Si quieres, te acompaño en el camino…
Si quieres, hoy me quedaré contigo...
Lo mío es ir contigo, compañero…
Eduardo Meana.
Si el nombre de Dios es “Amar”, en tanto acción que hace a su identidad, como afirmábamos en la anterior entrega, entonces, “acompañar” y “consolar” son asimismo “verbos” propios de Dios.
Con breves pinceladas justificaremos estos verbos que atribuimos a Dios. En la historia de Israel, que corresponde a nuestra tradición, pero también en las historias de los demás pueblos, hay registro de esa Presencia compañera, alentadora, que pone en pie y sostiene la vida lanzándola en procura de más vida, más libertad, más plenitud y dignidad de “hijos”. También en la historia de Israel encontramos al Dios que consuela en el dolor, pero es aún más explícita esa vocación de consuelo en la Nueva Alianza, más precisamente cuando Jesús promete la entrega de su Espíritu con ese fin.
En los Ejercicios ignacianos, tras la tercera semana centrada en la pasión y muerte de Jesús, en la cuarta semana se invita a los ejercitantes a contemplar relatos de las apariciones del Resucitado, pidiendo la gracia de alegrarse y experimentar el gozo “por la gloria de Cristo”, y también se invita a “mirar el oficio de consolar”.
Una de las más hermosas metáforas actuales para referirnos a Dios, la desarrolla Andrés Torres Queiruga recogiendo la expresión de Whitehead: “Dios como el gran camarada que acompaña en el sufrimiento”. Dios no es el causante de ningún tipo de dolor, ni del natural por los límites creaturales, ni del provocado por otros o por sistemas injustos. Es el gran compañero del ser humano y su humanización progresiva, que ha de pasar también por dolores de parto y de maduración. Dios es el gran compañero que consuela, el que comparte el pan y las lágrimas.
Reconocemos la presencia de Dios por sus efectos, pues no es estática, ni mediática, sino que su ser es acontecer, es iniciativa salvadora. El acompañar y consolar de Dios no es “aniñar” ni hacer por nosotros lo que nos corresponde hacer, es siempre iluminación que muestra posibilidades nuevas y anima a recorrerlas, que levanta y pone en movimiento. Es un abrazo de “gran camarada que acompaña” hasta que su amor y consuelo dinamizan energías interiores que nos permiten oír su deseo: “Levántate, come, que aún hay mucho por andar”. (1 Re, 19, 7)
Por si acaso, cabe señalar que, ese amar, acompañar y consolar de Dios se realiza en forma tan real como discreta; tan personal como que se realiza a través de personas, comunidades y sus iniciativas; tan “jugada” como respetuosa de la libertad humana. No cabe al cristiano adulto esperar otro modo de intervención en la historia.
Para decirlo poéticamente recurro a los versos de Benjamín González Buelta, si bien se refiere a la creación, al Creador discreto, no al gran camarada que acompaña en el sufrimiento: “No hay que amenazar a los pájaros para que canten, ni vigilar la espiga de arroz… ni dar órdenes al corazón tan fiel, ni a las células sin nombre para que luchen por la vida hasta el último aliento… Creador discreto, te revelas en el don en que te escondes, para que tu infinitud no nos espante.” Dios, por ser Dios, respeta la autonomía de la creación y la libertad de sus hijos, que carecería de sentido si fuera atropellada por una intervención “mágica”. Pero su respeto no es lejanía, menos indiferencia, está allí acompañando y consolando a través de otros, e invitando a hacer lo mismo, pues a su imagen fuimos creados y con posibilidad de crecer en semejanza.
Abrí el artículo con unos versos de Eduardo Meana, cuya canción recrea el texto de los discípulos de Emaús, con la particularidad de que es Jesús quien hace el relato, agrego al verso “Lo mío es ir contigo, compañero”, otros versos en la misma línea:
Mi nombre y mi misterio de "Camino"
Y de mi fiel estar-acompañando
Tu amor de acompañante será el signo
El acompañar de Dios siendo su nombre-identidad, es también el acompañar de Maestro, de Camino en Jesús; su pedagogía nos conduce a crecer en semejanza y convertirnos en signo suyo, por medio de nuestro “amor de acompañante”. ¡Qué expresión tan lograda para decir el lugar en el mundo del seguidor de Jesús! Más aún, expresa nuestro verbo-identidad de humanos en semejanza a Dios.
Acompañar es acompasar el paso al de otro u otros, a veces es estimulante: acompañar la vida de un hijo, de alumnos que desean saber, el proceso de vocación de personas en búsqueda, el camino de una pareja, en suma, acompañar “crecimientos” es hermoso. Pero acompañar “disminuciones” no es fácil, no es fácil permanecer junto al que sufre, a alguien que se ha equivocado o que por diversas circunstancias se encuentra en un abismo, acompañar días y noches a un enfermo o un moribundo…
Acompañar en los crecimientos y búsquedas supone acompasar el paso, buscando luz, abriendo juntos senderitos nuevos. Acompañar en las disminuciones, en las pérdidas irreparables, la vejez, la agonía, remite al otro nombre del amor: consolar. Existe una máxima orientadora, con tres “c”, que nos llega desde los albores de la medicina: “Si puedes curar, cura; si no puedes curar, calma; si no puedes calmar, consuela.”
Consolar es kenosis, abajamiento al estilo de Jesús, como dice el himno a los Filipenses (2, 6-7). Es ponerse a la altura del que sufre, compartir la desolación, llorar con él su dolor, hasta un poco morir su muerte, es hacerse uno por amor, en el amor. Seguramente hemos experimentado esto algunas veces y hemos tocado el Misterio; poco se puede decir, es inefable.
Amar, acompañar, consolar… Esos verbos de Dios, esos verbos que podemos hacer nuestros, asemejándonos, en tanto nos ejercitamos en contemplar a Dios. Por eso San Ignacio insiste en esa cuarta semana, o en el final de los Ejercicios de ocho días, en que miremos al Resucitado cuyo “oficio” es acompañar y consolar. “Quien se deja amar, aprende a amar. Empieza a conjugar el mismo verbo que Dios”, decíamos en el artículo anterior. Experimentando ese ser acompañados y consolados, es que se mueven nuestras entrañas desde la autorreferencialidad a la alteridad, desde la demanda narcisista, a la donación de sí, allí donde otro sufre.
Celaya, el poeta español, escribía “Hago mías las faltas, siento en mí a cuantos sufren y canto respirando. Canto y canto, y cantando más allá de mis penas personales, me ensancho, me ensancho.”
Ser los grandes compañeros de los que sufren, puede ser una vocación especial de algunos, pero estamos todos llamados a intentarlo, “Ve y haz tú lo mismo”, nos dice Jesús. Estamos llamados a hacernos prójimos, podemos pedir el deseo y la Gracia para ello. Para permanecer fieles, con paciencia y ternura, con creatividad y confianza, pues así acompaña Dios al que sufre, despertando sus fuerzas interiores para dar la batalla.
Como regalo o “yapa”, va un video: “Sanar” de Ricardo Mollo.
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