Divorciados en nueva unión: Amados por Dios ... ¿Y por su Iglesia?
En el camino de preparación para el Sínodo de la Familia, compartimos un aporte para la reflexión del Hno. Enzo Biemmi del Instituto de los Hermanos de la Sagrada Familia
CURAR LAS HERIDAS CON ACEITE
Acompañar
a un grupo de divorciados o separados es una experiencia que me
involucra profundamente. Sus relatos están cargados de un sufrimiento,
de un dolor agudo que perdura en el tiempo. La historia de una fractura
de un matrimonio es siempre una tragedia. Una tragedia asoladora, como
la falla de un terremoto en el piso de nuestra propia vida. Es una
experiencia de duelo, difícil a superar. Lo último que me interesa, en
mi relación con estas catorce mujeres y hombres que acompaño, es emitir
un juicio moral acerca de lo que les ha acontecido.
Lo único que tengo a
pecho es anunciar a ellos el evangelio de la misericordia y de la
esperanza. Trato de curar sus heridas con aceite, así como lo hizo el
buen samaritano con el desdichado que se topó con unos bandidos. Por
supuesto, el “sacerdote y el levita” tenían una que otra objeción que
plantear (a lo mejor se metió en un problema; fue imprudente; era un
impuro, etc.). Pero un Hermano (de la Sagrada Familia) no tiene ninguna
de estas preocupaciones, y la Biblia tampoco.
La
Biblia nos habla de una alianza, de una historia de amor entre Dios y
su pueblo, de su trágico rompimiento, a causa de la fragilidad de una de
las dos partes, y luego más allá de toda expectativa, llega el don
unilateral por parte de Dios de una nueva posibilidad. La Biblia habla
de una primera alianza, de un “divorcio” a causa de la fragilidad de
Israel y nos habla de una segunda y nueva alianza brindada por Dios. El
relato de la alianza entre Dios y su pueblo Israel es el prototipo de
toda historia humana y por lo tanto también de la historia de amor
contraída entre un hombre y una mujer. En francés la palabra alianza
(alliance) indica el anillo nupcial. El antiguo y nuevo Testamento
certifica que el compromiso de Dios es volver a abrir caminos, ofrecer
nuevas posibilidades, basadas en una “misericordia”, que significa
(acogida por parte de Él de la fragilidad humana y de cómo rescatarla) y
certifica también el compromiso de Dios en brindar una palabra de
bendición. Dios jamás retira su don, y por lo tanto el matrimonio entre
un hombre y una mujer es indisoluble, es un don irreversible. Pero al
mismo tiempo Dios, que experimentó nuestra fragilidad, sabe que sus
dones a veces pueden morir por culpa del hombre, por un conjunto de
causas que en primer grado no son de carácter moral. Y cada vez que Dios
mira que murió uno de sus dones, inclusive el don de uno mismo, Él se
compromete a brindar una “alianza nueva”. Es hermoso pensar que la
palabra “nueva” pueda expresar dos cosas: por un lado tenemos una
alianza renovada o revitalizada, ofreciendo la posibilidad de volver a
dar vida a lo que estaba por morir; por otro lado también puede expresar
“una segunda alianza”, una segunda vida bajo el signo del amor.
Frente
a la quiebra de un lazo, siempre trágica por sí misma y causa de
sufrimiento y duelo, un hombre y una mujer creyentes tienen dos
posibilidades. La primera: no desmentir la alianza establecida,
permaneciendo fiel al cónyuge del cual se ha separado, elección que
requiere mucha fe y fuerza interior (al fin y al cabo no termina de ser
una gracia), dando testimonio de tal forma en su propia herida que Dios
jamás retiró su amor. La segunda: volver a empezar una nueva unión si la
vida lo permite, dando testimonio en esta forma y en su propia carne,
que el don de Dios ha muerto por culpa de la fragilidad de uno, pero que
el propio Dios ha perdonado y ha sido generoso más allá de toda
previsión, porque Él es el Dios de la vida y no de la muerte.
Esta
segunda posibilidad exige ciertamente a los protagonistas también un
camino de purificación, como recorrido humano y de fe a sabor
penitencial, frente a ellos mismos y a su comunidad.
