LA FAMILIA, COMUNIDAD DE AMOR
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Entrevista a Atilano Alaiz -Radio Tamaraceite
– Canarias -18-9-2019
EXPERIENCIA
DE VERANO
Las experiencias que he vivido en este
verano me confirman, una vez más, mi convicción dogmática: Felicidad se
escribe con “f” de familia. Y esto que compruebo cada día en mi entorno, lo
he comprobado, una vez más, en los lugares que he visitado en mi recorrido
veraniego: León, Gijón y Ferrol. Me decía una madre: “Nos reunimos catorce
personas. Sí, esto supone trabajo; pero ¡es tan maravilloso convivir todos
unidos por el cariño: abuelos, hijos y nietos, que no hay alegrías mayores!”
La familia, además de ser el lugar de la
alegría y la felicidad, es también, como la llama Enrique Tierno Galván la
gran e insustituible cátedra donde se forjan las personas sanas
psicológicamente. Nada, nadie puede ocupar su lugar o desempeñar su función. El
consejo del padre, la piedad de la madre, la observación del hermano, las
cuitas y las alegrías compartidas en común… todo esto viene a definir el
carácter y a preparar moralmente al hombre que uno va a ser”. En cambio, una
familia desestructurada es una escuela de desequilibrados y delincuentes.
CALIFICATIVOS
DEL AMOR CONYUGAL Y FAMILIAR
¿Qué calificativos ha de tener el amor de un
matrimonio, de una familia para ser humanizador y gozoso?
Respetuoso
La
persona es sagrada. La relación
matrimonial y familiar han de ser, en primer lugar, respetuosas; los
integrantes de la familia han de guardarse un respeto religioso, han de
respetarse al máximo sus miembros en su profunda dignidad de personas, sean o
no creyentes. La dignidad de la persona es un dogma humano universal. Jesús la
eleva de categoría y afirma el carácter divino de todas las personas como hijos
de Dios que son.
Orígenes descubría el pecho de su hijo
bebé y le daba meso: “Venero a la Trinidad, que habita en su corazón”
-confesaba-. Ese respeto sagrado es el que han de impulsar los gestos, las
palabras, los signos en las relaciones de los miembros de la familia,
especialmente en los esposos.
La actitud de respeto es fundamental en
la convivencia
familiar. Como se afirma con frecuencia, sobre todo en lo que se
refiere a los esposos, cuando se pierden el respeto está todo perdido. Pablo,
en los rasgos con identifica al amor verdadero, señala: “el amor no es
grosero”. Las palabras despectivas, los gestos o signos desdeñosos son, en
lo humano, verdaderas blasfemias. Frente a ellas han de reinar en el ámbito
conyugal y familiar palabras elogiosas, gestos de aprecio que susciten la
autoestima de los miembros de la familia. Esto es sumamente determinante en la
calidad de la convivencia. Escribe el Papa Francisco: “Amar es también volverse
amable. Esto quiere indicar que el amor no obra con rudeza, no actúa de modo
descortés, no es duro en el trato. Sus modos, sus palabras, sus gestos son
agradables y no ásperos ni rígidos (…). Ser amable no es un estilo que un
cristiano puede elegir o rechazar. Como parte de las exigencias irrenunciables
del amor, “todo ser humano -afirma santo Tomás de Aquino- está obligado a ser
amable con los que lo rodean” (Papa Francisco, Amoris Laetitia, 99).
Aceptar y respetar las diferencias. Este respeto ha de llevar a reconocer, a aceptar las
diferencias, la complementariedad, de los miembros de la familia. No
siempre es así. Con frecuencia esposos y esposas se ignoran en este sentido.
Decía Boecio a su entrañable amigo: “Porque tú eras tú y yo era yo, por eso los
dos éramos nosotros”. Las diferencias entre hombre y mujer no sólo son físicas;
tienen diversa sensibilidad, diversos gustos.
Esto es lo que enriquece. La variedad de notas y de colores producen la
polifonía y la policromía. En el verdadero matrimonio se canta a dúo. La misma
letra, pero con otra tonalidad.
Señalaba Helder Câmara: “¿Piensas como yo? Eres mi amigo. ¿Piensas
distinto que yo? Eres doblemente amigo, porque así nos enriquecemos
mutuamente”.
