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La reforma de Francisco parece haber naufragado o, al menos, encallado en el Sínodo celebrado en Roma del 5 al 19 de octubre, que ha reunido a cerca de 200 obispos de todo el mundo para reflexionar sobre la concepción, la actitud y la práctica pastoral de la Iglesia católica en torno a diferentes orientaciones sexuales, a los diferentes modelos de familia y otras cuestiones vinculadas con ella. Éramos muchas las personas de fuera y de dentro de la Iglesia católica que esperábamos un cambio de mentalidad, de orientación y de rumbo en un tema que se caracteriza por planteamientos anclados en el pasado sin apertura alguna a los cambios producidos en las últimas décadas en la sociedad. Pero éramos también conscientes de los obstáculos que se interponían y del peligro de que se produjera un estancamiento
El primer obstáculo lo constituían los propios protagonistas del Sínodo: los obispos. ¿Qué aportaciones podían hacer unas personas que no son especialistas en el tema, ni siguen de cerca los estudios especializados en las diferentes disciplinas que se ocupan del fenómeno de la familia en toda su complejidad? Personas que, además, han renunciado a formar una familia para dedicarse en exclusiva al servicio de la Iglesia. Es verdad que fueron invitados expertos y matrimonios, pero sin apenas influencia en los debates y sin voto a la hora de aprobar las proposiciones finales.
El segundo era la herencia de los papas anteriores. Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI se mantuvieron instalados rígidamente en el paradigma tradicional de la familia y de la doctrina sobre la sexualidad y condenaron los modelos de familia que no se atuvieran a la imagen conservadora del matrimonio “cristiano”. Pablo VI, beatificado el pasado domingo por Francisco, condenó los métodos anticonceptivos en 1968 en la encíclica Humanae vitae, en clara oposición a las orientaciones del concilio Vaticano II, que defendía la paternidad responsable, y en contra de la mayoría de la Comisión de científicos y de teólogos que le asesoraba y que era partidaria del uso de dichos métodos para poner en práctica el principio conciliar de la referida paternidad responsable. La encíclica provocó una de las más graves rupturas de los teólogos, las teólogas y de los movimientos cristianos críticos con el Vaticano y generó un clima de malestar profundo dentro de la Iglesia, que desembocó en una actitud de justificada desobediencia colectiva a las orientaciones papales tanto en la teoría como en la práctica.
En la encíclica Familiaris consortio Juan Pablo II ya alertaba sobre los signos más preocupantes en torno al tema que ha discutido el Sínodo reciente, entre los cuales citaba “la facilidad del divorcio y del recurso a una nueva unión por parte de los mismos fieles; la aceptación del matrimonio puramente civil, en contradicción con la vocación de los bautizados a “desposarse en el Señor”; la celebración del matrimonio sacramento no movidos por una fe viva, sino por otros motivos; el rechazo de las normas morales que guían y promueven el ejercicio humano y cristiano de la sexualidad dentro del matrimonio”.
El cardenal Ratzinger, siendo presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, dirigió en 1986 una durísima carta a los obispos norteamericanos en la que afirmaba que la particular inclinación de la persona homosexual, aunque en sí no sea pecado, constituye, sin embargo, una tendencia, más o menos fuerte, hacia un comportamiento intrínsecamente malo desde el punto de vista moral. Por este motivo la inclinación misma debe ser considerada objetivamente desordenada. El documento reaccionaba ante quienes creíamos –y seguimos creyendo- que oponerse a la actividad homosexual y a su estilo de vida constituye una forma de discriminación injusta, y osaba aseverar, negando la evidencia, que la actitud de la Iglesia contra la homosexualidad no comporta discriminación alguna, sino que busca la defensa de la libertad y de la dignidad de la persona.
En coherencia con este planteamiento, Ratzinger pedía a los obispos que no incluyeran en ningún programa pastoral a organizaciones de personas homosexuales sin antes dejar claro que toda actividad homosexual es inmoral, ordenaba retirar todo apoyo a organizaciones que pretendieran subvertir la enseñanza de la Iglesia en esta materia, prohibía el uso de locales “propiedad de la Iglesia” para actos de grupos homosexuales e instaba a defender los valores del matrimonio frente a proyectos legislativos que defiendan las reivindicaciones de los colectivos homosexuales.
