lunes, 23 de septiembre de 2019

DETODASPARTES VIENEN.-De VIGO..“El amor que no se renueva cada día, se vuelve hábito y una esclavitud”. La hoguera que no se alimenta, se apaga." Atilano ALAIZ.-


      LA FAMILIA, COMUNIDAD DE AMOR -

   Entrevista a Atilano Alaiz -Radio Tamaraceite – Canarias -18-9-2019

EXPERIENCIA DE VERANO
     Las experiencias que he vivido en este verano me confirman, una vez más, mi convicción dogmática: Felicidad se escribe con “f” de familia. Y esto que compruebo cada día en mi entorno, lo he comprobado, una vez más, en los lugares que he visitado en mi recorrido veraniego: León, Gijón y Ferrol. Me decía una madre: “Nos reunimos catorce personas. Sí, esto supone trabajo; pero ¡es tan maravilloso convivir todos unidos por el cariño: abuelos, hijos y nietos, que no hay alegrías mayores!”
     La familia, además de ser el lugar de la alegría y la felicidad, es también, como la llama Enrique Tierno Galván la gran e insustituible cátedra donde se forjan las personas sanas psicológicamente. Nada, nadie puede ocupar su lugar o desempeñar su función. El consejo del padre, la piedad de la madre, la observación del hermano, las cuitas y las alegrías compartidas en común… todo esto viene a definir el carácter y a preparar moralmente al hombre que uno va a ser”. En cambio, una familia desestructurada es una escuela de desequilibrados y delincuentes.

CALIFICATIVOS DEL AMOR CONYUGAL Y FAMILIAR
     ¿Qué calificativos ha de tener el amor de un matrimonio, de una familia para ser humanizador y gozoso?

Respetuoso

La persona es sagrada. La relación matrimonial y familiar han de ser, en primer lugar, respetuosas; los integrantes de la familia han de guardarse un respeto religioso, han de respetarse al máximo sus miembros en su profunda dignidad de personas, sean o no creyentes. La dignidad de la persona es un dogma humano universal. Jesús la eleva de categoría y afirma el carácter divino de todas las personas como hijos de Dios que son.
      Orígenes descubría el pecho de su hijo bebé y le daba meso: “Venero a la Trinidad, que habita en su corazón” -confesaba-. Ese respeto sagrado es el que han de impulsar los gestos, las palabras, los signos en las relaciones de los miembros de la familia, especialmente en los esposos.
      La actitud de respeto es fundamental en la convivencia
familiar. Como se afirma con frecuencia, sobre todo en lo que se refiere a los esposos, cuando se pierden el respeto está todo perdido. Pablo, en los rasgos con identifica al amor verdadero, señala: “el amor no es grosero”. Las palabras despectivas, los gestos o signos desdeñosos son, en lo humano, verdaderas blasfemias. Frente a ellas han de reinar en el ámbito conyugal y familiar palabras elogiosas, gestos de aprecio que susciten la autoestima de los miembros de la familia. Esto es sumamente determinante en la calidad de la convivencia. Escribe el Papa Francisco: “Amar es también volverse amable. Esto quiere indicar que el amor no obra con rudeza, no actúa de modo descortés, no es duro en el trato. Sus modos, sus palabras, sus gestos son agradables y no ásperos ni rígidos (…). Ser amable no es un estilo que un cristiano puede elegir o rechazar. Como parte de las exigencias irrenunciables del amor, “todo ser humano -afirma santo Tomás de Aquino- está obligado a ser amable con los que lo rodean” (Papa Francisco, Amoris Laetitia, 99).
      Aceptar y respetar las diferencias. Este respeto ha de llevar a reconocer, a aceptar las diferencias, la complementariedad, de los miembros de la familia. No siempre es así. Con frecuencia esposos y esposas se ignoran en este sentido. Decía Boecio a su entrañable amigo: “Porque tú eras tú y yo era yo, por eso los dos éramos nosotros”. Las diferencias entre hombre y mujer no sólo son físicas; tienen diversa sensibilidad, diversos gustos.  Esto es lo que enriquece. La variedad de notas y de colores producen la polifonía y la policromía. En el verdadero matrimonio se canta a dúo. La misma letra, pero con otra tonalidad.      Señalaba Helder Câmara: “¿Piensas como yo? Eres mi amigo. ¿Piensas distinto que yo? Eres doblemente amigo, porque así nos enriquecemos mutuamente”.
      Respetar la libertad de los otros. El respeto al cónyuge o a los hijos implica respetar su libertad y la de los hijos ni ser poseedores ni ser poseídos. El Papa Francisco advierte: “En la vida familiar no puede reinar la lógica del dominio de unos sobre otros, o la competición para ver quién es más inteligente o poderoso, porque esa lógica acaba con el amor” (Papa Francisco, Amoris laetitia, 98). En el seno de una auténtica familia se vive realmente la igualdad de los hijos de Dios. Evidentemente, no siempre es así, aun en familias que funcionan normalmente; con frecuencia el uno anula al otro y, a veces, los dos a los hijos. Ahí está el machismo que pervive todavía con bastante vitalidad, a unos niveles que se aceptan con naturalidad, pervivencia de la cultura machista reinante. La familia ha de ser también una escuela de libertad. Los padres han de ser como las cigüeñas que enseñan a batir las alas y a volar por su cuenta. “La familia -afirma el Vaticano II- es la escuela del más rico humanismo” (GS 52,1)

