viernes, 6 de noviembre de 2020

Recibimos de A.ALAIZ.- Continuando con su reflexión.-EN BUENAS RELACIONES – VIII - INVITACIÓN A LA TERNURA -1- .-

 EN BUENAS RELACIONES   VIII.    INVITACIÓN A LA TERNURA -1-

Urge la revolución de la ternura

    Nadie se atreverá a discutir que, en la cultura occidental al menos, hemos recibido una educación marcadamente racionalista, de tinte marchista y hondamente productivista, relegando el valor de la afectividad y de la ternura e, incluso, señalándola como una actitud negativa, propia de mujeres y niños sensibleros, faltos de reciedumbre interior. Estamos acostumbrados a ver que los personajes que triunfan en la esfera pública sacrifican el ámbito afectivo para alcanzar unos laureles, unas varas de mando, unas copas y medallas de oro, que se logran con dureza y agresividad. Vivimos en una sociedad en la que impera la dureza. Los paradigmas que se nos imponen continuamente en la televisión y en el cine son personajes férreos, autosuficientes, agresivos, capaces de imponerse a los demás, personajes con un corazón duro en un cuerpo de hierro. Estos modelos generan en la sociedad modelos y estilos de vida a su imagen y semejanza. Ni en la sociedad ni en el mundo laboral resulta políticamente correcto ser blando. Ablandarse supone pasarse al grupo de los vencidos. Ablandarse, ser sensible al sufrimiento de los demás, “llorar con los que lloran” (Rm 12,15) es complicarse la vida; por eso el ambiente social invita e incita a mantener unas relaciones frías y parcas, a guardar distancias, para evitar sufrir con los demás y por los demás. A la psicología masculina este sentimiento de pudor ante la ternura la ha hecho mucho daño. La masculinidad se ha asociado históricamente a la fuerza, la frialdad e incluso la agresividad. “La relación paterno-filial que la tradición nos ha legado -afirma Francesc Torralba- se basa en el distanciamiento y la autoridad. Se suponía que el padre amaba, que deseaba tener cerca a sus hijos y que quería su bien, pero no se le permitía la expresión pública de la ternura ni los gestos propios que acompañan a esta vivencia. Era a la madre a la que correspondía administrar ternura. Esta idea de la masculinidad ha hecho estragos en nuestra historia y cuyas consecuencias han sido desastrosas” (Francesc Torralba, La ternura, Ed. Milenio, Lleida, 2010, 95-96). 

     La actitud de frialdad, de falta de ternura actitud endurece el corazón y aleja del prójimo y confina en uno mismo. Ser tierno significa ser delicado, suave, cálido y amoroso. Quienes se atrincheran en la dureza se privan a sí mismos de la maravillosa oportunidad de dar y recibir. “Es triste no enternecerse jamás, vivir encallecido hasta tal punto de que nada altere el corazón. Vivir incapacitado para sentir es algo dramático. Sentir en exceso es doloroso, pero no sentir nada es no vivir” -afirma

Francesc Torralba (La ternura, Ed. Milenio, Lleida, 2010,68). Es preciso estar alerta, porque corremos el riesgo de que el ambiente social que respiramos nos inmunice contra la ternura. El Papa Francisco alerta enérgicamente contra este virus que invade nuestra sociedad: “Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe” (Papa Francisco, La alegría del Evangelio, 54). 

     Al margen de la presión ambiental, el egoísmo echa mano del mecanismo de la frialdad como autodefensa contra los sufrimientos y compromisos añadidos por los que nos rodean. La peor de las censuras es la autocensura, porque no proviene de fuera sino de dentro, que se ve reforzada por el ambiente exterior. Entonces, la obligada solidaridad se reduce a comportamientos educados, a buenas maneras, a actitudes convencionales, a formulismos y formalismo, entre otros motivos para tener buena imagen social de personas humanas y educadas. Todo se reduce a meros cumplimientos sociales envueltos en una cierta frialdad que no supone calor ni alegría para los destinatarios del ritual social. Mientras tanto, los corazones siguen padeciendo hambre inconsciente de ternura. Pablo reclama a los discípulos de Jesús “un amor sin ficciones” (Rm 12,9).