Por esas fechas, la Congregación romana para la Educación Católica publicaba la Instrucción sobre los criterios de discernimiento vocacional de las personas con tendencias homosexuales con vistas a su admisión en el seminario y a las órdenes sagradas, que prohibía a los homosexuales ingresar en los seminarios y acceder al sacerdocio. Prohibición que sigue manteniéndose hoy a rajatabla.
No resultaba fácil romper en el Sínodo con esa tendencia excluyente de las personas homosexuales y de las personas católicas divorciadas y vueltas a casar, ya que en ella fueron educados –mejor instruidos- muchos de los padres sinodales.
Un tercer obstáculo fue la creación, desde el comienzo de la preparación del Sínodo, de un “frente” de oposición a cualquier cambio, liderado por el cardenal Gerhard Ludwig Müller, presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, nombrado por Benedicto XVI para mantener la ortodoxia y evitar cualquier desviación en materia doctrinal y moral. Se apresuró a escribir un libro sobre la familia recordando la doctrina tradicional, que considera inamovible, y firmó un documento junto con otros cardenales en contra de la reforma que en este tema pretendía introducir Francisco.
Un tercer obstáculo fue la creación, desde el comienzo de la preparación del Sínodo, de un “frente” de oposición a cualquier cambio, liderado por el cardenal Gerhard Ludwig Müller, presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, nombrado por Benedicto XVI para mantener la ortodoxia y evitar cualquier desviación en materia doctrinal y moral. Se apresuró a escribir un libro sobre la familia recordando la doctrina tradicional, que considera inamovible, y firmó un documento junto con otros cardenales en contra de la reforma que en este tema pretendía introducir Francisco.
Pero no todas eran inercias, obstáculos y problemas. Había también síntomas de apertura. Fue el propio papa Francisco quien, al poco de ser elegido, propició un nuevo clima y abrió el debate sobre la actitud de la Iglesia hacia los homosexuales y el acceso de las personas católicas divorciadas y vueltas a casar a los sacramentos. En el propio Sínodo reinó un clima de libertad y los participantes en el mismo pudieron expresar sin ningún tipo de restricciones en lo referencia a la expresión de sus ideas. Dicho clima fue favorecido por Francisco, quien asistió a las sesiones en actitud de escucha y sin interferirse en las discusiones.
Ya en el viaje de vuelta de Brasil en julio de 2013, preguntado a bordo del avión por su actitud hacia los homosexuales, respondió de esta guida: “Si alguien es gay y busca al Señor y tiene buena voluntad ¿quién soy yo para juzgarle? No debemos marginar a la gente por esto, deben ser integrados a la sociedad”.
En otra ocasión insinuó la posibilidad de revisar la actual prohibición del acceso de los divorciados que han vuelto a casarse y adoptar una actitud menos excluyente que la actual. Hubo cardenales que remaron en la dirección del papa y mostraron una actitud más abierta y favorable al cambio, entre ellos el cardenal Kasper que, en respuesta a los cardenales firmantes del documento conservador, respondió que “la verdad católica no es un sistema cerrado” y defendió el acceso de las personas divorciadas vueltas a casar a la eucaristía, si bien imponiendo unas condiciones muy severas:
“Si un divorciado vuelto a casar: 1. Se arrepiente de su fracaso en el primer matrimonio 2. Se han esclarecido las obligaciones del primer matrimonio, y se ha definitivamente excluido que regrese atrás. 3. Si no puede abandonar sin otras culpas las responsabilidades asumidas con el matrimonio civil. 4. Si, sin embargo, se esfuerza por vivir del mejor modo según sus posibilidades el segundo matrimonio a partir de la fe y de educar a los propios hijos en la fe. 5. Si tiene el deseo de los sacramentos como fuente de fuerza para su situación, ¿debemos o podemos negar, después de un tiempo de nueva orientación (metanoia), los sacramentos de la penitencia y después de la comunión?”.