     Responsable

      El amor, para que sea auténtico, ha de ser, asimismo, responsable. ¿Qué implica el ser responsable? Que cada uno de los miembros del matrimonio, de la familia, han de responder ante Dios de los demás de los demás miembros. Casarse, formar una familia implica responsabilizarse de los demás miembros que la integran. Se convierten en guardianes los unos de los otros. 
     En este sentido, Adán tenía razón para quejarse de Eva ante Dios: “La compañera que me has dado para ayudarme para el bien, lo que ha hecho es empujarme al mal” (Gn 3,12). Por lo tanto, cada miembro de la familia ha de preguntarse: ¿He ayudado a los otros a crecer como personas, como cristianos? ¿Hay algo en mi vida que es piedra de tropiezo para ellos?” No es cuestión sólo de crecer en economía en bienes gananciales y en bienestar, sino de crecer como personas, de crecer en la vivencia de valores humanos y divinos y en comunión mutua. A algunos el matrimonio, el entorno familiar les arruina como personas; a otros, en cambio, les eleva. Algunos, a partir del matrimonio, resultan personas significativamente cambiadas. Algunos, a partir del casamiento, se le va apagando la tímida luz de la fe; otros, por el contrario, se transforman en cristianos convertidos y convencidos. El Vaticano II afirma: “Los cónyuges son el uno para el otro, testigos del Señor que se han de ayudar a crecer”.
      Cada uno de los miembros del matrimonio o de la familia ha de gritar a los otros como el Miguel Hernández: “¡Ayudadme a ser hombre; no me dejéis bestia”! Dice el refrán castellano: “Dos que duermen en el mismo colchón se hace de la misma opinión”. Lo importante es que se contagien bondad, valores humanos, optimismo. Recuerdo vivamente la confesión de algunos matrimonios modélicos: “¡Cuántas gracias le doy a mi marido por lo que me ha ayudado a superarme!”. Y lo mismo confiesa el marido. Testimoniaban Isabel y Carlos.

     Amor incondicional

     Otro de los rasgos que identifican al verdadero amor es su condición de incondicional. No es voluble, no le alteran los cambios y circunstancias. A esto se comprometen los novios en la celebración matrimonial: “Yo te quiero a ti como esposo/a y prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida”.
     En las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, en el éxito y en el fracaso, en la lozanía de la juventud y en el decaimiento de la ancianidad. En los días de sol espléndido y en los días de tormenta, en los días de jubiloso y en los días de depresión y desencanto. Esto supone el rasgo con que define Pablo el amor: “aguanta siempre, espera siempre” (1 Cor 13,7). Sabe esperar días de sol en los días de tormenta. Y trata de hacerlos realidad con su paciencia y comprensión.
     Cuando se vive el amor sólo en la dimensión erótica, se da la espalda al compañero de juergas cuando desaparecen la lozanía y el encanto de la juventud, cuando sobrevienen las contrariedades de la enfermad, las estrecheces de la pobreza, los problemas de la vida. A los que se profesan un amor ilusorio las dificultades les separan; a los que se profesan un amor integral las dificultades les unen más. Cuando se vive el amor en todas sus dimensiones, con el tiempo se apaga la pasión, pero crece el amor de amistad, hasta llegar a ese prodigio de amor del que nos hablan los grandes amantes como Severo Ochoa y su esposa.
      He sido testigo, amigo y varias situaciones de ejemplos asombrosos de fidelidad en ese sentido; novios y esposos que son fieles al esposo o esposa, seriamente disminuidos físicamente por la enfermedad, los accidentes o la edad. 