     Hemos sido educados para la competitividad, para defender y luchar para ganar, pero no para sentir y expresar la ternura. Se ha establecido una separación radical entre la esfera cognoscitiva y afectiva; un abismo que es una prueba clara de nuestro analfabetismo afectivo. Son multitud las personas en nuestra sociedad que tienen un cerebro y unos brazos de gigantes, pero un corazón de enanos, hombres y mujeres eficientes que circulan febrilmente de acá para allá, enteramente olvidados de la ternura. Son personas que programan y realizan maravillas, pero con la frialdad de un robot de inteligencia artificial. “En nuestra sociedad hay una numerosa población de enanos afectivos, Por eso, hay que decir -señala Francesc Torralba- que ser tierno en ella es convertirse en un insurgente civil que, ante la violencia cotidiana, intenta abrir espacios de humanidad. Necesitamos una educación y una reeducación para la ternura y esto exige una revalorización del mundo afectivo. Necesitamos estrategias para promoverla y para recibirla (Francesc Torralba, La ternura, Ed. Milenio, Lleida, 2010,78).  


     La ternura se mama


     En este sentido, hay que advertir que como, todas las actitudes básicas, para asumirla y ejercerla es necesario haberla experimentado en carne propia. Un niño que no ha sido acogido, acariciado, cuidado y valorado desde muy pequeño, desde antes de nacer, cuando se haga adulto difícilmente podrá reproducir una actitud de ternura hacia los demás. La carencia de ternura queda grabada en el alma como una mancha oscura, y es un tumor maligno que debe extirparse antes de que se pueda empezar de nuevo. Nayara, una niña de nueve años, ha escrito un libro sobre los las heridas psicológicas que ha abierto la pandemia, sobre “los abrazos perdidos por la pandemia”. Son heridas abiertas de nuevo porque, por diversas causas no pudo gozar en su primera infancia de las caricias de la familia (ABC,Miércoles, 4 de noviembre, 2020). De todos modos, no podemos ser fatalistas; siempre es posible reeducar el corazón, como lo han hecho tantos, aunque, naturalmente, sea más difícil, porque exige la tarea de arrancar antes de plantar. Para crecer psicológicamente sanos se necesita ser acariciado. Agazapado detrás de una persona áspera, rígida y gélida, hay, generalmente alguien que no ha sido acariciado, un indigente afectivo que tratará de llenar con sucedáneos esos vacíos con la erótica de la riqueza, el poder o el sexo. ¿No sería ésta la situación de la Samaritana (Jn 4,14), de Zaqueo (Lc 19,1-10) y la de Pilatos (Jn 18,39)?

      Pero muchos, aun habiendo vivido, sobre todo si ha sido superficialmente la experiencia de la ternura, con el paso de los años, construyen un muro en torno así, que les hace impenetrables y opacos, insensibles e imperturbables, iconos de la personalidad hecha y recia (y, como consecuencia, de una persona infeliz). Los gestos de ternura vendrían a ser para ellos juego de niños y de personas inconsistentes. Lamentaba Gloria Fuertes: “Muchos hombres habrían de celebrar un funeral por el niño que fueron y ha muerto”. Con mucha frecuencia la niñez resucita en la ancianidad, pero para vivir una niñez psicológica sin gracia, sin la carcajada de los años de infancia ni la sonrisa serena de la madurez, sino con el alma mustia y tristona. Francesc Torralba señala oportunamente: “Necesitamos recuperar la ternura de la mirada, ir hasta el fondo y trascender esta capa de cultura y de educación con la que nos han embadurnado y regresar a las fuentes originales” (Francesc Torralba, La Ternura, Ed. Milenio, Lleida, 2010, 32).


