Mucha gente tiene la impresión de que la Iglesia se está debilitando. Lentamente, pero inexorablemente, pierde presencia y capacidad de influir en la opinión pública, en la mentalidad y en la conducta de la ciudadanía. Esto es lo que piensan muchas personas. Pero, ¿es realmente así?
Hay hechos evidentes, que son indefectiblemente así. Demasiadas iglesias se van quedando casi vacías, la opinión de los obispos y los curas le importa cada día menos a la gente, cuando se habla de la religión y sus gentes es para ponerlos de vuelta y media, de forma imparable disminuyen los curas, los frailes, las monjas. Los conventos se convierten en hoteles, residencias, edificios par asuntos de la administración pública. Lo civil invade lo religioso. Lo laico se apodera de lo sagrado.
Hay hechos evidentes, que son indefectiblemente así. Demasiadas iglesias se van quedando casi vacías, la opinión de los obispos y los curas le importa cada día menos a la gente, cuando se habla de la religión y sus gentes es para ponerlos de vuelta y media, de forma imparable disminuyen los curas, los frailes, las monjas. Los conventos se convierten en hoteles, residencias, edificios par asuntos de la administración pública. Lo civil invade lo religioso. Lo laico se apodera de lo sagrado.
Así las cosas, la Iglesia se empeña en que la gente tiene que cambiar. Pero la gente no cambia. Lo que hace la gente es que se aleja. Porque quien tiene que cambiar es la Iglesia. A grandes sectores de la sociedad le importa un bledo lo que piensen o digan los curas. A no ser que digan o hagan cosas que extrañan, sorprenden o escandalizan. Entonces sí. Unos se indignan. Otros se ríen. Y no faltan quienes ponen el grito en el cielo pidiendo que le corten a la Iglesia el grifo de los privilegios económicos, legales o políticos.
Es una pena. Porque, hablando de religión, de clérigos y de Iglesia, abundan indeciblemente más los que murmuran y protestan, que quienes reconocen y comentan el bien inmenso que hacen los muchos clérigos, monjas y voluntarios que se pasan años y más años, en sitios perdidos, con los últimos de este mundo, con escasos medios y entre mil dificultades, sin que nadie lo sepa y tantas veces hasta jugándose la vida. Pero de esto, se habla poco, se elogia menos y se les ayuda lo indispensable. Y tantas veces, ni eso.
La Iglesia necesita cambiar. Pronto y muy a fondo. Cambiar, ¿en qué? Ante todo, en la autosuficiencia y seguridad que tiene en sí misma. ¿Qué significa esto?
Dos grandes acontecimientos, como es bien sabido, determinaron y marcaron la modernidad: la Reforma (s. XVI) y la Ilustración (ss. XVII-XVIII). En la Reforma, hay que destacar – entre otras cosas – la insistencia de Lutero en la vuelta de la Iglesia al Evangelio. Hans Küng lo ha formulado con precisión: “distanciamiento del excesivamente humano eclesiocentrismo de la Iglesia del poder y regreso al cristocentrismo del Evangelio”. Estamos hartos de normas, mandatos y prohibiciones, al tiempo que echamos de menos la ejemplaridad del Evangelio en una Iglesia y su clero que tiene tantas cosas que ocultar.
Dos grandes acontecimientos, como es bien sabido, determinaron y marcaron la modernidad: la Reforma (s. XVI) y la Ilustración (ss. XVII-XVIII). En la Reforma, hay que destacar – entre otras cosas – la insistencia de Lutero en la vuelta de la Iglesia al Evangelio. Hans Küng lo ha formulado con precisión: “distanciamiento del excesivamente humano eclesiocentrismo de la Iglesia del poder y regreso al cristocentrismo del Evangelio”. Estamos hartos de normas, mandatos y prohibiciones, al tiempo que echamos de menos la ejemplaridad del Evangelio en una Iglesia y su clero que tiene tantas cosas que ocultar.
Por lo que se refiere a la Ilustración, el principio según el cual la ciencia es la primera gran potencia que rige y delimita la estructura del pensamiento, tal principio se constituyó en el criterio determinante de la primera modernidad. En esta nueva forma de pensar y de buscar lo que constituye la realidad, se destacan los primeros “creadores” de la mencionada modernidad: Galileo, Descartes, Pascal, Spinoza, Leibniz, Locke, Newton… A partir de ellos, la razón del hombre se convirtió en el árbitro de las cuestiones que constituyen y delimitan la realidad.
Ante este nuevo paradigma, rector del pensamiento, la reacción de la autoridad eclesiástica fue la resistencia, el rechazo y la condena. La investigación, el saber y la ciencia siguieron su camino, su progreso creciente y acelerado. Por el contrario, la Iglesia se quedó estancada y atascada en su teología medieval. Y con la teología, en su liturgia, su derecho, sus normas de conducta y su sistema organizativo en general.
¿Puede así la Iglesia estar al día y responder a las preguntas y necesidades que vive nuestro mundo, nuestra cultura y nuestra sociedad en general? Solamente el día que la Iglesia acepte estar en su sitio y pueda responder a lo que la gente realmente necesita, sólo ese día, la Iglesia caminará segura hacia el futuro que le espera.
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