     El amor es tierno

     La ternura, al mismo tiempo, expresión del verdadero amor y un medio para hacerlo crecer. Las expresiones de afecto y cariño participan de la eficacia sacramental. Un beso y un abrazo, las caricias, un regalo, un piropo, una alabanza oportuna son, al mismo tiempo, fruto y semilla de amor. El amor que no se expresa se apaga. No es suficiente expresarlo sólo con la relación sexual. La ternura es el perfume del amor.
     Pablo, en su canto al amor, afirma: “el amor es afable” (1 Cor 13,4). Tanto Pablo como Pedro piden a los miembros de las comunidades que sean cariñosos: “El amor, sin ficciones (…) Como buenos hermanos, sed cariñosos unos con otros, rivalizando en la estima mutua”, “vestíos de trnura” (Rm 12,9-10; Col 3,12; 1 Pe 1,22). Señala el Papa Francisco: “El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura” (Papa Francisco, EG, 88). Si la ternura es una exigencia de la fraternidad, lo es más toda en el matrimonio y en la familia cristianos, “iglesia doméstica”. La familia está llamada a ser el domicilio de la ternura, la escuela de la ternura. 
      San Juan Bosco hacía caer en la cuenta a los padres: “No es suficiente que queráis a vuestros hijos; es necesario que se lo digáis que lo palpen a través de los gestos de ternura. ¿De qué les serviría a ellos que los quisierais si ellos no se enteran? Coméroslos a besos”. Esto que indica san Juan Bosco para los padres es válido para toda relación humana con familiares, amigos, compañeros, miembros de una comunidad. Es absurdo condenar a los demás a adivinar nuestro amor.
      Hay que lamentar que, en general, en el Primer Mundo, reina una cierta aridez y sequedad; faltan en las relaciones humanas expresiones de ternura. Somos un poco mudos en el lenguaje no verbal de los gestos de ternura. Se dice, y con razón, que la vida es cuestión de detalles. En este sentido son, sobre todo las esposas las que más se lamenta de detalles por parte de los esposos: “Se olvido de mi fecha de nacimiento, de la fecha de nuestra boda, de felicitarme en tantas cosas positivas que procuro hacerles”. Algunos maridos que reciben las quejas contestan: “Ya sabes que te quiero”; pero las esposas replican: “Sí, pero quiero que me lo digas”. El amor es, por sí mismo, siempre efusivo, cálido, detallista.

    El amor es comprensivo

    Todos estamos cargados de limitaciones y defectos. Una familia, un grupo de amigos, una comunidad en que no se viva esta consigna de la comprensión, compasión y el perdón mutuo se convierten en un verdadero purgatorio. Hay empezar por no constituirse en jueces unos de otros. Jesús condena enérgicamente esta actitud: “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que tienes en el tuyo?” (Mt 7,3). Con esta actitud cretina, la paz es absolutamente imposible. Es preciso recordar a este respecto el consejo del P. Granada: “El cristiano ha de tener tres corazones: Un corazón de hijo para con Dios, un corazón de madre para con el prójimo y un corazón de juez para consigo mismo”. ¡Pura sabiduría divina! Lamentablemente los seres humanos invertimos esta consigna y tenemos un corazón de jueces para los demás y un corazón de madraza para con nosotros mismos”.
      El Señor nos advierte que es preciso perdonar setenta veces siete (Mt 18,22). En los libros del Nuevo Testamento, especialmente las cartas de los apóstoles resuenan con insistencia las llamadas a la comprensión, a la compasión y perdón. Escribe, por ejemplo, el autor de la carta a los colosenses: “Conllevaos mutuamente y perdonaos cuando uno tenga queja contra otro; el Señor os ha perdonado, haced vosotros lo miso” (Col 3,13). Estas recomendaciones las hacen los autores a todos los cristianos, a los miembros de sus comunidades, ¡cuánto más urgen a los miembros de la “iglesia doméstica”, que es la familia cristiana.
      Me ha correspondido escuchar confidencias que resultan cómicas: escuchar a un miembro del matrimonio o familia en conflicto que te pinta de color negro al otro u otros miembros; escuchar posteriormente a los acusados, y no sabes a qué atenerte, porque nadie tiene culpa de nada y todos tienen muchos méritos de que presumir. Me referían los miembros de una familia cristiana cabal: “Nuestro padre nos desarma porque nos está siempre pidiendo perdón por la mínima equivocación, por lo que no cabe el enfado”. Es de un autor desconocido la certera afirmación: “El perdón es la venganza de las almas nobles”. Y un anciano muy sabio afirmaba, asimismo: “Para ser feliz se requieren dos cosas: Buena salud y mala memoria”. Si se repiten los reproches por los errores y agravios de los otros miembros de la familia, la reconciliación verdadera resulta imposible.
      Aconseja el autor de la carta a los Efesios: “Si os indignáis, no lleguéis a pecar, que la puesta del sol no os sorprenda en vuestro enojo” (Ef 4,26). Es decir, se trata de no conciliar el sueño sin haberse reconciliado. Entonces el sueño será más dulce y reparador. Reconciliarse implica perdonar y pedir perdón, porque, con frecuencia las culpas están repartidas. El refrán español afirma atinadamente: “Dos no riñen si uno no quiere”. Un matrimonio amigo me refería una situación cómica de otros amigos suyos. Estaban enojados. Se hablaban con papeles. Uno noche el esposo deja en la mesilla de su mujer un papel con este ruego: Llámame a los seis porque tengo que entrar en el trabajo a las siete”. Al despertar a las ocho, se encontró en su mesilla este aviso: “Ya son las seis, levántate”. Le respondió a su marido con el mismo lenguaje.

