Madrid 3 de mayo de 2013
Estimado Papa Francisco:
Somos un grupo de algo más de un centenar de sacerdotes, conocidos desde el 2007 como “Foro Curas de Madrid”, que venimos animando, desde hace bastante tiempo, la fe y el seguimiento de Jesús en comunidades cristianas, parroquias de barrio, movimientos populares y sociales e instituciones académicas. Nuestra voz va cobrando cada día mayor relevancia pública a través de gestos y documentos que, inspirados en el Evangelio, intentan reflejar periódicamente nuestra toma de postura ante el difícil proceso social y eclesial que estamos atravesando.
Desde este contexto concreto y generalmente difícil en que desarrollamos nuestra actividad, nos gustaría compartir brevemente con usted algunas de las preocupaciones que nos produce la situación de la Iglesia tanto local como universal. Antes, sin embargo, queremos manifestarle nuestra alegría por su elección como sucesor de Pedro, vínculo de unión entre el mundo católico, y hacerle llegar nuestra felicitación cordial por haber asumido con humildad este servicio de tan alta responsabilidad.
Hemos de confesarle que muchas de las palabras y gestos que le hemos escuchado y visto hacer desde que asumió su nueva tarea pastoral nos están sabiendo a Evangelio. No es nuestro propósito hacer ahora un recuento de todo esto; la prensa mundial lo pone a diario de manifiesto, lo que es para nosotros motivo de satisfacción. Pero sí queremos decirle que, a nuestro entender, dejan traslucir su marcado interés por una forma de presencia cristiana en el mundo sencilla en las formas y firme en la opción por los pobres. Nos emociona este nuevo aire que, desde Roma, usted parece querer que se difunda por toda la Iglesia católica, aire en el que nosotros personalmente nos sentimos cómodos.
Pero en esta sencilla carta queremos, como hemos dicho antes, hablarle también de algunas de nuestras más importantes preocupaciones. Por lo que diremos a continuación, al igual que a los cristianos y cristianas del siglo XIII, nos preocupa grandemente la deriva que está siguiendo actualmente la Iglesia en el mundo en general y, muy en concreto, en nuestro país. Nos atrevemos a pensar que también a usted le sigue pareciendo que conserva su vigencia aquel mandato que, según San Buenaventura, recibió San Francisco de Asís directamente de Jesús: “Francisco, ve y restaura mi casa, mira que está en ruinas”. Nos consta que el espíritu franciscano ha venido modulando su vida desde hace tiempo, hasta el punto de haber querido que su nombre de papa sea el del santo pobre y de los pobres. A la vista de los indicadores que advierten también hoy de que nuestra Iglesia amenaza ruina, es indudable que seguirá oyendo esa imperiosa invitación de Jesús a restaurar su casa. Entre los factores que, a nuestro juicio, están hoy llevándola a la ruina cabe señalar por su importancia aquellos que tienen que ver o son consecuencia directa del uso abusivo del poder, la pompa y el dinero entre sus más altas jerarquías, y esa terrible forma de corrupción moral que es la pederastia, en la que por desgracia ha caído un elevado número de miembros del clero. Conductas de este tipo son las que están haciendo que la imagen pública de la Iglesia, más que la de una institución que proclama una Buena Noticia para el mundo o una “tradición de sentido” que da razones para la esperanza, sea la de una secta cerrada y sospechosa, preocupada sobre todo por satisfacer sus propios y a veces turbios intereses. ¡Cómo nos gustaría, siguiendo la inspiración de sus primeros gestos, que en ella volviera a respirarse aquel aire fresco con el que soñaba el papa bueno, Juan XXIII!
No dudamos que usted ya dispone de un buen análisis de la situación y del programa de reformas que necesita esta Iglesia para volver a Jesús y ponerse a la altura de nuestro tiempo. Nos alegraría en gran manera coincidir con usted en las apuestas de ese programa, así como en la necesidad y urgencia de la reforma. A la luz de la imagen que ha venido reflejando desde su elección, nos hemos percatado de la importancia que tiene para usted la sección de Iglesia pobre y entre los pobres, frecuentemente silenciada por la jerarquía. Muchos de nosotros estamos trabajando en los lugares donde se hace presente, ignorados por el sistema, pero cargados de valores humanos y evangélicos. Nos gustaría ver este sector de Iglesia colocado como piedra angular de su proyecto de renovación y poder decirle que, desde nuestros modestos lugares de trabajo, puede contar con nuestra complicidad, apoyo y colaboración.
Conocedores como somos de la gran diversidad de la Iglesia actual y de los muchos problemas que la afectan, pero con la experiencia que hemos ido acumulando en largos años de servicio desinteresado, nos proponemos expresarle con humildad lo que a nuestro juicio debería formar parte irrenunciable de un programa que buscase su transformación evangélica. No pretendemos sentar cátedra de nada, ni dar lecciones a nadie. Simplemente queremos hacer uso de esa “parresia” profética a la que usted nos invita, para expresarle por escrito lo que tantos grupos de católicos hemos venido repitiendo desde hace años, sin que haya tenido el menor apoyo y acogida por parte de la jerarquía.