     Niños con arnés militar


      Con frecuencia, la altivez, autosuficiencia, fortaleza y reciedumbre de muchas personas no es nada más que un arnés que se han calado, dentro del cual mora y llora un niño, que anhela siempre gestos de ternura, besos, abrazos y caricias. Los adultos necesitamos, como los niños, gestos de ternura, necesitamos que se ocupen de nosotros y nos cuiden, pero con frecuencia lo ocultamos y adoptamos aires de autosuficiencia. No nos dejemos engañar; son muchos los que pretenden disfrazar sus miedos, sus vacíos afectivos, el ansia de compañía afectuosa que llene su soledad, sobre todo si sufrieron indefensión y frialdad en su infancia. Más allá de unas apariencias imperturbables, hay un alma tierna, debajo de la coraza hay un corazón débil, sensible que desea ser amado y que anhela amar. “Agazapado detrás de una persona áspera, hostil y dura hay generalmente un indigente afectivo que no ha sido acariciado y anhela inconscientemente ser acariciado. En cierta medida, todos somos indigentes afectivos y anhelamos las caricias. Por eso el asombro de ver personas con reciedumbre guerrera que, con pequeños gestos de cariño, se desmoronan al instante, personas engañadas y engañosas que lloran a escondidas porque les da vergüenza hacerlo ante los demás y ser considerados licuables como la cera. Ni nos engañemos a nosotros mismos si es nuestro caso, ni nos dejemos engañar si es el caso de personas que forman nuestro entorno que van por la vida con cara de estatuas de mármol. Sobre todo, si la persona es sensible, ir de duro por la vida representa una pugna contra la propia naturaleza, y esto sólo puede ocasionar sufrimiento. Es una forma de represión afectiva; y toda represión, poner coraza al corazón comporta siempre dolor. El corazón no es sólo una víscera para bombear sangre, sino una fuente de ternura que hay que dar y recibir. Dice Antonio Machado con frase certera: “Un corazón solitario no es un corazón”. Por eso, la tendencia a reprimir y ocultar lo que somos provoca siempre desgarro interior, una esquizofrenia y, al final, la infelicidad. Afirmaba la Madre Teresa de Calcuta: “El hambre más feroz no es la del estómago, sino la del corazón”. Tristemente son muchos los hambrientos en los dos sentidos, más los hambrientos del corazón, una estadística veraz nos asombraría, porque el hambre del corazón no se confiesa. Y no deja de ser lamentable, porque la solución es muy posible, está a nuestro alcance. 


     El vigor de la ternura 


     Generalmente se identifica la ternura con la debilidad psicológica, con la languidez, signo de debilidad; se la considera un sentimiento blando y cursi, propio de niños y mujeres infantilizadas, como indiqué anteriormente. Para muchos, todavía, los gestos de ternura son “niñerías”. Pero no es así, ni mucho menos. Hay que distinguir dos momentos de vivir la ternura las personas. Sí, existe una etapa, la infancia, en que se vive y ejercita una ternura que yo llamaría ingenua, en la que el niño la experimenta y vive de forma espontánea como un impulso natural. Es la actitud El principito del cuento luminoso de Saint-Exupery. El Principito la vive espontáneamente en su pequeño planeta hacia las cosas que lo pueblan, sobre todo la rosa que le enternece y a la que mima. Está enamorado, porque cree que lo suyo es único. Decide hacer una gira interplanetaria, y descubre que hay miles de rosas y miles de estrellas y de paisajes como los suyos. Esto le despierta, le saca de su embobamiento, pero esto no le roba la ternura, sigue siendo tierno, pero con una ternura contrastada con la realidad, con una ternura curtida y recia. Hay un cierto paralelismo entre lo que es ser niño y ser tierno. Ser niño y ser tierno en los primeros años de vida es algo connatural, pero ser tierno y ser niño en sentido positivo, en sentido evangélico, en los años de la adultez biológica, supone mucho vigor de espíritu y mucha madurez psicológica. 

      La ternura se conjuga tanto en voz activa como en voz pasiva. No sólo es necesario darla, sino que es preciso recibirla con espontaneidad y alegría. Darla, expresarla, acogerla y recibirla son siempre actos de madurez; es reconocer y vivenciar lo que somos; en cambio, la dureza y la rigidez son actitudes aparentes, una representación escénica, una ficción de quien no tiene el valor de expresar lo que es. Hay quienes se abstienen de ofrecerla porque creen que es un ritual, un juego de niños y adolescentes. Y a muchos les cuesta aceptarla porque con sus expresiones se sienten tratados como menores necesitados de mimos y caricias como personas débiles; ven en ellas unas expresiones de superioridad sobre ellos que se sienten muy adultos y superiores. ¿Avergonzarnos de la cálida actitud de la ternura dada y recibida? Lo que realmente es inhumano y vergonzoso la rigidez y gelidez del corazón. Como indica Francesc Torralba, “la ternura no es un sentimiento fácil y blando. Es la experiencia de un lazo fundamental, el retorno a las fuentes originales de la vida, a la raíz misma de dónde venimos y a dónde vamos. Es de verdad triste no enternecerse jamás hasta tal punto de que nada altere el corazón” (Francesc Torralba, La ternura, Ed. Milenio, Lleida, 2010, 67). 

