Nos duele, amigo, hasta los huesos
y se endurecen nuestras entrañas por la injusticia, la cobardía…
El desencanto nos va aquietando… Nuestra historia no está cerrada…
Hay que seguir andando, no más, hay que seguir andando…
Carlos Saracini, cp
Indignación ética y esperanza, dos sentimientos y dos actitudes vitales profundamente humanas, sobre ellas quiero reflexionar hoy aquí, empezando con algunas preguntas: ¿A unos les toca indignarse y a otros sembrar esperanza? ¿Los indignados son personas que cultivan la esperanza? ¿Los que de diversos modos se dedican a “esperanzar”, ignoran la realidad o viven de espaldas a ella? ¿Cómo conciliarlas y cultivar ambas, con realismo y grandeza de alma?
Algunas personas ante la injusticia, grande o pequeña, tienden a indignarse mucho; otras siempre ven el lado positivo de la vida, lo disfrutan y se empeñan en que los otros también lo vean. En general parecen actitudes opuestas y un grupo cuestiona al otro, unos tildan de exagerados o de resentidos a los que se indignan, en tanto otros ven a los que levantan la bandera de la esperanza como idealistas, ajenos y negadores de la realidad -palmaria o existencial- del sufrimiento humano injusto. “Hay golpes en la vida, tan fieros…” sigue gritando César Vallejo.
A diario nos topamos con situaciones de flagrante injusticia, en las calles, en las familias mismas, en la cotidianidad laboral, a nivel económico, en lo social y político en sentido más macro, sea en decisiones gubernamentales o en hechos de calado internacional. ¿Cómo no condolernos y cómo no indignarnos, ante situaciones que mellan la dignidad humana y que, por si fuera poco, son expuestas o vividas como “naturales”?
Leemos las cifras de UNICEF o de CEPAL y seguimos desayunando, o viviendo nuestra vida como si detrás de las cifras no estuvieran personas de carne y hueso como nosotros: niños, jóvenes, ancianos, mujeres, hermanos nuestros padeciendo esas tragedias. No sólo cuando leemos esas noticias, sino cuando nos movemos a diario… nos vamos acostumbrando a que miles de personas coman de la basura, vivan y mueran en las calles. Escuchamos sobre enfermedades complejas o de necesario, urgente abordaje y nos parece normal que quienes pueden pagar una atención médica de calidad, o hacer gestiones para obtener en forma gratuita un tratamiento, accedan al mismo y que tantos otros que no pueden económicamente, o no saben moverse, no lo reciban. ¡Como si la vida de unos valiera más que la de otros! Eso parece casi “obvio” y si no se dice abiertamente, está latente como fatalidad: “es así”.
Más allá de informes de organismos internacionales o de prensa, también se ha asumido pasivamente que una persona trabaje por “lo que le den” o se le asigne unilateralmente una remuneración totalmente insuficiente e injusta. Y conste que eso sucede no sólo en países en situación de miseria y de guerra, sino en países “democráticos” con buenos estándares, y en empresas reconocidas “por hacer el bien”. Al fin y al cabo “así es el sistema”. Claro, las personas que han trabajado toda la vida y no se resignan a vivir de limosna, achican sus presupuestos hasta las peores privaciones para “ganarse dignamente el pan”, ¿dignamente, cuando son explotadas? Asumo que las situaciones son complejas, es difícil hacer un planteo breve sin simplificar.
Hace pocos días vi una obra de teatro, “Gurisa” (“gurí”, “gurisa” son términos nuestros para referirnos a niños y jóvenes) con dos actrices jóvenes acompañadas por músicas, mujeres también, de la Banda Sinfónica de Montevideo. Una obra excelente y muy fuerte, donde se denuncia el abuso contra las niñas y jóvenes de todas las clases sociales y a todo nivel, pero especialmente, denuncia la complicidad y el silencio del que todos en distinta medida somos responsables. En la obra se leen notas de diarios sobre hechos de violencia de los últimos años, se cantan canciones populares que son una apología de la violencia hacia las mujeres, y se termina con testimonios de lo padecido por las propias mujeres músicas en su ambiente (que nos parece tan armónico y culto).
