La primera palabra que quisiera
deciros es trabajo. Pero no para deciros: ¡trabajad más duro,
daos prisa! No, no, para agradecéroslo. Gracias. Pero en el Vaticano, cuando se
habla de trabajo, también hay un problema. Una señora de vosotros cuando entró,
señalando a un joven dijo: “Ayudad a los trabajadores precarios”. El otro día
tuve una reunión con el Cardenal Marx, que es el presidente del Consejo de la
Economía, y con Mons. Ferme, el secretario, y dije: “No quiero trabajo ilegal
en el Vaticano”. Os pido disculpas si todavía lo hay. El famoso artículo 11,
que es un artículo válido para una prueba, pero una prueba de uno o dos años,
no más. Así como he dicho que no se debe dejar a nadie sin trabajo, es decir,
despedirlo, a menos que haya otro trabajo fuera que le convenga, o que haya un
acuerdo que sea conveniente para la persona, lo mismo digo: tenemos que
trabajar aquí dentro para que no haya ni trabajo ni trabajadores
precarios. También es un problema de conciencia para mí, porque no podemos enseñar
la doctrina social de la Iglesia y luego hacer estas cosas que no son buenas.
Se entiende que durante un tiempo determinado una persona puede estar en
prueba, sí, prueba un año, tal vez dos, pero basta. Trabajo sumergido, nada.
Esta es mi intención. Ayudadme vosotros, ayudad también a los superiores, los
que dependen de la Gobernación, el Cardenal, el Secretario, ayudad a resolver
estos problemas de la Santa Sede: los trabajos precarios que aún existen.
Y aquí, la cuarta palabra
que me gustaría deciros: perdón. “Perdón” y “disculpa”. Porque no
siempre damos buen ejemplo; nosotros – hablo de “la fauna clerical” – nosotros
[sonríe] no siempre damos buen ejemplo. Hay errores en la vida que hacemos
nosotros los clérigos, pecados, injusticias, o a veces tratamos mal a las
personas, un poco neuróticos, injusticias… Perdón por todos estos
ejemplos que no son buenos. Debemos pedir perdón. También pido perdón, porque a
veces “me vuelan los gorriones” [ríe] [la paciencia se me acaba]…
Queridos colaboradores,
hermanos y hermanas. Aquí están las palabras, las cuatro palabras que me han
salido del corazón: trabajo, familia, cotilleo, perdón.
Y la última palabra es la
felicitación de Navidad: ¡Feliz Navidad! Pero feliz Navidad en
el corazón, en la familia, incluso en la conciencia. No tengáis miedo, también
vosotros, de pedir perdón si la conciencia te reprende; buscad un buen confesor
y ¡haced una buena limpieza! Dicen que el mejor confesor es el sacerdote sordo
[sonríe]: ¡no te hace sentir avergonzado! Pero sin ser sordos, hay tantos
misericordiosos, muchos, que te escuchan y te perdonan: “¡Adelante!”. La
Navidad es una buena oportunidad para hacer las paces también dentro de
nosotros. Todos somos pecadores, todos. Ayer hice la confesión de Navidad: el
confesor vino… y me hizo bien. Todos tenemos que confesar.
Os deseo una Feliz Navidad,
de alegría, pero esa alegría que viene de dentro. Y no quisiera olvidarme de
los enfermos, que tal vez haya en vuestra familia, que sufren, y enviarles, también
a ellos, una bendición. Muchas gracias. Protejamos el trabajo, que sea justo;
protejamos a la familia, protejamos la lengua; y, por favor, perdonadnos por
los malos ejemplos; y hagamos una buena limpieza del corazón en esta Navidad,
para estar en paz y felices.
Y antes de irme, me
gustaría daros la bendición, a vosotros y a vuestras familias, a todos. Muchas
gracias por vuestra ayuda.
Recemos un Ave María a
Nuestra Señora: “Dios te salve María …”
[Bendición]
Y rezad por mí: ¡no os
olvidéis!
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