piensan que la vida de Jesús es solo
para los que se creen aptos. Parecería lícito que encuentren espacio
solamente los «autorizados», una «casta de diferentes» que poco a poco
se separa, diferenciándose de su pueblo. Han hecho de la identidad una
cuestión de superioridad.
Escuchan pero no oyen, ven pero no miran.
La necesidad de diferenciarse les ha bloqueado el corazón. La necesidad
de decirse: no soy como él, como ellos, los ha apartado no sólo del
grito de
su gente, ni de su llanto, sino especialmente de los motivos
de alegría. Reír con los que ríen, llorar con los que lloran, he ahí,
parte del misterio del corazón sacerdotal.
3. Ánimo, levántate. Y por
último nos encontramos con el tercer eco. Un eco que no nace
directamente del grito de Bartimeo, sino de mirar cómo Jesús actuó ante
el clamor del ciego mendicante.
Es un grito que se transforma en
Palabra, en invitación, en cambio, en propuesta de novedad frente a
nuestras formas de reaccionar ante el Santo Pueblo de Dios.
A
diferencia de los otros, que pasaban, el Evangelio dice que Jesús se
detuvo y preguntó qué estaba sucediendo. Se detiene frente al clamor de
una persona. Sale del anonimato de la muchedumbre para identificarlo y
de esta forma se compromete con él. Se enraíza en su vida. Y lejos de
mandarlo callar, le pregunta: ¿Qué puedo hacer por vos? No necesita
diferenciarse, separarse, no lo clasifica si está autorizado o no para
hablar. Tan solo le pregunta, lo identifica queriendo ser parte de la
vida de ese hombre, queriendo asumir su misma suerte. Así le restituye
paulatinamente la dignidad que tenía perdida, lo incluye. Lejos de verlo
desde fuera, se anima a identificarse con los problemas y así
manifestar la fuerza transformadora de la misericordia. No existe una
compasión que no se detenga, escuche y solidarice con el otro. La
compasión no es zapping, no es silenciar el dolor, por el contrario, es
la lógica propia del amor. Es la lógica que no se centra en el miedo
sino en la libertad que nace de amar y pone el bien del otro por sobre
todas las cosas. Es la lógica que nace de no tener miedo de acercarse al
dolor de nuestra gente. Aunque muchas veces no sea más que para estar a
su lado y hacer de ese momento una oportunidad de oración.
Esta es
la lógica del discipulado, esto es lo que hace el Espíritu Santo con
nosotros y en nosotros. De esto somos testigos. Un día Jesús nos vio al
borde del camino, sentados sobre nuestros dolores, sobre nuestras
miserias. No acalló nuestros gritos, por el contrario se detuvo, se
acercó y nos preguntó qué podía hacer por nosotros. Y gracias a tantos
testigos, que nos dijeron: «ánimo, levántate», paulatinamente fuimos
tocando ese amor misericordioso, ese amor transformador, que nos
permitió ver la luz. No somos testigos de una ideología, de una receta,
de una manera de hacer teología. Somos testigos del amor sanador y
misericordioso de Jesús. Somos testigos de su actuar en la vida de
nuestras comunidades.
Esta es la pedagogía del Maestro, esta es la
pedagogía de Dios con su Pueblo. Pasar de la indiferencia del zapping al
«ánimo, levántate, el Maestro te llama» (Mc 10,49). No porque seamos
especiales, no porque seamos mejores, no porque seamos funcionarios de
Dios, sino tan solo porque somos testigos agradecidos de la misericordia
que nos transforma.
No estamos solos en este camino. Nos ayudamos
con el ejemplo y la oración los unos a los otros. Tenemos a nuestro
alrededor una nube de testigos (cf. Hb 12,1). Recordemos a la beata
Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús, que dedicó su vida al anuncio
del Reino de Dios en la atención a los ancianos, con la «olla del pobre»
para quienes no tenían qué comer, abriendo asilos para niños huérfanos,
hospitales para heridos de la guerra, e incluso creando un sindicato
femenino para la promoción de la mujer. Recordemos también a la
venerable Virginia Blanco Tardío, entregada totalmente a la
evangelización y al cuidado de las personas pobres y enfermas. Ellas y
tantos otros son estímulo en nuestro camino. Vayamos adelante con la
ayuda de Dios y la colaboración de todos. El Señor se vale de nosotros
para que su luz llegue a todos los rincones de la tierra.
Les ruego que recen por mí, y los bendigo de corazón.
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