Hay tanta violencia encubierta, disimulada, tanta hipocresía, como dice la canción que adjunto, que no puede dejarnos indiferentes, que apela a la indignación ética, a la ira santa. No cabe duda que los caminos hacia mayor justicia son escarpados y tropezamos a menudo en el intento.
Para cerrar este punto de la indignación y ya dar paso a la actitud de “esperanzar”, doy cuenta de mi más reciente indignación. Una mujer que ha dado su vida por el Evangelio en diferentes países, con sólida formación, ahora con sesenta años y una situación familiar difícil, ha aceptado un trabajo de muchas horas, para el cual tiene que dedicar aún más para planificar, por un sueldo absolutamente insignificante, miserable. Es consciente de la injusticia, pero dice: “me siento unida a los últimos, a los que nada tienen, a los que tienen que tragar su orgullo y aceptar… a los migrantes, que no pueden hacer paro porque les es imposible cobrar un peso menos… sigo a Jesús pobre”. Agrega “estoy feliz con los niños, algo puedo hacer por ellos, ¡sufren tanto!” En tiempos de Cuaresma, esta mujer une su sufrimiento al de Jesús, que apretó los dientes como Siervo sufriente y siguió amando hasta derramar la última gota de sangre. Ella también sigue amando y dando lo mejor de sí, derramando su perfume de nardos. ¿No será esta otra forma de denuncia?
Simultáneamente, hay hermosas iniciativas de hacer visible los signos de esperanza y de confianza en el ser humano y sus posibilidades más genuinas. Hay muchas iniciativas, grandes o pequeñas, que son un canto a la vida, que apuestan a lo más luminoso de la humanidad, que también existe. Mientras la cultura imperante promueve la indiferencia y el “sálvese quien pueda”, hay quienes persisten en no dejarse arrastrar por la marea ni tampoco por el pesimismo existencial y apuestan a ser signos de esperanza. Sobre ella hemos abundado en otros artículos y está en el trasfondo de todos, porque me mueve una fe antropológica y un optimismo visceral.
Recientemente leí un breve libro testimonial de una mujer que conoció a Orlando Yorio en sus breves años en una parroquia de Montevideo, tras su secuestro y liberación en Argentina. Se trata de una serie de testimonios muy sencillos que pintan al sacerdote, pero también la sensibilidad de la autora, así como la capacidad de varias personas en aquel contexto histórico de ver la luz en las sombras y ayudar a que brillara (como decía en el artículo anterior sobre los susurros de Dios). Hago mención a otro libro, una novela breve titulada “Topía”, la autora, una mujer joven, esposa y madre, admiradora de Tomás Moro, recrea su idea en el presente y con mirada feminista. Se aventura a desafiar a los distópicos tan de moda, y a los que se enredan en “es lo que hay”, llamándola Topía, apostando a que es posible una vida comunitaria, donde gana el perdón, la generosidad, la creatividad... Una propuesta a contracorriente quizá demasiado inocente, pero que tiene el valor de recrear la confianza y la esperanza, puesto que sin ella no hay esfuerzo posible, es la energía para una vida que valga la pena y la alegría. Ambas autoras, movidas por el Espíritu, se empeñan en “ayudar a Dios” a recrear la confianza fontal insuflada en la creación y a empujar la evolución.
Decía al empezar esta reflexión que ambas actitudes: indignación ética y esperanza son profundamente humanas, pero que muchas veces parecen opuestas y dividen grupos en defensa de una u otra. Paradójicamente me encuentro en ambos grupos, muchos sufren mi reacción pasional ante lo que me parece injusto, y muchos más cuestionan mi “optimismo”. Quizá soy primaria en indignarme (casi un reflejo) pero a continuación, por porfiada voluntad (diría, también ancestral), busco la luz y señalo lo positivo: hay que seguir andando, de esperanza en esperanza.
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