La
Iglesia, signo del amor de Dios para todos y todas, sobre todo para
quienes fueron malheridos duramente por la vida, se compromete por
consiguiente en dos frentes. El primero: ayudar a las parejas a guardar
vivo su amor para que el don de Dios no muera, sino que se acreciente y
se renueve en las alegrías y las dificultades que están atravesando. El
segundo: acompañar a las personas en su camino hacia una nueva unión, a
fin de que se le pueda brindar la posibilidad a dos personas, que se
quieren, vivir su amor como una bendición de Dios y por lo tanto en la
fe y con fe.
Si
la primera tarea de la Iglesia parece natural, la segunda no lo es para
nada y hasta puede ser percibida, por parte de la comunidad eclesial,
como una invalidación respecto a su propia misión, identidad, principios
morales, en una palabra a su Tradición.
Sin
embargo, justamente a causa de una detención completa de todo juicio
moral, frente a una historia humana, en su compromiso de acompañarla en
sus nuevas posibilidades, la Iglesia expresa su máxima fidelidad al Dios
de la segunda alianza, al Dios que abre caminos en el desierto, pone de
pie a las personas sentadas a las orillas del camino, hace caminar al
tullido, perdona a la adultera, regresa la vista aquel que no ve, toma
de la mano a la niña muerta y le dice: “Talitá kum”, ¡niña, levántate!
La Iglesia es verdaderamente fiel a su Tradición cuando representa el
espacio de la misericordia de Dios.
La parábola más trastornadora que Jesús relata, es la que habla acerca de la misericordia, en el capítulo 15 de Lucas.
Hoy podríamos volverla a escuchar en esta novedosa redacción.
Un
hombre tenía dos hijos. El mayor se casó, y permaneció con la esposa en
la casa de su padre. También el segundo hijo, luego, se casó y fue a
vivir lejos con su esposa. Después de algún tiempo el hijo que se quedó
en casa, fue abandonado por su esposa y se quedó solo. Pero permaneció
con su padre, siguiendo fiel a su esposa y guardando la palabra dada, a
pesar de todo. El segundo hijo después de algún tiempo, entró en crisis,
hizo muchas tonterías y fue abandonado por su esposa. Luego de una
larga angustia y haber aguantado todo su coraje en contra de sí mismo y
el dolor, conoció a otra mujer, se sintió amado por ella, la amó con un
amor sincero y al fin la casó. Entonces decidió volver con su padre,
pero le daba pena y miedo porque temía ser juzgado indigno e infiel, por
parte de él. Con su gran asombro, por el contrario, lo encontró con los
brazos abiertos para recibirlo. Y con un asombro todavía mayor lo vio
sonreír a su nueva esposa.
Entonces
se dejó llevar en la casa para celebrar una fiesta por su nueva esposa,
con los mejores deseos de prosperidad. El hermano mayor, sin embargo,
tomó aparte a su padre y le dijo: “Yo también he sido abandonado y me he
quedado solo. Sin embargo para mí, que me he quedado fiel, tú no has
organizado ninguna fiesta. Al contrario te regocijas y cantas por este
hermano mío, que se ha vuelto a casar, traicionando su palabra”.
El
padre entonces tomó al hijo del brazo y abrazándolo le dijo: “Hijo mío,
tú sabes cuánto te quiero, cuánto he padecido por tus sufrimientos,
cuánto me siento orgulloso por tu elección, resultado de tu sabiduría,
de tu respeto, de tu amor fiel. Sin embargo tú y yo no podemos censurar a
tu hermano. En efecto encontramos dos citas en la Biblia: “El hombre no
separe lo que Dios ha unido” y la segunda: “No está bien que el hombre
se quede solo”. Para tu hermano el bien fue una elección diferente a la
tuya. Él tiene que admirar tu elección. Pero tú no puedes inconformarte
con la suya. La comunión entre hermanos es también esto: “Un camino
diferente hacia el bien”.
Hno. Enzo Biemmi
Instituto de los Hermanos de la Sagrada Familia
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