La Nochevieja, el Año Nuevo, las campanadas, las uvas, los brindis, las galas me emocionan mucho menos que la sonrisa de un niño o de una abuela, o la grácil lavandera blanca o pajarita de las nieves que cada día viene a picotear migajas de pan en la terraza. La mesa de cada día o una campanada cualquiera me emocionan mucho más.
Pero comprendo la excitación de la gente en ciertas fechas. La vida sería más triste sin ritos, esos momentos, lugares y gestos simbólicos capaces de iluminar, siquiera por un momento, la rutina de la vida, capaces de encender una chispa en nuestro corazón, de transportarnos más allá, de alentar nuestra esperanza, de despertarnos al Infinito bueno. De animarnos a estrenar la vida. El motivo y la forma es lo de menos.
Bienvenido, pues, nuevo año 2020, aunque bien sabemos que ni has llegado ni te irás, que no eres más que una convención de nuestras culturas y no existes más que en nuestros calendarios.
Tu identidad es arbitraria como nuestras pesas y medidas, fronteras y gramáticas, y como todas nuestras doctrinas y dogmas, aunque los señores de la ortodoxia no lo saben todavía. Es como no saber que el solsticio de invierno en Roma es solsticio de verano en Lima. Así es con todo lo que creemos, pensamos y decimos. Así sucede que los chinos te inaugurarán el 25 de enero, el 19 de septiembre los judíos y el 19 de agosto los musulmanes, y serás el año 4717 del primer calendario para los chinos, el 5781 de la creación del mundo (!) para los judíos y el 1442 de la hégira o “salida” de la Meca para los musulmanes.
Pero sé bienvenido, año nuevo o como queramos llamarte a ti, tan ingenioso como ingenuo marco construido por nuestra mente para domesticar el enigma del tiempo y del espacio o del movimiento de la luz y de los astros, el enigma de un universo o de un multiverso sin centro ni comienzo ni fin que nos lleva en su vertiginosa velocidad, en su infinita calma. Seres maravillosos e insignificantes como somos, habitados de inquietud y de paz, te necesitamos, año nuevo, para poder decir: No estamos perdidos, tenemos un centro y un horizonte, estamos aquí, ayer renací, mañana será fiesta, hoy es hoy y me basta, puedo respirar. Puedo empezar.
Cómo empezar cada día es la gran pregunta, pero no podemos dejar de preguntarnos también, por algo más que una mera curiosidad superficial: ¿cómo empezó este universo visible de 14.000 millones de años y otros universos, si existen? Todas las filosofías y religiones han querido saberlo o decir al menos su ignorancia y descansarla en el Misterio. “Al principio”, se repite en sus mitos. “Al principio no existía ni el Ser ni el No-ser”, se lee en un poema védico hindú de hace 3500 años. “Entonces, el No-Ser decidió ser, se hizo Espíritu, se calentó [deseó alteridad, amó] y de este calor nacieron el fuego y la luz”. El No-ser, perdiéndose como tal, se volvió Espíritu. El Espíritu, vaciándose por amor del otro, se hizo luz. Y de la luz invisible surgió el mundo visible de las formas. Son metáforas de lo indecible.
En la Biblia judía, 1000 años después, se dice: “Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era una soledad caótica y las tinieblas cubrían el abismo, mientras el Espíritu vibraba sobre las aguas. Y dijo Dios: Que exista la luz. Y la luz existió”. Espiró y fue. Vibró y fue. Dijo y fue. Salió de sí y fue. El Espíritu, la Palabra, el salir de sí es la energía creadora originaria, el principio del Ser. El Infinito se retiró para dar lugar al mundo, dirá la Cábala. Como el mar que, al retirarse, crea la playa.
¿Y qué dice la ciencia, con el lenguaje de la matemática? La física de lo inmensamente grande y de lo inmensamente pequeño no parecen todavía del todo compatibles, pero en algo concuerdan: tanto el átomo como el universo están llenos de vacío, de “Nada”. Pero de un vacío o “Nada” que de nada no tiene nada: es puro campo de energía, de magnetismo, de vibración, de relación, de radiación. De fuerza creadora. De luz. Todo empezó y empieza en la luz del vacío. La Palabra –llamémosle Espíritu o energía– era la luz verdadera, dice el evangelio de Juan, y la Palabra se hizo carne. Eso somos: Palabra o Espíritu o Luz invisible devenida forma visible: masa, materia, carne viviente, sensible, consciente.
¿Cómo empezaremos a serlo cada día, a vivir de verdad? Librándonos del miedo, la codicia, la posesión y el dominio- Liberándonos del ego, volviendo a la “nada” o al vacío creador, al Uno originario, a la relación magnética, al amor, al aliento que somos.
Quiero volver a empezar cada día. Volver a confiar cada vez en ti y en mí, en la Tierra Madre y en nuestra pobre especie apenas despertada todavía a la humanidad fraterna posible. Y, al confiar y al vencer el miedo, haré que se encarne y se expanda Dios o la Luz, la eterna Llama de la Vida que mantiene y renueva sin cesar cuanto es.
Quiero volver a empezar cada día. Volver a confiar cada vez en ti y en mí, en la Tierra Madre y en nuestra pobre especie apenas despertada todavía a la humanidad fraterna posible. Y, al confiar y al vencer el miedo, haré que se encarne y se expanda Dios o la Luz, la eterna Llama de la Vida que mantiene y renueva sin cesar cuanto es.
(Publicado el 5 de enero de 2020 en DEIA y en los Diarios del Grupo NOTICIAS)
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