Jesús iba camino de la casa de Jairo. Centenares de personas se apretujaban alrededor para poder oírlo. Casi no le dejaban avanzar. Es el típico y conocido barullo de la gente que quiere curiosear, chismorrear. Muchos se acercaban a aquel “Maestro-Rabino” para luego poder contar que lo habían visto, o tocado. Es el acercamiento «superficial» que tantas veces se da entre nosotros mismos: nos acercamos, nos miramos, nos decimos algo, nos damos la mano o un abrazo pero no ha ocurrido un auténtico encuentro. Y también nos pasa con el Señor: nos reunimos en su nombre, le decimos lo que sea, oímos su Palabra, lo recibimos en la Eucaristía... pero nada o casi nada cambia en nosotros.
Un encuentro «auténtico» con un hermano o con el mismo
Dios... es aquel que produce en nosotros algo nuevo, algo bello, que nos
hace crecer, que nos hace mejores, que nos cambia de alguna manera. No por
estar juntos, ni por hacer cosas juntos, ni por estar en el mismo lugar... nos
encontramos realmente.
En esta escena, entre tantos que le rodean, le miran y le admiran, le oyen, le apretujan y le empujan... Entre tantos... realmente solo una persona se «encontró» realmente con Jesús. Sólo una mujer se le acercó silenciosamente, y por detrás le tocó el borde del manto. Había en ella mucha necesidad y mucha confianza. Llevaba años sufriendo por culpa de sus hemorragias. Iba cargada de humillaciones y de dolor por una enfermedad vergonzosa que la hacía despreciable para la gente: ¡impura!
Tenía prohibido participar en cualquier reunión. Nadie podía
tocarla. Y también se volvía impuro todo lo que ella tocara. Incluidas las
personas. Eso decían las normas sociales y las sagradas leyes religiosas
escritas en la Biblia. «Impura» significaba también que su enfermedad era
una señal de su alejamiento de Dios. Es decir: que se consideraba una pecadora.
¡Doce años! sin recibir una caricia, un abrazo, un beso... (Qué bien la
entendemos todos después de esta pandemia y sus «distancias» físicas). Había
buscado la ayuda de especialistas inútilmente, hasta gastárselo todo y gastarse
ella. Su último recurso era aquel Maestro de Nazareth que decían que hacía
milagros.
Se parece esta mujer a
tantas personas que se sacrifican por otros, ponen sus bienes a disposición,
siempre disponibles para lo que haga falta, ofrecen su tiempo... pero lo que
inconscientemente y realmente andan buscando es reconocimiento, que les tengan
en cuenta, que les hagan caso. Pretenden comprar lo que no se compra. Todos
conocemos a personas que se nos acercan para contarnos achaques, problemas,
complicaciones y desgracias... Siempre les pasa algo malo. Es su modo
(inconsciente) de buscar nuestra atención, que les hagamos caso, aunque sólo
sea un rato. No necesitan ayuda, ni consejos, ni... ¡Necesitan no sentirse tan
solas!
Pero al final, pocas veces encuentran lo que necesitan, y se
sienten vacías, usadas, agotadas, tristes... Ya no saben qué dar o qué hacer o
qué contar para que alguien las atienda.
Cuando aquella mujer anónima alargó su mano para rozar el borde
del manto del Señor, salió de ella toda una corriente de soledad, de
impotencia, de vergüenza, de culpa... Pero para lograr alcanzar el borde de su
manto, para abrirse paso, tuvo también que tocar a la gente, haciéndola
impura. Como también Jesús quedó «manchado» con su impureza. Se había
saltado las normas religiosas que seguramente conocía muy bien. E intentó
ocultarse en el silencio y entre la gente. El caso es que sus hemorragias se
habían detenido.
“¿Quién me ha tocado?”.
Jesús notó que allí había alguien «diferente», que se le había
acercado de otra manera: con sinceridad, discretamente, sin molestar, sin
interrumpir, pero con todas sus miserias, su dolor, su tristeza, su
incomprensión. Sin palabras, sin pedir nada. Sólo un gesto de confianza (¡y
atrevimiento!): tocarle. Y de él brotó un chorro de comprensión, de paz, de
gracia, ¡de vida!
Jesús
pregunta: «¿quién
ha sido?». Busca a la persona: un rostro, una palabra para
dialogar. Quiere que recobre también su dignidad personal, su autoestima, y no
sólo la salud. No va con Jesús la «caridad anónima».
Ella aún se escondía, tenía vergüenza, estaba asustada y
temblorosa. Temía, con toda razón, que le reprocharan su atrevimiento por no
respetar las leyes sagradas.
Pero lo que se encuentra en el Señor es ternura, acogida,
respeto, comprensión, diálogo. La saca de su miedo, de su vergüenza, de su
anonimato y de su exclusión de 12 años. Jesús la llama «hija», ¡nada menos!,
declarándola familia de Dios, y alabándola por su fe, por su confianza,
aunque se haya saltados las normas religiosas.
La persona y su dolor están por encima de cualquier regla
religiosa o social. Y el Señor le dirige una palabra de ánimo: Vete en paz y
con salud.
Comentaba el Papa Francisco:
Él nos espera, nos
espera siempre, no para resolvernos mágicamente los problemas, sino para
fortalecernos en nuestros problemas. Jesús no nos quita los pesos de la vida, sino
la angustia del corazón; no nos quita la cruz, sino que la lleva con nosotros.
Y, con Él, todo peso se vuelve ligero (Cfr 30), porque Él es el descanso que
buscamos. Cuando en la vida entra Jesús, llega la paz, aquella que permanece
aún en las pruebas, en los sufrimientos. Vayamos a Jesús, démosle nuestro
tiempo, encontrémoslo cada día en la oración, en un diálogo confiado y
personal; familiaricemos con su Palabra, redescubramos sin miedo su perdón,
saciémonos con su Pan de vida: nos sentiremos amados y nos sentiremos
consolados por Él. (Julio ‘17)
Hoy, en esta Eucaristía, cuando extiendas tu mano para
recibirle, tocarás al Señor. No sólo el borde de su manto. Sino a él en
persona.
Ojalá que sientas que te restaura la vida, esa que a veces se te
escapa a chorros o que te quitan otros. No importa si estás así desde hace
muchos años. Él no va a reñirte, ya lo has visto.
A Jesús le bastan la sinceridad y la confianza... y que seas un
poco atrevido. Confía en ti mismo, y en él. Te hará mucho bien.
Quique
Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Imagen de José María Morillo
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