Respetar la libertad de los otros. El respeto al cónyuge o a los hijos implica respetar su
libertad y la de los hijos ni ser poseedores ni ser poseídos. El
Papa Francisco advierte: “En la vida familiar no puede reinar la lógica del
dominio de unos sobre otros, o la competición para ver quién es más inteligente
o poderoso, porque esa lógica acaba con el amor” (Papa Francisco, Amoris
laetitia, 98). En el seno de una auténtica familia se vive realmente la
igualdad de los hijos de Dios. Evidentemente, no siempre es así, aun en
familias que funcionan normalmente; con frecuencia el uno anula al otro y, a
veces, los dos a los hijos. Ahí está el machismo que pervive todavía con
bastante vitalidad, a unos niveles que se aceptan con naturalidad, pervivencia
de la cultura machista reinante. La familia ha de ser también una escuela de
libertad. Los padres han de ser como las cigüeñas que enseñan a batir las alas
y a volar por su cuenta. “La familia -afirma el Vaticano II- es la escuela del
más rico humanismo” (GS 52,1)
Responsable
El amor, para que sea auténtico, ha de
ser, asimismo, responsable. ¿Qué implica el ser responsable? Que cada
uno de los miembros del matrimonio, de la familia, han de responder ante Dios
de los demás de los demás miembros. Casarse, formar una familia implica
responsabilizarse de los demás miembros que la integran. Se convierten en
guardianes los unos de los otros.
En este sentido, Adán tenía razón para
quejarse de Eva ante Dios: “La compañera que me has dado para ayudarme para el
bien, lo que ha hecho es empujarme al mal” (Gn 3,12). Por lo tanto, cada
miembro de la familia ha de preguntarse: ¿He ayudado a los otros a crecer como
personas, como cristianos? ¿Hay algo en mi vida que es piedra de tropiezo para
ellos?” No es cuestión sólo de crecer en economía en bienes gananciales y en
bienestar, sino de crecer como personas, de crecer en la vivencia de valores
humanos y divinos y en comunión mutua. A algunos el matrimonio, el entorno
familiar les arruina como personas; a otros, en cambio, les eleva. Algunos, a
partir del matrimonio, resultan personas significativamente cambiadas. Algunos,
a partir del casamiento, se le va apagando la tímida luz de la fe; otros, por
el contrario, se transforman en cristianos convertidos y convencidos. El
Vaticano II afirma: “Los cónyuges son el uno para el otro, testigos del Señor
que se han de ayudar a crecer”.
Cada uno de los miembros del matrimonio o
de la familia ha de gritar a los otros como el Miguel Hernández: “¡Ayudadme a
ser hombre; no me dejéis bestia”! Dice el refrán castellano: “Dos que duermen
en el mismo colchón se hace de la misma opinión”. Lo importante es que se
contagien bondad, valores humanos, optimismo. Recuerdo vivamente la confesión
de algunos matrimonios modélicos: “¡Cuántas gracias le doy a mi marido por lo
que me ha ayudado a superarme!”. Y lo mismo confiesa el marido. Testimoniaban
Isabel y Carlos.
Amor incondicional
Otro de los rasgos que identifican al
verdadero amor es su condición de incondicional. No es voluble, no le alteran
los cambios y circunstancias. A esto se comprometen los novios en la
celebración matrimonial: “Yo te quiero a ti como esposo/a y prometo serte
fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los
días de mi vida”.
En las alegrías y en las penas, en la
salud y en la enfermedad, en el éxito y en el fracaso, en la lozanía de la
juventud y en el decaimiento de la ancianidad. En los días de sol espléndido y
en los días de tormenta, en los días de jubiloso y en los días de depresión y
desencanto. Esto supone el rasgo con que define Pablo el amor: “aguanta
siempre, espera siempre” (1 Cor 13,7). Sabe esperar días de sol en los días de
tormenta. Y trata de hacerlos realidad con su paciencia y comprensión.
Cuando se vive el amor sólo en la
dimensión erótica, se da la espalda al compañero de juergas cuando desaparecen
la lozanía y el encanto de la juventud, cuando sobrevienen las contrariedades
de la enfermad, las estrecheces de la pobreza, los problemas de la vida. A los
que se profesan un amor ilusorio las dificultades les separan; a los que se
profesan un amor integral las dificultades les unen más. Cuando se vive el amor
en todas sus dimensiones, con el tiempo se apaga la pasión, pero crece el amor
de amistad, hasta llegar a ese prodigio de amor del que nos hablan los grandes
amantes como Severo Ochoa y su esposa.
He sido testigo, amigo y varias
situaciones de ejemplos asombrosos de fidelidad en ese sentido; novios y
esposos que son fieles al esposo o esposa, seriamente disminuidos físicamente
por la enfermedad, los accidentes o la edad.