El amor es compasivo

      El verdadero amor es, obviamente, compasivo. Esto significa vivir la consigna que Pablo da para todos los cristianos de sus comunidades: “Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran” (Rm 12,15). Es parte esencial del compromiso matrimonial: “Prometo serte fiel en las alegrías y en las penas”. Ser fiel, en este sentido, es compartirlas. El auténtico amor es “com-pasivo”, hace que los que se aman se “com-padezcan”, padezcan justos, gocen juntos, sufran juntos. Escribe santa Teresa a las religiosas de sus comunidades: “Obras quiere el Señor y que, si ves una enferma a quien puedes dar un alivio, no se te dé nada de perder la devoción en que estás y te compadezcas de ella; y, si tiene algún dolor, te duela a ti; y, si fuere menester, lo ayunes porque ella coma…ésta es la verdadera unión con la voluntad del Señor” (Santa Teresa. 5M 3,8). El autor de la carta a los efesios nos propone como ejemplo insuperable el amor mutuo de Jesús y su esposa la Iglesia (Ef 5,25-33).
      Confesaba Nelson Mandela: “Lo peor del sufrimiento no es el sufrimiento en sí mismo, sino el tener que afrontarlo solo”. Ser matrimonio, familia, grupo de amigos, comunidad cristiana implica la comunidad de espíritus que impida reír solos, llorar solos, sino siempre en dúo o coro. Dice bellamente una canción religiosa: “Una pena entre dos es menos pena; / la alegría es mayor si se comparte;/ la oración por el otro es más perfecta”. Se trata de una experiencia vivida por todos. Las alegrías compartidas se multiplican, las penas compartidas se dividen. El matrimonio y la familia están llamados a vivir cabalmente la experiencia gozosa de la comunidad cristiana de Jerusalén, de la que afirma Lucas: “Tenían un solo corazón y una sola alma” (He 4,32). Y de la que, según el testimonio de Tertuliano, comentaban los paganos, llenos de asombro: “Mirad cómo se quieren”. Lo compartían todo. Y, por eso, vivían la experiencia que canta el salmista: “Ved qué bello, qué gozoso es que los hermanos vivan siempre unidos” (Sal 133,1).