    La ternura ¿expresión de languidez y flojera de espíritu? Seguidamente vamos a poner nuestra mirada en “Jesús de Nazaret, el Hijo que, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura” (Papa Francisco, EG, 88), que es el rey de los mártires. Lo mismo hay que decir de María, reina de los mártires, a la que he denominado en el título de uno de mis libros María, vigor y ternura. Con este mismo título denomina Leonardo Boff a Francisco de Asís que, con su intrepidez martirial desencadenó una revolución evangélica en la Iglesia y una revolución humanitaria en la sociedad inhumana de su tiempo. La ternura ¿expresión de languidez y flojera de espíritu? Veremos lo profundamente tierno que es Pablo, pues, acerquémonos a él, sigámosle en sus itinerarios misioneros, en el rosario de sus odiseas que él mismo confiesa: “Gano (a mis rivales enemigos) en fatigas, les gano en cárceles, en palizas sin comparación, y en peligros de muerte con mucho. Los judíos me han azotado cinco veces, con los cuarenta golpes menos uno; tres veces he sido apaleado, una vez me han apedreado, he tenido tres naufragios y pasé una noche y un día en el agua. Cuántos viajes a pie, con peligros de ríos, con peligros de bandoleros, peligros entre mi gente (los judíos), peligros entre paganos, peligros en la ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros con los falsos hermanos. Muerto de cansancio, sin dormir muchas noches, con hambre y sed, a menudo en ayunas, con frío y sin ropa” (2 Cor 11,23-28). ¿Es, tal vez, esta vida novelesca de un hombre profundamente tierno, expresión de languidez y flojera? Esto mismo, en biografías parecidas proclaman las vidas de todos los santos. Vigor y ternura son dos hermanos gemelos que van siempre juntos del brazo, que se complementan y ayudan.       


    La terapia de la ternura


    Ternura, una palabra que sintetiza afecto, dulzura, calor y consuelo. Hay que desengañarse, la ternura no es un valor secundario, sino un valor necesario en el vivir humano para la salud psicológica y para la felicidad. No olvidemos el dicho agustiniano: “Hemos sido creados para amar y ser amados”. Saberse querido y acogido es la certeza más básica que anhelamos. Todo ser humano siente un vacío o tiene una afección en el corazón que sólo secura con la ternura. La ternura es una emoción, una fuerza motriz que nos impulsa a tratar con cuidado y calidez a los demás, con la delicadeza que se merecen. La ternura es una de las virtudes esenciales en la vida cotidiana. Sin ella, la vida se convierte en un invierno siberiano para los que conviven, en una vida fría porque falta el calor del radiador, que es la ternura y el cariño.

      Sentimos y valoramos especialmente la ternura cuando nos encontramos un poco náufragos en la vida, cuando nos sentimos vulnerados y frágiles porque nos ha golpeado la desgracia familiar, el fracaso profesional, la enfermedad, la depresión la injusticia, cuando perdemos pie. Es entonces es cuando valoramos la ternura. Es lamentable que muchos necesiten los bofetones y latigazos de la vida para descubrir lo que ella significa. La experiencia de fragilidad suscita en nosotros el anhelo de una palabra, una mirada, una sonrisa tierna, la mano sobre el hombro, la caricia, el beso y el abrazo, la cercanía del otro o de los otros. Unos a otros, con el amor hecho ternura, podemos ayudarnos a sanar nuestro espíritu, afectado siempre no con una sino con varias llagas y podemos ayudarnos a crecer. Señala el Papa Francisco: “Optar por la fraternidad, ahí está la verdadera sanación, ya que el modo de relacionarnos con los demás, el vivir una fraternidad mística, contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano es lo que nos sana” (Papa Francisco, La alegría del Evangelio, 92). 