“Si un divorciado vuelto a casar: 1. Se arrepiente de su fracaso en el primer matrimonio 2. Se han esclarecido las obligaciones del primer matrimonio, y se ha definitivamente excluido que regrese atrás. 3. Si no puede abandonar sin otras culpas las responsabilidades asumidas con el matrimonio civil. 4. Si, sin embargo, se esfuerza por vivir del mejor modo según sus posibilidades el segundo matrimonio a partir de la fe y de educar a los propios hijos en la fe. 5. Si tiene el deseo de los sacramentos como fuente de fuerza para su situación, ¿debemos o podemos negar, después de un tiempo de nueva orientación (metanoia), los sacramentos de la penitencia y después de la comunión?”.
Su respuesta es afirmativa, pero con importantes matices y precisiones: “Este posible camino no sería una solución general. No es el camino ancho de la gran masa, sino más bien el estrecho camino de la parte probablemente más pequeña de los divorciados vueltos a casar, sinceramente interesados en los sacramentos. ¿No es necesario tal vez evitar aquí la peor parte? (o sea la pérdida de los hijos con la pérdida de toda una segunda generación)… Un matrimonio civil como el que fue descrito con criterios claros debe distinguirse de otras formas de convivencia irregular, como los matrimonios clandestinos, las parejas de hecho, sobre todo la fornicación, de los así llamados matrimonios salvajes. La vida no es solo blanco y negro. De hecho, hay muchos matices”.
La propia metodología seguida en la preparación del Sínodo permitía albergar esperanzas de cambio. El Vaticano envió una encuesta a todos los cristianos y cristianas en torno a las cuestiones que se iban a abordar en la asamblea episcopal para conocer la opinión de las diferentes comunidades católicas del mundo sobre el tema. La mayoría de las respuestas eran favorables a una mayor apertura y a una actualización de la doctrina sobre la familia más acorde con los cambios producidos en las últimas décadas.
Pero ese clima de apertura enseguida se encontró con la réplica del cardenal Müller, que apelaba a argumentos de carácter dogmático y jurídico para oponerse incluso a la posibilidad de discutir sobre el tema: “Si el matrimonio precedente de unos fieles divorciados y vueltos a casar era válido, en ninguna circunstancia su nueva unión puede considerarse conforme a derecho; por tanto, es imposible que reciban los sacramentos”.
En el Sínodo se han producido, es verdad, cambios importantes en el análisis de la situación de la familia y en las críticas hacia sus patologías, en las actitudes y en el lenguaje empleado. La proposición 8 hace un buen análisis de las situaciones más graves por las que pasa hoy la familia: discriminación de las mujeres y creciente violencia de género contra ellas, con demasiada frecuencia dentro de la familia; abusos sexuales de los niños y de las niñas; penalización de la maternidad en vez de su consideración como valor; mutilación genital en algunas culturas; efectos negativos de las guerras, el terrorismo y el crimen organizado en las familias; crecimiento del fenómeno de los niños de la calle en las grandes metrópolis y en sus periferias.
La actitud ante los matrimonios civiles y las parejas de hecho es más comprensiva y acogedora, ya que, se dice, en ellos deben descubrirse elementos positivos, y en la actitud hacia los homosexuales. Muestra la necesidad de acoger las personas en situaciones difíciles como el divorcio y de buscar nuevos caminos pastorales para las familias heridas, no basadas en “soluciones únicas”
Pero en las cuestiones de fondo no se ha producido cambio alguno. Dos ejemplos. La proposición 52 describe las dos tendencias de los padres sinodales en torno a la posibilidad –solo la posibilidad- de que los divorciados vueltos a casar puedan acceder a los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía: la que se muestra partidaria de mantener las actuales normas prohibitivas en vigor, y la partidaria de permitir el acceso a los sacramentos, pero con muchas restricciones: no de manera generalizada, sino en algunas situaciones especiales y con condiciones muy precisas. Además, el eventual acceso a los sacramentos debe ir precedido de un “caminar penitencial” bajo la responsabilidad del obispo diocesano. Aun con todas estas restricciones, esta proposición contó con el rechazo de 74 padres sinodales y no logró los 2/3 tercios.