El amor es tierno
La ternura, al mismo tiempo, expresión del
verdadero amor y un medio para hacerlo crecer. Las expresiones de afecto y
cariño participan de la eficacia sacramental. Un beso y un abrazo, las
caricias, un regalo, un piropo, una alabanza oportuna son, al mismo tiempo,
fruto y semilla de amor. El amor que no se expresa se apaga. No es suficiente
expresarlo sólo con la relación sexual. La ternura es el perfume del amor.
Pablo, en su canto al amor, afirma: “el
amor es afable” (1 Cor 13,4). Tanto Pablo como Pedro piden a los miembros de
las comunidades que sean cariñosos: “El amor, sin ficciones (…) Como
buenos hermanos, sed cariñosos unos con otros, rivalizando en la estima mutua”,
“vestíos de trnura” (Rm 12,9-10; Col 3,12; 1 Pe 1,22). Señala el Papa
Francisco: “El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de
la ternura” (Papa Francisco, EG, 88). Si la ternura es una exigencia de la fraternidad,
lo es más toda en el matrimonio y en la familia cristianos, “iglesia
doméstica”. La familia está llamada a ser el domicilio de la ternura, la
escuela de la ternura.
San Juan Bosco hacía caer en la cuenta a
los padres: “No es suficiente que queráis a vuestros hijos; es necesario que se
lo digáis que lo palpen a través de los gestos de ternura. ¿De qué les serviría
a ellos que los quisierais si ellos no se enteran? Coméroslos a besos”. Esto
que indica san Juan Bosco para los padres es válido para toda relación humana
con familiares, amigos, compañeros, miembros de una comunidad. Es absurdo
condenar a los demás a adivinar nuestro amor.
Hay que lamentar que, en general, en el
Primer Mundo, reina una cierta aridez y sequedad; faltan en las relaciones
humanas expresiones de ternura. Somos un poco mudos en el lenguaje no verbal de
los gestos de ternura. Se dice, y con razón, que la vida es cuestión de
detalles. En este sentido son, sobre todo las esposas las que más se lamenta de
detalles por parte de los esposos: “Se olvido de mi fecha de nacimiento, de la
fecha de nuestra boda, de felicitarme en tantas cosas positivas que procuro hacerles”.
Algunos maridos que reciben las quejas contestan: “Ya sabes que te quiero”;
pero las esposas replican: “Sí, pero quiero que me lo digas”. El amor es, por
sí mismo, siempre efusivo, cálido, detallista.
El amor es comprensivo
Todos estamos cargados de limitaciones y
defectos. Una familia, un grupo de amigos, una comunidad en que no se viva esta
consigna de la comprensión, compasión y el perdón mutuo se convierten en un
verdadero purgatorio. Hay empezar por no constituirse en jueces unos de otros.
Jesús condena enérgicamente esta actitud: “¿Por qué te fijas en la mota que
tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que tienes en el tuyo?” (Mt
7,3). Con esta actitud cretina, la paz es absolutamente imposible. Es preciso
recordar a este respecto el consejo del P. Granada: “El cristiano ha de tener
tres corazones: Un corazón de hijo para con Dios, un corazón de madre para con
el prójimo y un corazón de juez para consigo mismo”. ¡Pura sabiduría divina!
Lamentablemente los seres humanos invertimos esta consigna y tenemos un corazón
de jueces para los demás y un corazón de madraza para con nosotros mismos”.
El Señor nos advierte que es preciso
perdonar setenta veces siete (Mt 18,22). En los libros del Nuevo Testamento,
especialmente las cartas de los apóstoles resuenan con insistencia las llamadas
a la comprensión, a la compasión y perdón. Escribe, por ejemplo, el autor de la
carta a los colosenses: “Conllevaos mutuamente y perdonaos cuando uno tenga
queja contra otro; el Señor os ha perdonado, haced vosotros lo miso” (Col
3,13). Estas recomendaciones las hacen los autores a todos los cristianos, a
los miembros de sus comunidades, ¡cuánto más urgen a los miembros de la
“iglesia doméstica”, que es la familia cristiana.
Me ha correspondido escuchar confidencias
que resultan cómicas: escuchar a un miembro del matrimonio o familia en
conflicto que te pinta de color negro al otro u otros miembros; escuchar
posteriormente a los acusados, y no sabes a qué atenerte, porque nadie tiene
culpa de nada y todos tienen muchos méritos de que presumir. Me referían los
miembros de una familia cristiana cabal: “Nuestro padre nos desarma porque nos
está siempre pidiendo perdón por la mínima equivocación, por lo que no cabe el
enfado”. Es de un autor desconocido la certera afirmación: “El perdón es la
venganza de las almas nobles”. Y un anciano muy sabio afirmaba, asimismo: “Para
ser feliz se requieren dos cosas: Buena salud y mala memoria”. Si se repiten
los reproches por los errores y agravios de los otros miembros de la familia,
la reconciliación verdadera resulta imposible.