      Existe un hermoso relato de R. Ma. Rilke. Cuenta el poeta que, en París, pasaba siempre ante una mujer que mendigaba en la calle y a la que arrojaba una moneda en el sombrero. La mendiga permanecía totalmente impasible, como si careciese de alma. Un día Rilke le regala una rosa. En ese momento su rostro florece. Él ve por primera vez que tiene sentimientos. La mujer sonríe, luego se marcha y durante ocho días deja de mendigar porque le han dado algo más valioso que el dinero. Este hermoso y pequeño acontecimiento demuestra que, en ocasiones, una rosa, un gesto de interés, de cordialidad, de aceptación del otro, supera con creces al dinero y a otras dádivas materiales. Muchos voluntarios testifican que los indigentes a los que se han acercado para socorrerles agradecen más la conversación, el interés por ellos, la compañía que el dinero o los alimentos que se les proporcionan. La distancia entre el ayudador y ayudado se rompe cuando el interés por el otro es sincero y se pone de manifiesto con gestos y palabras que lo expresan. De este modo no sólo se les reconoce como seres humanos, sino como seres hermanos, como personas dignas de afecto. 

     “Para los enfermos, la ternura es una terapia necesaria que no sólo levanta el alma, sino que ayuda a la sanación del cuerpo. La soledad es para un anciano peor que la enfermedad. Este es un dato sobradamente comprobado en numerosos estudios de muchos países. Sabemos que entre la vida emocional y a vida física hay una profunda interacción. La ternura en los enfermos es un remedio, un tratamiento que escasamente se les proporciona. Quienes cuidan a los enfermos en situación crítica, reconocen que, además de las atenciones físicas, el enfermo requiere ternura, anhela el contacto físico (caricias y besos), una mano a la que asirse para sentirse seguro, con ellos se calma su ansiedad, se siente más seguro; en él se da un proceso de regresión, de retorno a la infancia, de desear restablecer el lazo materno. Es una necesidad que no debe olvidarse ni, mucho menos todavía, tratar frívolamente. Si hacemos caso omiso de este deseo, si únicamente atendemos las necesidades de tipo físico, el enfermo se sentirá mal cuidado y encontrará inhóspito su espacio. Jesús curaba acariciando. Si a un enfermo no se le rodea de gestos de ternura no se le proporciona una atención integral. Con respecto a la salud, la paz y al equilibrio psíquico, afirman todos los psicólogos que el amigo es el mejor psicoterapeuta, porque proporciona al amigo (se proporcionan mutuamente), la terapia de la ternura y el cariño. Confesaba Nelson Mandela, que tanto supo de sufrimientos: “Lo peor del sufrimiento no es el sufrimiento en sí mismo, sino el tener que afrontarlo solo”. 

     Hemos de empezar a aplicar esta terapia con nosotros mismos. Somos tiernos con los demás cuando lo somos con nosotros mismos. Hay personas que no saben acoger a los demás porque no saben acogerse a sí mismos, como  hay personas que no son capaces de perdonar a los demás, porque no se perdonan a sí mismos el más mínimo error. No puede esperarse que quien se mira a sí mismo con dureza, mire a los demás con ternura. Y también hay que decir que cuando acariciamos a otra persona, nos estamos acariciando a nosotros mismos.

PARA LA REFLEXIÓN, LA ORACIÓN, EL DIÁLOGO Y EL COMPROMISO  

     Lecturas bíblicas: 1 Juan 2,15-17: Vivimos en una sociedad contaminada.

                                      Juan 17,9-19: Los cristianos, presencia de Jesús.                                                                             

      1º- ¿La descripción del desafecto social descrito en la reflexión refleja el ambiente en que vivo? ¿En qué gestos y actitudes de las personas de mi entorno fundamento mi opinión?

     2º- ¿Qué rasgos tiene mi convivencia familiar, vecinal, eclesial y social? ¿Reina la ternura o la indiferencia? 

     3º- ¿Valoro la ternura en su justo valor, o la considero una debilidad psicológica, propia de personas frágies, faltas de reciedumbre interior, propia de mujeres y niños? 

    4º- ¿Hay en mí algo de niño revestido de arnés militar? ¿En qué se manifiesta?

    5º- ¿Pongo en práctica la terapia de la ternura?  ¿La acepto y la doy, sobre todo a los que más la necesitan? ¿Qué cambios me invita el Espíritu Santo verificar en mi vida con esta reflexión? ¿Qué compromisos me invita asumir?

                                                                                   Atilano Alaiz

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