Otro ejemplo es la proposición 55 sobre los homosexuales. Defiende la necesidad de una acogida respetuosa y de un trato no discriminatorio hacia ellos, pero es contundente en el rechazo de los matrimonios homosexuales, hasta el punto de excluirlos del plan de Dios sobre la familia y el matrimonio. Con todo, la proposición fue rechazada por 62 padres sinodales y tampoco logró los 2/3.
Para frenar la lógica sensación pesimista que deja el Sínodo en quienes esperaban que la apertura fuera real ya, se afirma, como consuelo, que en este Sínodo no se ha dicho la última palabra y que hay que esperar al de octubre de 2015, que elaborará las conclusiones definitivas sobre la familia. Yo pregunto: ¿Cambiará entonces el panorama y se reconocerá sin trabas, prejuicios y prevenciones el acceso de las personas católicas divorciadas y vueltas a casar el matrimonio a los sacramentos de la eucaristía y de la penitencia y el reconocimiento del matrimonio homosexual como lo hace la Iglesia Anglicana, o volverán a emplearse fórmulas ambiguas del “sí, pero no”, tan propias del lenguaje eclesiástica ¿O se dejará la respuesta ad kalendas graecas?
¿Se seguirá pensando con categorías jurídicas o se hará al ritmo de la vida y atendiendo a los problemas reales de la familia? ¿Se buscarán las respuestas apelando al Código de Derecho Canónico o a la racionalidad dialógica? ¿Se seguirá expulsando de la comunidad eclesial y de la eucaristía que, según el Vaticano II, es el centro de la vida cristiana, a quienes se considera pecadores por el hecho de haber iniciado un nuevo proyecto de vida común y de haber formado una nueva familia?
¿Se respetarán y reconocerán en la Iglesia católica las diferentes identidades sexuales: gays, lesbianas, bisexuales, transexuales, que de hecho existen entre los cristianos y las cristianas como existen en la sociedad? ¿Caminará la Iglesia oficial al ritmo de la sociedad y será sensible, como pedía Juan XXIII, a los signos de los tiempos, entre los cuales se encuentra el reconocimiento explícito de los diferentes modelos de familia, o perderá de nuevo el tren de la historia?
¿Se respetarán y reconocerán en la Iglesia católica las diferentes identidades sexuales: gays, lesbianas, bisexuales, transexuales, que de hecho existen entre los cristianos y las cristianas como existen en la sociedad? ¿Caminará la Iglesia oficial al ritmo de la sociedad y será sensible, como pedía Juan XXIII, a los signos de los tiempos, entre los cuales se encuentra el reconocimiento explícito de los diferentes modelos de familia, o perderá de nuevo el tren de la historia?
Y una reflexión final en clave de realismo. Yo creo que considerar un problema el acceso a la eucaristía a personas divorciadas vueltas a casar y a los matrimonios homosexuales solo existe en las mentes de los jerarcas, no en la práctica. Y negar dicho acceso se encuentra en el Código de Derecho Canónico, no en la vida de las comunidades cristianas. Son muchas las comunidades eclesiales de todo el mundo (parroquias, comunidades de base, grupos de matrimonios, etc.) que ni siquiera se plantean el problema. Las cristianas y los cristianos divorciados que han vuelto a casarse y las parejas homosexuales son acogidos sin ningún tipo de reserva en dichas comunidades, de las que forman parte, y participan en los sacramentos como el resto de los creyentes. Y lo hacen con toda naturalidad, sin ningún complejo de culpa, sin consultar ni pedir permiso a los clérigos y obispos, ni preguntarse si actúan conforme a la disciplina de la Iglesia, sin someterse a ningún “camino de penitencia”. Bastante penitencia ha tenido y sigue teniendo su vida como para añadirle todavía otra más.
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