Aconseja el autor de la carta a los
Efesios: “Si os indignáis, no lleguéis a pecar, que la puesta del sol no os
sorprenda en vuestro enojo” (Ef 4,26). Es decir, se trata de no conciliar
el sueño sin haberse reconciliado. Entonces el sueño será más dulce y
reparador. Reconciliarse implica perdonar y pedir perdón, porque, con
frecuencia las culpas están repartidas. El refrán español afirma atinadamente:
“Dos no riñen si uno no quiere”. Un matrimonio amigo me refería una situación
cómica de otros amigos suyos. Estaban enojados. Se hablaban con papeles. Uno
noche el esposo deja en la mesilla de su mujer un papel con este ruego: Llámame
a los seis porque tengo que entrar en el trabajo a las siete”. Al despertar a
las ocho, se encontró en su mesilla este aviso: “Ya son las seis, levántate”.
Le respondió a su marido con el mismo lenguaje.
El amor es compasivo
El verdadero amor es, obviamente,
compasivo. Esto significa vivir la consigna que Pablo da para todos los
cristianos de sus comunidades: “Alegraos con los que se alegran, llorad con los
que lloran” (Rm 12,15). Es parte esencial del compromiso matrimonial: “Prometo
serte fiel en las alegrías y en las penas”. Ser fiel, en este sentido, es
compartirlas. El auténtico amor es “com-pasivo”, hace que los que se aman se
“com-padezcan”, padezcan justos, gocen juntos, sufran juntos. Escribe santa
Teresa a las religiosas de sus comunidades: “Obras quiere el Señor y que, si
ves una enferma a quien puedes dar un alivio, no se te dé nada de perder la
devoción en que estás y te compadezcas de ella; y, si tiene algún dolor, te
duela a ti; y, si fuere menester, lo ayunes porque ella coma…ésta es la
verdadera unión con la voluntad del Señor” (Santa Teresa. 5M 3,8). El autor de
la carta a los efesios nos propone como ejemplo insuperable el amor mutuo de
Jesús y su esposa la Iglesia (Ef 5,25-33).
Confesaba Nelson Mandela: “Lo peor del
sufrimiento no es el sufrimiento en sí mismo, sino el tener que afrontarlo
solo”. Ser matrimonio, familia, grupo de amigos, comunidad cristiana implica la
comunidad de espíritus que impida reír solos, llorar solos, sino siempre en dúo
o coro. Dice bellamente una canción religiosa: “Una pena entre dos es menos pena;
/ la alegría es mayor si se comparte;/ la oración por el otro es más perfecta”.
Se trata de una experiencia vivida por todos. Las alegrías compartidas se
multiplican, las penas compartidas se dividen. El matrimonio y la familia están
llamados a vivir cabalmente la experiencia gozosa de la comunidad cristiana de
Jerusalén, de la que afirma Lucas: “Tenían un solo corazón y una sola alma” (He
4,32). Y de la que, según el testimonio de Tertuliano, comentaban los paganos,
llenos de asombro: “Mirad cómo se quieren”. Lo compartían todo. Y, por eso,
vivían la experiencia que canta el salmista: “Ved qué bello, qué gozoso es que
los hermanos vivan siempre unidos” (Sal 133,1).
El amor es fiel
“Prometo serte fiel” -pronuncian los novios
en la celebración matrimonial-. La mutua fidelidad es un aspecto esencial del
compromiso matrimonial. La infidelidad es una traición que degrada al infiel.
Pero la fidelidad conyugal no sólo implica, naturalmente, a evitar las
relaciones sexuales extramatrimoniales pecaminosas o adulterinas, sino también
a mantener fiel el corazón, a mantener enamorado el corazón. En el decálogo de
Moisés se expresa con el noveno mandamiento: “No desear la mujer de tu
prójimo”, formulado siempre en masculino, propio de la cultura hebrea, dominada
por lo masculino. Supone también tener sumisa a la “loca de casa”, como llama
santa Teresa a la imaginación. Se trata también “tener limpio el corazón” (Mt
5,8). Nos advierte Jesús a todos sus seguidores: “Habéis oído el mandamiento:
“No cometerás adulterio”. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer casada
deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su interior” (Mt 5,28). En
estos tiempos en que hay tantos escaparates exhibicionistas y provocadores,
existe el riesgo de amores y adulterios virtuales. Son muchos, en masculino,
los que se confiesa esclavos en este y en otros aspectos de internet. Se siente
atormentados por un enjambre de avispas alterado ante el que se sienten
incapaces de desechar.
