Hace 5000 años, la humanidad dio un salto cultural decisivo: inventó la escritura. La palabra efímera se convirtió en texto duradero, la memoria olvidadiza dejó paso a tablillas de barro o de arcilla grabadas a estilete y secadas luego al aire libre o cocidas en un horno de fuego. Sucedió en Sumeria, actual Irak (solo con esto debiera bastar para que el llamado Occidente depusiera su arrogancia y retirara de allí sus mortíferos tanques, drones y expolios).
Entonces empezó lo que llamamos “historia”, aunque no es más que nuestra historia humana, tan breve y tan intensa, tan contradictoria, marcada como las tablillas de arcilla por lo más sublime y lo más infame. Dicen que los primeros textos cuneiformes conocidos recogen, no bellos poemas, sino prosa económica: contratos, compraventa, contabilidad, “tantas vacas engordadas” para el sacrificio y el negocio… ¿Será la escritura mero instrumento para una economía más efectiva?
Entonces empezó también la historia conocida de las religiones, y nacieron, por lo que sabemos, los dioses como seres sobrehumanos a imagen humana, presididos siempre por un dios supremo, casi siempre masculino. En su nombre, mitos, creencias, códigos de virtud e himnos litúrgicos quedaron plasmados en el barro o en la arcilla que somos. ¿Volverá a nacer la vida en el barro y en la arcilla, como nació hace cuatro mil millones de años en nuestro maravilloso planeta Tierra, tan fecundo y tan frágil?
La pregunta se concreta: ¿esos textos que llamamos “sagrados” –que solo son sagrados en la medida en que inspiran la vida y no son más sagrados que cualquier otro texto que la inspire–, esos viejos textos, por admirables que sean –la Biblia, el Corán, los Vedas, las Upanishads, el Gîta, las Analectas de Confucio, el Dao De Jing de Laozi…–, contienen aún para nosotros, en este siglo XXI del conocimiento en aumento exponencial y del cambio acelerado, en este mundo desconcertado y afligido, algún rayo de luz que ofrecernos?
Respondo categóricamente: Sí, contienen innumerables chispas de luz para vivir la comunión planetaria de la vida. Pero con una condición: la de saberlos leer hoy. La escritura supuso una enorme oportunidad para las tradiciones religiosas: la transmisión fidedigna a las generaciones venideras de todos los tiempos y culturas. Pero la fijación por escrito constituyó igualmente la peor tentación, el mayor peligro: la fijación por escrito de la sabiduría originaria, de la inspiración vital.
¿Cómo leerlos hoy? Ésa es la cuestión: cómo volver a leer esos textos religiosos milenarios, cómo recuperar el aliento vital que late en ellos, con todas sus ambigüedades, en su fondo más verdadero. Es la pregunta y el propósito que nos mueve a la Fundación EREITEN y las asociaciones AGORA y GUNE a organizar para los próximos dos cursos unos ciclos de relectura de los textos fundantes de las grandes tradiciones religiosas o sapienciales, en Oñati y en euskera (si quisieras informarte, con gusto te atenderemos en testufundatzaileak@agora21.eus).
Leer es releer, pues el texto es como una fuente que mana: la palabra del escritor, de origen remoto y oscuro, se vuelve palabra reestrenada en labios del lector, y lo dicho vuelve a sumergirse en la tierra de lo indecible. Aferrarse al significado del pasado es desecar el curso del texto, su manar siempre nuevo, su ilimitada posibilidad de nuevos sentidos. El agua de la fuente no se repite jamás; solo en cuanto nueva es siempre la misma. El texto es la fuente, no el agua. Es la forma, no el espíritu. Tuvo un significado en su origen: lo que el escritor “quiso decir”; pero aquel primer significado fue adquiriendo nuevos matices y sentidos a lo largo de la historia de la lectura. Todo texto está abierto al Infinito indecible más allá de todo lo dicho.
Mar-Alain Ouaknin, prestigioso rabino, filósofo y teólogo, ha escrito que la Biblia es el Infinito vuelto finito en el texto como en una cárcel estrecha: toca al lector abrir sus barrotes y devolver a Dios su infinitud. “Lo escrito escrito está”, dijo Pilato, y condenó a Jesús. Jesús fue condenado por el “está escrito”, pues decía: “Está escrito, pero yo os digo…”, algo siempre nuevo. Quien se limita a repetir lo dicho, el significado, convierte el texto en ídolo. Solo quien se arriesga a reinterpretarlo confiesa la infinitud de Dios. En eso consiste leer.
(Publicado en DEIA y en los Diarios del Grupo NOTICIAS el 24 de junio de 2018)
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