     El amor es fiel

    “Prometo serte fiel” -pronuncian los novios en la celebración matrimonial-. La mutua fidelidad es un aspecto esencial del compromiso matrimonial. La infidelidad es una traición que degrada al infiel. Pero la fidelidad conyugal no sólo implica, naturalmente, a evitar las relaciones sexuales extramatrimoniales pecaminosas o adulterinas, sino también a mantener fiel el corazón, a mantener enamorado el corazón. En el decálogo de Moisés se expresa con el noveno mandamiento: “No desear la mujer de tu prójimo”, formulado siempre en masculino, propio de la cultura hebrea, dominada por lo masculino. Supone también tener sumisa a la “loca de casa”, como llama santa Teresa a la imaginación. Se trata también “tener limpio el corazón” (Mt 5,8). Nos advierte Jesús a todos sus seguidores: “Habéis oído el mandamiento: “No cometerás adulterio”. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer casada deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su interior” (Mt 5,28). En estos tiempos en que hay tantos escaparates exhibicionistas y provocadores, existe el riesgo de amores y adulterios virtuales. Son muchos, en masculino, los que se confiesa esclavos en este y en otros aspectos de internet. Se siente atormentados por un enjambre de avispas alterado ante el que se sienten incapaces de desechar.
      La experiencia confirma cada día que no se puede jugar con las cosas del amor. Y, en este sentido, hay que decir que el “alma ventanera”, que diría santa Teresa, el alma voraz de imágenes, el espíritu que no se protege contra las constantes provocaciones de los medios de comunicación, de las películas, de la televisión, de la literatura está poniendo en serio peligro su fidelidad, al menos psicológica.
      Y, en este sentido, no basta una actitud negativa de rechazo. Los okupas invaden los domicilios vacíos. Los enjambres de avispas de imaginaciones turbadoras y de deseos deshonestos invaden las mentes y corazones vacíos. Se trata, por tanto, de llenar la mente y el corazón de imágenes alentadoras, de sentimientos nobles. Pero esto supone empeño, esfuerzo, actitud creadora; se trata de alimentar el fuego sagrado del amor, del enamoramiento. Confesaba un matrimonio en una reunión del grupo matrimonial al referirse al adulterio, tema del diálogo: “Nosotros no entendemos eso del adulterio; nos sentimos tan enamorados que nos resulta incomprensible la infidelidad”. Esta es la cuestión.

     Amor creciente

     El auténtico amor es una actitud, una experiencia siempre en crecimiento. La rutina es la polilla que arruina el matrimonio y la vida de familia. La rutina conduce inexorablemente al aburrimiento y, con frecuencia, a la huida de casa, a reducir el hogar a un restaurante y dormitorio. Es la tertulia, el juego, la evasión, el bar lo que se convierten en el verdadero hogar.  El Papa Francisco repite insistentemente: “El agua estancada se corrompe”, repite el Papa.
      Afirma K. Gibrán: “El amor que no se renueva cada día, se vuelve hábito y una esclavitud”. La hoguera que no se alimenta, se apaga. Aquí vale también la afirmación escalofriante de san Agustín: “Dijiste “basta”, estás muerto”. Muchas veces desemboca en divorcio social; pero lo más frecuente es que desemboque en divorcio psicológico: personas que viven paralelamente en el mismo domicilio. Afirma un escritor de nuestros días: “Hay que tener el matrimonio (y la vida de familia) en permanente reparación”.
      Esto supone fomentar una convivencia cálida y alegre. Supone dialogar mucho, compartir mucho, utilizar los medios de formación para crecer. Es muy fecundo integrarse en un grupo de matrimonios, frecuentar la lectura de libros formativos (también sobre el matrimonio y la vida de familia) y participar en conferencias y encuentros formativos. Me impresionó la confesión de un amigo, anciano esposo que hacía pocos días había quedado viudo. Al darle el abrazo y los besos del pésame, me dice con voz entrecortada: “¡Me ha dejado solo; nos queríamos mucho! ¡Hemos sido muy felices, pero, ahora la muerte me la robó!”  Me comentan las dos hijas y el hijo de Bernardo y Concha: “Se querían como novios; han estado siempre muy unidos, cada vez más; en la ancianidad, más que nunca”. Todo depende, naturalmente, de la actitud de las personas; pero, este testimonio entre otros incontables, ponen de manifiesto que, si los esposos,  los miembros de la familia se esfuerzan, lo mejor está siempre por venir.

LA FELICIDAD NO ES GRATUITA, SE CONQUISTA
      Me relaciono con un matrimonio y su una familia, que me confiesan que son felices de verdad y que son la envidia de todos los que les conocen. Y, además, les confiesan esa envidia: “¡Qué suerte tenéis que estáis tan unidos, que sois tan felices! ¡Está claro que Dios os ha hecho el uno para el otro!”. Mis amigos se enojan al escucharlo. “No valoran nuestros esfuerzos. Se creen que todo nos ha caído del cielo. “Si supieran las horas que hemos dedicado a la formación, si supieran las horas y horas de diálogo que hemos tenido, el tiempo que hemos dedicado a la oración, las muchas reuniones de grupo de matrimonios que hemos tenido, si supieran la cantidad de veces en que hemos tenido que ceder unas veces uno y otras veces el uno, si supieran las veces que hemos tenido que perdonarnos mutuamente… La dicha de que gozamos nos ha costado muchos esfuerzos, pero ha merecido la pena”. Esta confesión propone todo un proyecto de matrimonio y familia para todo matrimonio y familia que quieran ser felices. Que nadie se engañe: no hay otro.


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