La experiencia confirma cada día que no
se puede jugar con las cosas del amor. Y, en este sentido, hay que decir que el
“alma ventanera”, que diría santa Teresa, el alma voraz de imágenes, el
espíritu que no se protege contra las constantes provocaciones de los medios de
comunicación, de las películas, de la televisión, de la literatura está
poniendo en serio peligro su fidelidad, al menos psicológica.
Y, en este sentido, no basta una actitud
negativa de rechazo. Los okupas invaden los domicilios vacíos. Los enjambres de
avispas de imaginaciones turbadoras y de deseos deshonestos invaden las mentes
y corazones vacíos. Se trata, por tanto, de llenar la mente y el corazón de
imágenes alentadoras, de sentimientos nobles. Pero esto supone empeño, esfuerzo,
actitud creadora; se trata de alimentar el fuego sagrado del amor, del
enamoramiento. Confesaba un matrimonio en una reunión del grupo matrimonial al
referirse al adulterio, tema del diálogo: “Nosotros no entendemos eso del
adulterio; nos sentimos tan enamorados que nos resulta incomprensible la
infidelidad”. Esta es la cuestión.
Amor creciente
El auténtico amor es una actitud, una
experiencia siempre en crecimiento. La rutina es la polilla que arruina el
matrimonio y la vida de familia. La rutina conduce inexorablemente al
aburrimiento y, con frecuencia, a la huida de casa, a reducir el hogar a un
restaurante y dormitorio. Es la tertulia, el juego, la evasión, el bar lo que
se convierten en el verdadero hogar. El
Papa Francisco repite insistentemente: “El agua estancada se corrompe”, repite
el Papa.
Afirma K. Gibrán: “El amor que no se
renueva cada día, se vuelve hábito y una esclavitud”. La hoguera que no se
alimenta, se apaga. Aquí vale también la afirmación escalofriante de san
Agustín: “Dijiste “basta”, estás muerto”. Muchas veces desemboca en divorcio
social; pero lo más frecuente es que desemboque en divorcio psicológico:
personas que viven paralelamente en el mismo domicilio. Afirma un escritor de
nuestros días: “Hay que tener el matrimonio (y la vida de familia) en
permanente reparación”.
Esto supone fomentar una convivencia
cálida y alegre. Supone dialogar mucho, compartir mucho, utilizar los medios de
formación para crecer. Es muy fecundo integrarse en un grupo de matrimonios,
frecuentar la lectura de libros formativos (también sobre el matrimonio y la
vida de familia) y participar en conferencias y encuentros formativos. Me
impresionó la confesión de un amigo, anciano esposo que hacía pocos días había
quedado viudo. Al darle el abrazo y los besos del pésame, me dice con voz
entrecortada: “¡Me ha dejado solo; nos queríamos mucho! ¡Hemos sido muy
felices, pero, ahora la muerte me la robó!”
Me comentan las dos hijas y el hijo de Bernardo y Concha: “Se querían
como novios; han estado siempre muy unidos, cada vez más; en la ancianidad, más
que nunca”. Todo depende, naturalmente, de la actitud de las personas; pero,
este testimonio entre otros incontables, ponen de manifiesto que, si los
esposos, los miembros de la familia se
esfuerzan, lo mejor está siempre por venir.
LA
FELICIDAD NO ES GRATUITA, SE CONQUISTA
Me relaciono con un matrimonio y su una
familia, que me confiesan que son felices de verdad y que son la envidia de
todos los que les conocen. Y, además, les confiesan esa envidia: “¡Qué suerte
tenéis que estáis tan unidos, que sois tan felices! ¡Está claro que Dios os ha
hecho el uno para el otro!”. Mis amigos se enojan al escucharlo. “No valoran
nuestros esfuerzos. Se creen que todo nos ha caído del cielo. “Si supieran las
horas que hemos dedicado a la formación, si supieran las horas y horas de
diálogo que hemos tenido, el tiempo que hemos dedicado a la oración, las muchas
reuniones de grupo de matrimonios que hemos tenido, si supieran la cantidad de
veces en que hemos tenido que ceder unas veces uno y otras veces el uno, si
supieran las veces que hemos tenido que perdonarnos mutuamente… La dicha de que
gozamos nos ha costado muchos esfuerzos, pero ha merecido la pena”. Esta
confesión propone todo un proyecto de matrimonio y familia para todo matrimonio
y familia que quieran ser felices. Que nadie se engañe: no hay otro.
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