En primer lugar, nosotros estamos experimentando a diario la “sensación de cansancio”, de miedo al riesgo y la falta de vitalidad que está afectando muy seriamente a gran parte de la Iglesia, sobre todo a sus cuadros docentes y directivos y al pueblo cristiano en general. Somos conscientes de que, sobre todo en las últimas décadas, la dirección de la Iglesia ha vivido más pegada a la doctrina –muchas veces ideología– que a la práctica, más pendiente de la ortodoxia que de la ortopraxis. Esto la ha llevado a colocar la ley antes y por encima del ser humano y a dar mayor importancia al Derecho Canónico que al mismo Evangelio. Por mantener férrea y acríticamente el dogma, se ha perdido el corazón. Y con el corazón se ha perdido la frescura y creatividad, la cercanía y la compasión.
En esta perspectiva nos parece urgente que nuestra Iglesia recupere la manifestación fresca y libre de la fe de la que ha sido privada durante las últimas décadas; el desarrollo normal y sin censura de las disciplinas del saber teológico, pastoral y litúrgico; la revitalización del diálogo intraeclesial, ecuménico, interreligioso e intercultural, vía necesaria para la consecución de la paz y de justicia en el mundo de hoy. Desearíamos en este sentido poder celebrar cuanto antes la rehabilitación de los muchos teólogos y teólogas católicos que han sido censurados y castigados simplemente por practicar el noble ejercicio de pensar. ¡Cómo nos gustaría poder ayudarle a invertir esta práctica equivocada! ¡Que nunca más el pensar creativo pueda ser un delito en la Iglesia de Jesús! Necesitamos no solo el discurso imaginativo de nuestros poetas y artistas, de nuestros teólogos y escritores, sino también la creatividad y frescura de los pastores que, según su propia expresión, quieran “oler a oveja” sin peligro de ser arrojados fuera del redil.
En segundo lugar, consideramos que también debe afrontar la Iglesia como tarea urgente la de hacer que en su seno se articule real y eficazmente el estatuto de igualdad de todos sus miembros, tal y como se refleja en la Carta a los Gálatas, en la que leemos “ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. (3,28). Es una contradicción que, siendo la común dignidad de todos los seres humanos parte esencial del mensaje que anunciamos, la articulación de dicha igualdad esté mucho más y mejor desarrollada en la sociedad civil que en el seno de nuestras comunidades. En este sentido nos parece urgente en concreto que nuestra Iglesia abandone de una vez el patriarcalismo y deje de ser una institución que tiene vetadas muchas de sus funciones a más de la mitad de sus miembros, es decir, a las mujeres, así como a una buena parte de los hombres, a los que niega el acceso al sacerdocio y lo que ello conlleva, bien porque hayan optado por el matrimonio o porque hayan hecho pública manifestación y ejercicio de su homosexualidad. También nos parece urgente que la Iglesia abandone el carrerismo y la cooptación del poder y deje de ser esa institución en la que la opinión de la inmensa mayoría del pueblo que la forma no es tomada en cuenta a la hora de elegir a sus dirigentes, ni cuando se discuten y adoptan decisiones que van a afectarle directamente.
Respecto a nuestra presencia dentro de la sociedad de la que formamos parte nos parece urgente que la Iglesia, recuperando el espíritu del Vaticano II que se manifiesta en la constitución Gaudium et Spes, deje de presentarse ante el mundo como quien se considera depositaria de una sabiduría más alta y de una moral más profunda que la del resto de la humanidad, máxime cuando hay mucha sabiduría acumulada por la Modernidad de la que todavía no se ha hecho eco. La experiencia e investigación científica están alumbrando cada día dimensiones de la realidad que generalmente se rechazan en la Iglesia por pereza mental o en nombre de una misteriosa revelación o tradición secular difíciles de argumentar. Necesitamos volver a mirar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo con ojos de complicidad y de colaboración en orden a abordar conjuntamente los grandes retos tanto de convivencia humana como del cuidado necesario del planeta tierra que tenemos urgentemente planteados.
No podemos seguir estando ajenos a los grandes problemas de justicia social y cósmica que afectan a la humanidad. En este sentido, nos ha resultado alentador escuchar de su boca que le gustaría “una Iglesia pobre y de los pobres”. En nuestros barrios somos testigos a diario de las víctimas que está causando el neoliberalismo inhumano que hoy campa a sus anchas: con sus drásticos recortes de los servicios sociales, con las masas de parados, principalmente jóvenes y mujeres, con los desahucios que destrozan la vida de tantas familias, con los impuestos, injustamente aplicados, que están esquilmando las clases media y baja. Y, ante tan desolador panorama, nos duele en el alma el escandaloso silencio que guarda la jerarquía de nuestro país sobre estos dramas que afectan gravemente a la ciudadanía, cuando se sigue mostrando incontinentemente locuaz en otros temas que importan menos a la gente. Necesitamos que nuestra Iglesia rompa con esa, al menos aparente, complicidad que mantiene con el poder político, renuncie a todos sus privilegios y recupere la libertad profética para defender, junto a otras muchas instituciones, que ya lo están haciendo, la dignidad y los derechos de los más pobres.
Cada época tiene, según la Biblia, su propio “kairós”, su propio momento en el que a la humanidad se le ofrece la ocasión de dar un salto a mejor. ¿Será este, con su llegada, el kairós adecuado para la transformación evangélica de la Iglesia? Para esta tarea, estimado Papa Francisco, no lo dude, puede contar con nosotros.
Foro “Curas de Madrid”
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